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Log-book.- Ahora. sé que si la presencia del otro es un elemento fundamental para el individuo humano, no es, sin embargo, irreemplazable. Necesario, desde luego, pero no indispensable, como dicen de sí mismos con humildad los Amigos de George Fox, otro tal vez suplantado por aquel a quien rechazan las circunstancias. Reemplazar lo dado por lo construido, problema general, problema humano por excelencia, si es verdad que lo que distingue al hombre del animal es que él no puede conseguir más que con su propia industria lo que la naturaleza da gratuitamente al animal -su vestido, sus armas, su pitanza-. Aislado en mi isla podía hundirme en el nivel de la animalidad al no construir, cosa que por lo demás comencé a hacer, o al contrario, convertirme en una especie de superhombre al construir mucho más, ya que la sociedad no lo hacía por mí. Por tanto, yo he construido y continúo construyendo, pero en verdad la obra prosigue en dos planos diferentes y en dos sentidos opuestos. Porque, si en la superficie de la isla persigo mi tarea de civilización -cultivos, ganadería, edificios, administración, leyes, etc.-, copiada de la sociedad humana y por tanto, de alguna forma, retrospectiva, al mismo tiempo me siento marco de una evolución más radical que sustituye las ruinas que la soledad crea en mí, con soluciones originales, todas más o menos provisionales y vacilantes, pero que se parecen cada vez menos al modelo humano de que partieron. Para terminar con la oposición entre estos dos planos: no me parece posible que su divergencia creciente pueda agravarse hasta el instinto. Fatalmente habrá de llegar un tiempo en el que Robinsón, cada vez más deshumanizado, no podrá ser el gobernador y el arquitecto de una ciudad cada vez más humanizada. A veces descubro ya saltos en el vacío en mi actividad exterior. Me sucede que trabajo sin creer verdaderamente en lo que hago, y la calidad y la cantidad de mi trabajo ni siquiera se resienten por ello. Muy al contrario, hay en ciertos esfuerzos una cierta borrachera de repetición que consigue anular cualquier deserción del espíritu: se trabaja por trabajar sin pensar en el fin que se persigue. Y sin embargo, no se agujerea indefinidamente un edificio sin que termine por derrumbarse. Habrá un momento en que la isla administrada y cultivada dejará de interesarme por completo. Entonces habrá perdido su único habitante…

¿Entonces por qué esperar? ¿Por qué no decidir que ese día ha llegado? ¿Por qué? Porque en el estado actual de mi ánimo eso sería recaer en la ciénaga. Hay en mí un cosmos en gestación. Pero un cosmos en gestación puede llamarse un caos. Contra ese caos, mi único refugio, mi única salvación, es la isla administrada -cada vez más administrada, porque en este campo sólo se mantiene uno de pie si se sigue avanzando-. Ella me ha salvado. Me salva todavía cada día. Sin embargo, el cosmos puede buscarse. Tal o cual parte del caos se ordena provisionalmente. Por ejemplo, yo había creído encontrar una fórmula viable en la gruta. Era un error, pero la experiencia ha sido útil. Habrá otras más. No sé a dónde va a llevarme esta creación continua de mí mismo. Si lo supiera, es que estaría terminada, cumplida y definitiva.

Igual el deseo. Es un torrente que la naturaleza y la sociedad han aprisionado en una presa, en un molino, en una máquina, para someterle a una finalidad que por sí mismo no cuida: la perpetuación de la especie.

