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Se encontraba en una pradera suavemente curvada, sin apenas subidas y bajadas, cubierta por un pelaje de hierbas de sección cilíndrica -como pelos- y de un color rosáceo. Era una pequeña loma, una loma rosa… Aquella palabra, loma, evocaba otra en su ánimo, cercana a ella por la consonancia y que la enriquecía con toda una constelación de significaciones nuevas; pero no conseguía recordarla. Luchaba por sacarla del olvido donde estaba medio atascada. Loma…, loma… Veía una espalda de mujer, un poco gruesa, pero de majestuoso porte. Una marea de músculos rodeaba a los omoplatos. Más abajo, aquella hermosa llanura de carne atormentada se concentraba y se aplanaba en una playa estrecha, combada, muy firme, dividida por una falla mediana cubierta por un pálido plumón orientado en líneas de fuerza divergentes. ¡Los LOMOS! Aquella hermosa palabra, grave y sonora, había resonado en su memoria y Robinsón se acordaba, en efecto, de que sus manos antaño habían reposado unidas en esa hondonada donde duermen las energías secretas de la explosión y del espasmo, ijar de la bestia y centro de gravedad del animal humano. Los lomos… Volvió a su residencia, las orejas llenas con aquella palabra que repicaba en ellas como la campana de una catedral.

Log-book.- Esa especie de estupor con que despertamos cada mañana. Nada confirma mejor que el sueño es una experiencia auténtica y viene a ser como la repetición general de la muerte. De todo lo que puede ocurrirle al durmiente, el despertar es precisamente lo que menos espera, para lo que se halla menos preparado. No hay pesadilla que le choque tanto como ese brusco tránsito a la luz, a otra luz. No hay duda de que para cualquier durmiente su sueño es definitivo. El alma abandona su cuerpo volando, sin volverse, sin ánimo de regreso. Ella lo ha olvidado todo, lo ha arrojado todo a la nada, cuando de repente una fuerza brutal la obliga a volver atrás, a volver a endosarse su vieja envoltura corporal, sus costumbres, su habitus.

Así, por tanto, ahora mismo yo voy a tenderme y a dejarme deslizar en las tinieblas para siempre. Extraña alienación. El durmiente es un alienado que se cree muerto.

Log-book.- Siempre. el problema de la existencia. Si hace algunos años alguien me hubiera dicho que la ausencia de un otro me llevaría un día a dudar de la existencia, ¡cómo me habría carcajeado! ¡Cómo me tronchaba al escuchar citar entre las pruebas de la existencia de Dios la del consentimiento universal: «la mayoría de todos los hombres, de todos los tiempos y lugares han creído en la existencia de Dios. Por tanto, Dios existe». ¡Era una bobada! La más boba de las pruebas de la existencia de Dios. ¡Qué miseria si se la comparaba con esa maravilla de fuerza y sutileza que es el argumento ontológico!

La prueba mediante el consentimiento universal. Hoy día sé que no hay otra. ¡Y no sólo para la existencia de Dios!

Existir, ¿qué quiere decir esto? Eso quiere decir estar fuera, sistere ex. Lo que está en el exterior existe. Lo que está en el interior no existe. Mis ideas, mis imágenes, mis sueños no existen. Si Speranza no es más que una sensación o un haz de sensaciones no existe. Y yo mismo no existo más que evadiéndome de mí mismo hacia los otros.

Lo que lo complica todo es que lo que no existe se empeña en hacer creer lo contrario. Hay una gran y común aspiración de lo inexistente hacia la existencia. Es como una fuerza centrífuga que impulsaría hacia el exterior todo lo que agita dentro de mí: imágenes, ensoñaciones, proyectos, fantasmas, deseos, obsesiones. Lo que no existe, in-siste. Insiste para existir. Todo ese pequeño mundo empuja a la puerta del grande, del verdadero mundo. Y es el otro quien tiene la llave. Cuando un sueño me agitaba en mi cama, mi mujer me sacudía de los hombros para despertarme y hacer que cesara la insistencia de la pesadilla. Mientras que hoy… ¿Pero por qué volver incansablemente sobre este asunto?

