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Arthur se puso la más grande y se volvió, imitando los cestos de un modelo desfilando por una pasarela.

– ¿Qué? ¿Cómo me ves?

– ¡Te has llevado la bata de Bronswick!

– ¿Quién es ése?

– Un eminente cardiólogo. El ambiente va a estar cargadito en el hospital; ya estoy viendo el montón de notas de servicio que van a colgar. Al jefe de seguridad se le va a caer el pelo. Es el médico más cascarrabias y pagado de sí mismo de todo el Memorial.

– ¿Qué probabilidad hay de que alguien me identifique?

Lauren lo tranquilizó.

La probabilidad era mínima; haría falta un golpe de mala suerte. Había dos cambios de equipo, el del fin de semana y el de la noche. No corría ningún peligro de cruzarse con un miembro de su equipo. El domingo por la noche era otro hospital, con otras personas y un ambiente distinto.

– Y mira, tengo hasta un estetoscopio.

– Póntelo alrededor del cuello.

Él obedeció.

– Estás muy sexy vestido de doctor, ¿sabes? -dijo Lauren con una voz muy dulce y femenina.

Arthur se sonrojó un poco. Ella le asió una mano y le acarició los dedos. Luego levantó los ojos hacia él y dijo con la misma ternura:

– Gracias por todo lo que estás haciendo por mí. Nadie me ha cuidado nunca tanto.

– ¡Claro! ¡Por eso ha venido el Zorro!

Lauren se levantó y acercó el rostro al de Arthur. Se miraron a los ojos. Él la tomó entre sus brazos, y ella apoyó su cabeza en su hombro.

– Hay muchas cosas por hacer -le dijo-. Tengo que ponerme a trabajar.

Se apartó para sentarse a la mesa de trabajo. Ella posó sobre él una mirada atenta y se retiró silenciosamente al dormitorio, dejando la puerta abierta. Arthur estuvo trabajando hasta muy entrada la noche, tecleando frente a la pantalla y muy concentrado en sus notas, sin parar más que para comer un poco de ensalada. Oyó que el televisor se ponía en marcha.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó en voz alta.

Ella no respondió. Arthur cruzó el salón y se asomó por la ranura de la puerta. Lauren estaba en la cama, tendida boca abajo. Desvió la mirada de la pantalla y le sonrió con expresión maliciosa. Él le devolvió la sonrisa y regresó al teclado. Cuando estuvo seguro de que se había metido en la película, se levantó y se dirigió al secreter. Sacó una caja, la dejó sobre la mesa y se pasó un buen rato contemplándola antes de abrirla. Era cuadrada, del tamaño de una caja de zapatos y estaba forrada con una tela desgastada por el paso de los años. Contuvo la respiración y levantó la tapa; contenía un montón de cartas atadas con un cordel de cáñamo. Tomó un sobre mucho más grande que los demás y lo abrió. Una carta cerrada y un manojo de llaves viejas, grandes y pesadas, cayeron del interior. Retuvo todo unos instantes entre las manos, sonriendo en silencio, y luego se metió la carta y las llaves en un bolsillo de la chaqueta. A continuación guardó la caja en su sitio y, tras volver a la mesa, imprimió el plan de acción. Por último, apagó el ordenador y se fue al dormitorio. Lauren estaba sentada a los pies de la cama, viendo una serie norteamericana. Llevaba el pelo suelto; parecía tranquila, serena.

– Todo está todo lo a punto que puede estar -dijo Arthur.

– Te lo preguntaré una vez más: ¿por qué haces esto?

– ¿Qué más da? ¿Por qué necesitas saberlo todo?

– Por nada.

Arthur entró en el cuarto de baño. Mientras escuchaba el ruido de la ducha, Lauren acarició suavemente la moqueta. Al pasar la mano, las fibras se irguieron por efecto de la electricidad estática. Arthur salió arropado con un albornoz.

– Ahora tengo que acostarme para estar en forma mañana.

Lauren se acercó a él y le dio un beso en la frente.

– Buenas noches. Hasta mañana-dijo antes de salir de la habitación.