Yo he perdido mi presa, mi molino, mi máquina. Al mismo tiempo que toda la construcción social, que se desmorona en ruinas dentro de mí de año en año, ha desaparecido también el resguardo de instituciones y mitos que permiten al deseo tomar cuerpo, en el doble sentido de la palabra, es decir, darse una forma definida y fundirse sobre un cuerpo femenino. Resulta insuficiente decir que mi deseo no está ya canalizado hacia los fines de la especie. ¡Ni siquiera sabe a qué aferrarse! Hace tiempo mi memoria se hallaba todavía lo suficientemente nutrida como para proporcionar a mi imaginación criaturas deseables aunque inexistentes. Pero ahora eso se ha acabado. No son más que cosas vacías y disecadas. Yo pronuncio: mujer, pechos, caderas, muslos separados por mi deseo. Nada. La magia de esas palabras no actúa. Sonidos, flatus vocis. ¿Quiere decir que mi deseo ha muerto a su vez de inanición? ¡En absoluto! Siento de continuo murmurar dentro de mí esa fuente de vida, pero ha pasado a ser totalmente disponible. En lugar de encarrilarse dócilmente en la cama preparada de antemano por la sociedad, desborda por todos los lados y fluye en todas las direcciones, buscando como a tientas un camino, el buen camino en donde se recogerá y rodará unánime hacia un objeto.

Por eso Robinsón observaba con un apasionado interés las costumbres nupciales de los animales que le rodeaban. Se había apartado desde el comienzo de las cabras y los buitres -y de una forma general de los mamíferos y de los pájaros-, cuyos amores le parecían la odiosa caricatura de los amores humanos. Pero los insectos merecían toda su atención. Sabía que algunos de ellos, atraídos por el néctar de las flores, se cubren el cuerpo con el polen de las flores machos y lo transportan involuntariamente hasta los pistilos de las hembras. El perfeccionamiento de ese sistema, que pudo observar con la lupa examinando el aristoloche syphon, le maravilló. Apenas el insecto se adentra en esa hermosa flor cordiforme cuando automáticamente se cierra sobre él una parte de la corola. Hele aquí prisionero por un instante del receptáculo más embriagadoramente femenino que existir pueda. El animalito peludo se debate furiosamente para liberarse y, al hacerlo, se inunda de polen. Al instante un nuevo movimiento le devuelve a la libertad y vuela, polvoreado de escarcha, para dejarse atrapar en otro lugar, fiel e inconsciente servidor de los amores florales.

Aquella inseminación a distancia, inventada por esposos vegetales cruelmente separados, le parecía de una emotiva y suprema elegancia, y se ponía a soñar en cierto pájaro fantástico que se empaparía de la simiente del Gobernador de Speranza y volaría hasta York para fecundar a su abandonada mujer. Pero pensó que, después de tanto tiempo sin noticias, lo más seguro es que ella hubiera guardado luto e incluso quizás hubiera salido ya del luto y se habría vuelto a casar.

Sus ensoñaciones tomaron otra dirección. Estaba intrigado por los manejos de un himenóptero macho que no visitaba más que una determinada variedad de orquídea( [2]) sin que pareciera preocuparse en absoluto de procrear. Robinsón pasó largas horas, lupa en mano, intentando descifrar el comportamiento del animalito. En primer lugar descubrió que la flor reproducía en materia vegetal el abdomen de la hembra del insecto en cuestión hasta el punto de presentar una especie de vagina que quizá debía desprender el olor afrodisíaco específico adecuado para atraer y seducir al enamorado. El insecto no robaba a la flor, la sobaba, y luego le hacía el amor según los ritos de fecundación propios de su especie. La operación le colocaba en la postura adecuada para que el polen reunido en dos polinizadores se fijara sobre su frente gracias a dos capsulitas viscosas y de este modo, adornado con este par de cuernecillos vegetales, el enamorado entretenido proseguía su búsqueda de flor macho a flor hembra, trabajando para el porvenir de la orquídea, mientras creía servir a su propia especie. Un paroxismo tal de astucia e ingenio podría hacer dudar de la seriedad del Creador. La naturaleza ¿había sido modelada por un Dios infinitamente sabio y majestuoso, o por un demiurgo estrambótico impulsado a las más locas combinaciones por el ángel de lo extravagante? Rechazando sus escrúpulos, Robinsón imaginó que determinados árboles de la isla podrían pensar en utilizarle -como las orquídeas hacían con los himenópteros- para trasladar su polen. En ese caso las ramas de aquellos árboles se metamorfosearían en mujeres lascivas y perfumadas, cuyos cuerpos llenos de curvas se aprestarían a acogerle…

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[2] Se trata de la ophrys bombyliflora. (N. de la T.)