Log-book.- Todos los que me conocieron, todos sin excepción, me creen muerto. Mi propia convicción de que yo existo tiene en contra suya la unanimidad. Haga lo que haga, no impediré que en el ánimo de la totalidad de los hombres esté la imagen del cadáver de Robinsón. Eso basta -no, desde luego, para matarme-, pero sí para relegarme a los confines de la vida, a un lugar suspendido entre cielo e infierno, en el limbo, en una palabra… Speranza o los limbos del Pacífico…

Esta semimuerte me ayuda al menos a comprender la profunda relación, sustancial y como fatal, que existe entre el sexo y la muerte. Al hallarme más cerca de la muerte que ningún otro hombre, me encuentro a la vez más cerca de las fuentes mismas de la sexualidad.

El sexo y la muerte. Su estrecha connivencia se me apareció por primera vez gracias a los propósitos de Samuel Gloaming, viejo original, herborista de su estado, con el que me gustaba ir a charlar algunas tardes en York, en su tienda llena de animales disecados y hierbas secas. Había reflexionado toda su vida sobre los misterios de la Creación. Me explicaba que la vida se había pulverizado en una infinidad de individuos más o menos diferentes unos de otros para tener igualmente un número de infinitas posibilidades de sobrevivir a las infidelidades del medio. Si la tierra se enfría y se convierte en un banco de hielo o si, por el contrario, el sol hace de ella un desierto de piedra, la mayoría de los seres vivos perecerían, pero gracias a su variedad habrá siempre un determinado número de ellos que gracias a cualidades especiales serán aptos para adaptarse a las nuevas condiciones exteriores. De esta multiplicidad de individuos se derivaría, según él, la necesidad de la reproducción, es decir, el paso de un individuo a otro más joven, e insistía en que el individuo era así sacrificado a la especie, sacrificio consumado secretamente en el acto de la procreación. De este modo la sexualidad era, decía, la presencia viva, amenazadora y mortal de la misma especie en el interior del individuo. Procrear es provocar la siguiente generación que inocente, pero inexorablemente, lanza a la anterior hacia la nada. Apenas los padres dejan de ser indispensables, se hacen ya inoportunos. El niño arrumba a sus genitores con la misma naturalidad con la que aceptó de ellos todo lo que necesitaba para desarrollarse. A partir de todo esto resulta verdad que el instinto que inclina a los sexos, el uno hacia el otro, es un instinto de muerte. Pero la naturaleza ha creído que tenía que ocultar su juego -un juego, sin embargo, transparente-. Aparentemente es un placer egoísta el que persiguen los amantes, incluso cuando caminan por la senda de la abnegación más enloquecida.

Me encontraba sumergido en estas reflexiones cuando tuve la ocasión de atravesar una provincia de Irlanda del Norte que acababa de sufrir una hambruna terrible. Los supervivientes vagaban por las callejas de las aldeas como fantasmas esqueléticos y se amontonaban los muertos en piras para destruir con ellos los gérmenes de las epidemias, más temibles aún que la escasez. La mayoría de los cadáveres eran del sexo masculino -hasta tal punto es cierto que las mujeres soportan mejor que los hombres la mayoría de las pruebas- y todos proclamaban la misma lección paradójica: en aquellos cuerpos consumidos por el hambre, vaciados de su sustancia, reducidos a maniquíes de cuero y tendones de terrorífica sequedad, el sexo -y sólo él- florecía monstruosamente, cínicamente, más hinchado, más turgente, más musculoso, más triunfante que jamás, sin duda, lo había sido nunca, antes, cuando aquellos miserables estaban vivos. Aquella fúnebre apoteosis de los órganos de la generación arrojaba una extraña luz sobre las razones de Gloaming. Imaginé inmediatamente un debate dramático entre aquella fuerza de vida -el individuo- y aquella fuerza de muerte: el sexo. De día, el individuo tenso, elevado, lúcido rechaza lo indeseable, lo reduce, lo humilla. Pero a merced de las tinieblas, de una debilidad, del calor, del atontamiento, de ese atontamiento localizado: el deseo, el enemigo abatido se reconstruye, afina su espada, simplifica al hombre, hace de él un amante al que sumerge en una agonía pasajera; luego le cierra los ojos y el amante se entrega a la pequeña muerte; es un durmiente, acostado sobre la tierra, flotando en las delicias del abandono, de la renuncia a sí mismo, de la abnegación.