El día siguiente transcurrió al ritmo de los minutos que se desgranan atrapados en la pereza de los domingos. El sol jugaba al escondite con los chaparrones. Hablaron poco. De vez en cuando, ella lo miraba fijamente y le preguntaba si estaba seguro de querer seguir adelante. El ya no respondía a su pregunta. Hacia la mitad del día, fueron a pasear por la orilla del mar. Arthur le rodeó los hombros con un brazo.

– Ven, vayamos junto al agua, me gustaría decirte una cosa.

Se acercaron todo lo posible a la orilla, donde las olas rompen contra la arena.

– Mira bien todo lo que hay a nuestro alrededor: agua embravecida, tierra indiferente a esa furia, montañas dominantes, árboles, luz que juega a cambiar de intensidad y de color cada minuto del día, pájaros que revolotean sobre nuestras cabezas, peces que intentan no ser atrapados por las gaviotas mientras ellos devoran a otros peces. Hay una armonía de ruidos: el de las olas, el del viento, el de la arena. Y en medio de todo ese concierto increíble de vidas y materias estamos tú, yo y todos los seres humanos que nos rodean. ¿Cuántos de ellos verán todo lo que acabo de describirte? ¿Cuántos son conscientes del privilegio que supone despertar todas las mañanas y ver, oler, tocar, oír y degustar? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de olvidar por un instante nuestras preocupaciones para maravillarnos ante este prodigioso espectáculo? Resulta evidente que la mayor inconsciencia del hombre es la de su propia vida. Tú has tomado conciencia de ello porque estás en peligro, y eso te convierte en un ser único; eso y lo que necesitas para vivir: a los demás. Contestando a la pregunta con la que me martilleas desde hace días, te diré que si no me arriesgo, toda esta belleza, toda esta energía, toda esta materia viva será definitivamente inaccesible para ti. Por eso hago esto; conseguir devolverte al mundo da sentido a mi vida. ¿Cuántas veces me brindará la vida la posibilidad de hacer algo esencial?

Lauren no pronunció ni una palabra y acabó por bajar los ojos, clavando la mirada en la arena. Anduvieron uno junto a otro hasta el coche.

9

A las diez, Paul metió la ambulancia en el garaje de Arthur y llamó a la puerta.

– Estoy preparado -dijo.

– Ponte esta bata y estas gafas. Son cristales neutros.

– ¿No tienes barbas postizas?

– Te lo explicaré todo por el camino. Venga, tenemos que estar allí a la hora del relevo, a las once en punto. Lauren, ven con nosotros, te necesitaremos.

– ¿Hablas con el fantasma? -preguntó Paul.

– Con alguien que está con nosotros pero a quien tú no ves.

– Arthur, ¿todo esto es una broma, o realmente estás volviéndote majara?

– Ni una cosa ni la otra. Es imposible entenderlo, así que no vale la pena explicarlo.

– Lo mejor sería que me transformara en pastilla de chocolate, así el tiempo pasaría más deprisa y yo no me preocuparía tanto envuelto en papel de aluminio.

– Es una opción, desde luego. Venga, date prisa.

Disfrazados de médico y camillero respectivamente, se dirigieron al garaje.

– ¿Esta ambulancia ha estado en la guerra?

– He pillado lo que he podido, ¿comprendes? ¡Menuda bronca! En fin, lo único que falta es que me hables con subtítulos en alemán. Me parece que estoy soñando.

– Era broma, hombre, nos irá de coña.

Paul se puso al volante, Arthur se sentó a su lado y Lauren entre los dos.

– ¿Quiere que conecte el faro giratorio y la sirena, doctor?

– ¿Y tú quieres tomarte esto en serio?

– Ah, no, amigo mío, eso sí que no. Si intento considerar en serio que estoy en una ambulancia que me he agenciado para ir con mi socio a robar un cadáver a un hospital, me expongo a despertar y entonces tu plan se iría al garete. De modo que voy a hacer lo que sea por tomármelo lo menos en serio posible; así seguiré creyendo que estoy en un sueño… o en una pesadilla. El lado bueno es que las noches de los domingos siempre me han parecido tristes, y quieras que no esto da un poco de vidilla.

Lauren se echó a reír.