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– ¿Antoine?

– Sí, Arthur…

– Me ha dado su música.

Y a continuación, el niño se durmió entre los brazos de Antoine.

Antoine permaneció inmóvil largo rato, sujetando a Arthur por debajo del brazo, por miedo a despertarlo. Cuando estuvo seguro de que dormía profundamente, lo tomó en brazos y entró en la casa. Sólo hacía unas horas que Lili se había ido y la atmósfera ya había cambiado. Una resonancia indescriptible, ciertos olores y ciertos colores parecían difuminarse para desaparecer mejor.

«Tenemos que grabar nuestros recuerdos, congelar estos instantes», murmuraba Antoine mientras subía la escalera. Al llegar al dormitorio de Arthur dejó al niño en la cama y lo tapó con una manta sin desnudarlo. Antoine acarició la cabeza del chiquillo y salió de puntillas.

Lili, antes de irse, lo había previsto todo. Unas semanas después de su muerte, Antoine cerró la gran casa y sólo dejó abiertas las dos estancias de abajo, donde se instaló para vivir el resto de sus días. Llevó a Arthur a la estación y lo acompañó hasta un tren que lo conduciría a un internado. Allí, Arthur creció solo. La vida de interno era agradable; se respetaba a los profesores, y a algunos hasta se les quería. Sin lugar a dudas, Lili había escogido el mejor sitio para él. Aparentemente, en aquel universo no había nada triste. Pero al entrar en él, Arthur se llevó los recuerdos que le había dejado su madre y llenó su cabeza con ellos hasta que ocuparon todo el espacio disponible. Aprendió a no vivir nada mal. Con los dogmas de Lili, elaboraba actitudes, gestos, razonamientos de lógica siempre implacable. Arthur era un niño tranquilo; el adolescente que le sucedió conservó la misma lógica, además de desarrollar un sentido de la observación fuera de lo común. El joven en que se convirtió parecía no tener nunca arrebatos. Fue un alumno normal, ni excelente ni malo; sus notas se situaban siempre ligeramente por encima de la media, salvo en historia, donde destacaba, y aprobó tranquilamente todos los cursos hasta acabar la enseñanza secundaria. Finalizada esta etapa, fue convocado por la directora del colegio una tarde de junio. Esta le contó que su madre, enterada de que padecía esa enfermedad que sólo te deja la duda de cuánto tiempo te concederá antes de llevársete, había ido a verla dos años antes de morir. Había pasado horas y horas disponiendo todos los detalles de su educación. Los estudios de Arthur estaban pagados hasta bien pasada la mayoría de edad. Al irse había hecho depositaria a la señora Senard, la directora, de varias cosas. Las llaves de la casa de Carmel, donde él había crecido, y las de un pequeño apartamento en la ciudad. El apartamento había estado alquilado hasta el mes anterior, pero había sido desalojado, de conformidad con las instrucciones dadas por su madre, al llegar él a la mayoría de edad. El dinero del alquiler había sido ingresado en una cuenta a su nombre, así como el resto de los ahorros que le había legado. Una bonita suma que le permitiría cursar estudios superiores e incluso mucho más.

Arthur tomó el manojo de llaves que la señora Senard había dejado sobre la mesa. El llavero era una bolita de plata con una ranura en medio y un minúsculo cierre. Arthur lo levantó y la bola se abrió, mostrando una pequeñísima foto en cada lado. Una era de él cuando tenía siete años; la otra, de Lili. Arthur cerró con delicadeza el llavero.

– ¿Qué estudios superiores piensas cursar? -le preguntó la directora.

– Arquitectura. Quiero ser arquitecto.

– ¿No irás a Carmel, a esa casa?

– No, todavía no, más adelante.

– ¿Porqué?

– Ella sabe por qué. Es un secreto.

La directora se levantó y él hizo lo propio. Cuando llegaron a la puerta del despacho, lo abrazó con fuerza. Entonces puso en la mano de Arthur un sobre y cerró sus dedos sobre él.

– Es de ella -le susurró al oído-. Es para ti. Me pidió que te la entregara justo en este momento.

