Изменить стиль страницы

Acostado sobre la tierra. Estas cuatro palabras, caídas con toda naturalidad de mi pluma, son tal vez la clave. La tierra atrae irresistiblemente a los amantes enlazados cuyas bocas se han unido. Tras el abrazo, les acuna en el sueño feliz que sigue a la voluptuosidad. Pero también es ella la que envuelve a los muertos, bebe su sangre y come su carne, para que esos huérfanos sean devueltos al cosmos del que habían sido arrebatados el tiempo que dura una vida. El amor y la muerte, esos dos aspectos de una misma derrota del individuo, se arrojan con un impulso común en el mismo elemento terrestre. Uno y otra son de naturaleza telúrica.

Los más sagaces de los hombres adivinan -más que percibir con claridad- esta relación. La situación sin precedentes en que yo me encuentro me la muestra de forma meridiana… ¡Qué digo!: me obliga a vivirla con todos los poros de mi piel. Privado de mujer, estoy reducido a amores inmediatos. Despojado del rodeo fecundo que representan las vías femeninas, me encuentro sin dilación ante esta tierra que será también mi última morada. ¿Qué he hecho en la loma rosa? He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad. Me doy cuenta además de que de este modo he franqueado una nueva etapa en la metamorfosis que estoy padeciendo. Porque he necesitado años para llegar a ello. Cuando fui arrojado a estas costas, era hijo de los moldes de la sociedad. El mecanismo que desvía la vocación naturalmente geotrópica del sexo para dirigirle al circuito uterino actuaba en mi vientre. Era la mujer o nada. Pero a poco la soledad me ha ido simplificando. El rodeo ya no tenía objeto, el mecanismo ha dejado de funcionar. Por vez primera en la loma rosa mi sexo ha vuelto a encontrar su elemento natural: la tierra. Y al tiempo que realizaba este nuevo progreso en el camino a la deshumanización, mi alter ego cumplía, al crear un arrozal, la obra humana más ambiciosa de su reinado sobre Speranza.

Toda esta historia sería apasionante si yo no fuera el único protagonista y si no escribiera con mi sangre y mis lágrimas.

Y serás corona de gloria en la mano de Jehová y diadema del reino en la mano de nuestro Dios.
Nunca más te llamarán Desamparada
ni tu tierra se llamará más Desolación,
sino que serás llamada Mi-placer-en-ella y tu tierra Desposada.
Porque el amor de Jehová será en ti y tu tierra tendrá esposo.

Isaías, LXII.

De pie en el umbral de la Residencia, ante el atril sobre el cual se abría la Sagrada Biblia, Robinsón se acordaba, en efecto, de un día ya lejano en que él había bautizado a aquella isla con el nombre de Desolación. Pero aquella mañana tenía un esplendor nupcial y Speranza estaba postrada a sus pies en la dulzura de los primeros rayos del levante. Un rebaño de cabras descendía de la colina y los cabritos, impulsados por la pendiente y por su exceso de vitalidad, caían y botaban como pelotas. Al oeste, el pelaje dorado de un campo de trigo maduro ondulaba bajo la caricia de un viento tibio. Un ramillete de palmeras interrumpía el resplandor plateado del arrozal erizado de jóvenes espigas. El cedro gigante de la gruta resonó como un órgano. Robinsón pasó algunas páginas del Libro de los libros y lo que leyó no era sino el cántico de amor de Speranza y su esposo. Le decía:

Eres hermosa, amiga mía, como Tirsa, deliciosa como Jerusalén.
Tus cabellos como un rebaño de cabras que pastorean en las laderas del monte Galaad.
Tus dientes como rebaño de corderos que suben del lavadero.
Todas con crías mellizas y ninguna entre ellas estéril.
Tu mejilla como una media granada, oculta tras su velo.
El contorno de tus caderas es como un collar, tallado por un artista.
Tu ombligo, copa redonda donde nunca te falta el vino aromático.
Tu vientre, acervo de trigo rodeado de azucenas.
Tus pechos como dos cabritos, gemelos de una gacela.
Tu talle semejante a una palmera y tus pechos a sus racimos.
Yo dije: subiré a la palma, asiré sus ramos y tus pechos serán ahora
como racimos de vid, y el perfume de tu aliento como el
aroma de las manzanas y tu paladar como un vino exquisito.

Y Speranza le respondía:

Mi bienamado descendió a mi jardín en los vergeles de bálsamo para
apacentar su rebaño y para recoger azucenas.
Yo soy para mi bien amado y mi bien amado es para mí; él hace pacer
su rebaño entre mis azucenas.
Ven, amado mío, salgamos a los campos.
Pasemos la noche en las aldeas.
Al amanecer iremos a las viñas y veremos si las vides brotan,
si los brotes han germinado y si las granadas están en flor.
Allí yo te daré mi amor.
¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!

Y ella le decía por último, como si hubiera podido leer en su interior, sus meditaciones sobre el sexo y la muerte:

Ponme como un sello sobre tu corazón,
como un sello sobre tu brazo,
porque fuerte es el amor, como la muerte.

De este modo Speranza, a partir de ese momento, tenía el don de la palabra. Ya no era el roce del viento de los árboles, ni el mugido de las olas inquietas, ni los chasquidos apacibles del fuego vigía que se reflejaba en los ojos de Tenn. La Biblia, plena de imágenes que identifican la tierra con una mujer o la esposa con un huerto, acompañaba a sus amores con el más venerable de los epitalamios. Robinsón aprendió pronto de memoria aquellos textos sagrados tan ardientes y, cuando atravesaba el bosque de los gomeros y los sándalos para dirigirse a la loma rosa, profería los versículos del esposo, y luego, callándose, oía cantar en él las respuestas de la esposa. Estaba entonces preparado para arrojarse sobre un surco de arena y, poniendo a Speranza como un sello sobre su corazón, calmar en ella su angustia y su deseo.

Robinsón necesitó cerca de un año para llegar a darse cuenta de que sus amores provocaban un cambio de vegetación en la loma rosa. No había reparado en que primero desaparecieron las hierbas y las gramíneas por todas las zonas donde había propagado su simiente de carne. Pero su atención fue alertada por la proliferación de una planta nueva que no había visto en ninguna parte de la isla. Eran grandes hojas denticuladas que crecían en manojos a ras del suelo sobre un tallo muy corto. Daban hermosas flores blancas de pétalos lanceolados, con un olor parecido al de una planta acuática y con tostadas bayas voluminosas que sobresalían ampliamente de su cáliz.

Robinsón las examinó con curiosidad; luego no pensó ya más en ellas hasta el día en que creyó tener la prueba indiscutible de que aparecerían regularmente tras pocas semanas en el preciso lugar en que se había vertido. Desde ese momento su cabeza no dejó de dar vueltas a aquel misterio. Enterró su simiente cerca de la gruta. En vano. Aparentemente sólo la loma podía producir aquella variedad vegetal. La rareza de aquellas plantas le impedía recogerlas, disecarlas, probarlas, como habría hecho en otras circunstancias. Se había decidido al fin a buscar alguna alternativa para salir de aquella preocupación sin salida, cuando un versículo del Cantar de los Cantares, que había repetido mil veces sin darle importancia, le trajo una repentina iluminación: «¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!», prometía la joven esposa. ¿Era posible que Speranza cumpliera aquella promesa bíblica? Había oído contar maravillas de aquella solanácea que crece al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados han propagado sus últimas gotas de licor seminal, y que son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra. Aquel día se precipitó hacia la loma rosa y, arrodillado ante una de aquellas plantas, arrancó su raíz muy lentamente, cavando alrededor con sus dos manos. Era eso: sus amores con Speranza no habían sido estériles: la raíz carnosa y blanca, curiosamente bifurcada, parecía sin discusión el cuerpo de una niñita. Temblaba de emoción y de ternura al volver a colocar a la mandrágora en su agujero y al volver a colocar la arena en torno a su tallo, como se arropa a un niño en su cuna. Después se alejó de puntillas, procurando no aplastar alguna otra.