En cuanto la señora Senard abrió los dos batientes de la puerta, Arthur se adentró en el pasillo sin volverse, con las largas y pesadas llaves en una mano y la carta en la otra. Dobló al llegar a la gran escalera, y entonces ella cerró las dos grandes puertas de su despacho.

11

El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche; los faros iluminaban las franjas naranja y blanco que alternaban entre cada curva trazada al borde de los acantilados y cada línea recta enmarcada por un pantano y una playa desierta. Lauren se había adormilado; Paul conducía en silencio, concentrado en la carretera y sumido en sus pensamientos. Arthur aprovechó ese momento para sacar discretamente del bolsillo la carta que había guardado allí cuando tomó el manojo de largas y grandes llaves del secreter de su casa.

Cuando abrió el sobre, un olor cargado de recuerdos salió de su interior, mezcla de dos esencias que su madre preparaba en una gran botella de cristal amarillo con el tapón de plata mate. El aroma escapado de su envoltorio liberó el recuerdo que Arthur tenía de ella. Sacó la carta del sobre y la desdobló con cuidado.

Querido Arthur:

Si lees esta carta es porque al final te has decidido a emprender el camino hacia Carmel.

Me encantaría saber qué edad tienes ahora.

Tienes en las manos las llaves de la casa donde pasamos juntos unos años preciosos. Sabía que no volverías enseguida, que esperarías hasta sentirte preparado para despertarla.

Querido Arthur, dentro de nada cruzarás esa puerta cuyo ruido me es muy familiar. Recorrerás las habitaciones impregnadas de cierta nostalgia. Abrirás poco a poco los postigos para dejar entrar la luz del sol, que tanto voy a echar de menos. Volverás a la rosaleda y poco a poco te irás acercando a las rosas. Durante todo este tiempo, forzosamente se habrán vuelto salvajes.

También entrarás en mi despacho y te instalarás en él. En el armario encontrarás una pequeña maleta negra; ábrela si tienes ganas y fuerzas. Contiene cuadernos llenos de páginas que te escribí todos los días a lo largo de tu infancia.

Tienes la vida ante ti; tú eres su único dueño. Sé digno «de todo lo que yo he amado».

Te quiero desde allí arriba y velo por ti.

Tu madre, Lili

Cuando llegaron a la bahía de Monterrey despuntaba el día. El cielo estaba cubierto de una seda rosa claro, trenzada en largas cintas ondulantes que en algunos puntos parecían unirse con el mar en el horizonte. Arthur indicó el camino. Habían pasado años. El nunca había recorrido aquella carretera sentado delante, pero cada kilómetro le resultaba familiar, cada cercado y cada puerta que dejaban atrás surgían de su memoria infantil. Hizo una señal con la mano cuando hubo que dejar la carretera principal. Después de la siguiente curva, se vislumbrarían los límites de la finca. Paul siguió sus indicaciones; llegaron a un camino de tierra azotada por las lluvias invernales y secada por los calores del estío. Al doblar una curva, la puerta de hierro forjado verde se alzó ante ellos.

– Ya hemos llegado -dijo Arthur.

– ¿Tienes las llaves?

– Sí, voy a abrir. -Bajó del coche-. Tú ve hasta la casa y espérame allí; yo iré a pie.

– ¿Va contigo ella o se queda en el coche?

Arthur se inclinó hasta la altura de la ventanilla y le dijo a su amigo:

– Pregúntaselo tú directamente.

– No, prefiero no hacerlo.

– Te dejo solo. Creo que de momento es mejor así -intervino Lauren, dirigiéndose a Arthur.

– ¡Vaya suerte! ¡Se queda contigo! -le dijo Arthur a Paul, sonriendo.

El coche se alejó, levantando a su paso una nube de polvo. Al quedarse solo, Arthur contempló el paisaje que lo rodeaba. Anchas franjas de tierra ocre, con algunos pinos piñoneros y albares, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. El suelo estaba sembrado de agujas enrojecidas por el sol. Tomó la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino. Hacia la mitad del recorrido, vislumbró los restos de la rosaleda a su derecha. El jardín estaba abandonado; una multitud de perfumes entremezclados provocaban a cada paso una danza incontrolable de recuerdos olfativos.