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A algunos metros de allí, en un arbusto de helechos arbóreos, un hombre negro y desnudo, trastornado por el pánico, inclinaba su frente hasta el suelo y su mano tanteaba para colocar sobre su nuca el pie de un hombre blanco y barbudo, completamente armado, vestido con pieles de cabra, la cabeza cubierta con un gorro de piel y curtido por tres milenios de civilización occidental.

Robinsón y el araucano pasaron la noche tras las almenas del fuerte, con el oído pendiente de todos los ecos y suspiros del bosque tropical, tan sonoro -aunque de distinta forma- de noche como de día. Cada dos horas, Robinsón enviaba a Tenn a hacer un reconocimiento, con la advertencia de que ladrara si detectaba una presencia humana. Todas la veces regresó sin haber dado la alerta. El araucano, que protegía sus riñones con un viejo pantalón de marinero que Robinsón le había hecho enfundarse -menos para protegerle de la frescura de la noche que para mirar por su propio pudor-, estaba abatido, sin reaccionar, como aplastado a la vez por la horrible aventura y por la increíble ciudad a la que había sido transportado. Había dejado intacta la galleta de avena que le había dado Robinsón y se contentaba con masticar sin descanso habas silvestres que le hicieron preguntarse a Robinsón de dónde las habría sacado. Un poco antes de las primeras luces del alba, se durmió sobre un montón de hojas secas, curiosamente abrazado a Tenn, que se había amodorrado también. Robinsón conocía la costumbre de ciertos indios chilenos que utilizaban un animal doméstico como manta viviente para protegerse del frío de las noches tropicales, pero se sorprendió, a pesar de todo, por la tolerancia del perro -que era, por otra parte, de un carácter hosco-, que parecía adaptarse a aquel procedimiento.

Pero ¿esperarían tal vez los indios al día siguiente para atacar? Robinsón, armado con la pistola, los dos mosquetes y con todo lo que podía transportar de pólvora y balas, se deslizó fuera del recinto y llegó a la Bahía de la Salvación, dando un amplio rodeo por el oeste, a través de las dunas. La playa estaba desierta. Las tres piraguas y sus ocupantes habían desaparecido. Se habían llevado también el cadáver del indio que había sido derribado por el balazo en el pecho. Sólo quedaba allí el círculo negro del fuego ritual en donde los huesos apenas se distinguían ya de las cenizas calcinadas. Robinsón, dejando en la arena la sombrilla y sus municiones, tuvo la sensación de liberarse de golpe de toda la angustia acumulada durante aquella noche en blanco. Comenzó a reír con una risa inmensa, nerviosa, loca, inextinguible. Cuando se detuvo para retomar el aliento, se dio cuenta de que era la primera vez que reía desde el naufragio del Virginia. ¿Era el primer efecto causado en él por la presencia de un compañero? ¿Le había sido devuelta la facultad de reír, al mismo tiempo que se le había dado una compañía, por muy modesta que ésta fuera? La cuestión volvería a planteársela después, pero por el momento le aturdía una idea mucho más importante: ¡el Evasión] Había evitado siempre volver a aquellos lugares del fracaso que había preludiado sus años de decadencia. Sin embargo, el Evasión debía esperar, fiel, con la proa vuelta hacia altamar, a que unos brazos suficientemente fuertes le lanzaran hacia las olas. ¡Quizás el indio sano y salvo iba a dar continuación a aquel proyecto encallado desde hacía tanto tiempo y su conocimiento del archipiélago podría resultar valiosísimo!

Al acercarse al fuerte, Robinsón percibió al araucano que, completamente desnudo, jugaba con Tenn. Se irritó ante la falta de pudor del salvaje y también por la amistad que parecía haber nacido entre él y el perro. Después de hacerle comprender que tenía que cubrirse de nuevo, le arrastró hacia la bahía del Evasión.

Las retamas habían crecido bastante y la silueta rechoncha de la pequeña embarcación parecía flotar en un mar de flores amarillas, atormentadas por el viento. El mástil había caído, y el puente se levantaba en algunas partes, sin duda a causa de la humedad, pero en cambio el casco parecía intacto. Tenn, que precedía a los dos hombres, dio varias vueltas en torno al barco y no se adivinaba su presencia más que por el temblor de las papilionáceas a su paso. Después de un impulso saltó sobre el puente, que se hundió inmediatamente bajo su peso. Robinsón le vio desaparecer en la sentina con un aullido de espanto. Cuando llegó junto al barco vio cómo el puente se iba desmoronando al tiempo que Tenn se esforzaba por salir de su prisión. El araucano puso su mano sobre el borde del casco, luego su puño cerrado se alzó hacia el rostro de Robinsón y se abrió para mostrarle un poco de serrín rojizo que después dejó flotar al viento. Su negra cara se iluminó con una gran sonrisa. Robinsón, a su vez, golpeó ligeramente el casco con el pie. Una nube de polvo se elevó en el aire al tiempo que se abría una brecha en el costado del barco. Las termitas habían hecho su labor. El Evasión no era más que un barco de cenizas.

Log-book.- Desde hace tres días cuántas nuevas experiencias y qué fracasos mortificadores para mi amor propio! Dios me ha enviado un compañero. Pero por un oscuro capricho de su Santa Voluntad, lo ha elegido del más bajo nivel de la escala humana. No sólo se trata de un hombre de color, sino que, ¡para colmo!, este araucano costino ni siquiera es un pura sangre y todo en él traiciona al negro mestizo. ¡Un indio cruzado de negro! ¡Y si al menos tuviera una edad adecuada para poder valorar su nulidad frente a la civilización que yo encarno!

Pero me sorprendería que tuviera más de quince años -teniendo en cuenta la extremada precocidad de estas razas inferiores- y su niñez le hacer reír insolentemente de mis enseñanzas.

Y además esta inesperada aparición tras lustros de soledad ha trastocado mi frágil equilibrio. De nuevo el Evasión me ha proporcionado un mortificador desengaño. Tras estos años de instalación, de domesticación, de construcción, de codificación, ha sido suficiente la sombra de una esperanza de posibilidad para que me precipitara hacia esa trampa asesina, donde estuve a punto de sucumbir antaño. Aceptemos la lección con una humilde sumisión. Bastante he gemido ya por la ausencia de esa compañía a la que toda mi labor sobre esta tierra apelaba en vano. Esta compañía me ha sido dada, desde luego, en su forma más primitiva y rudimentaria, pero de ese modo me será más sencillo plegarla a mi orden. El camino que se me impone está trazado: incorporar mi esclavo al sistema que vengo perfeccionando desde hace años. El éxito de la empresa quedará asegurado el día en que no quepa duda alguna de que tanto él como Speranza se benefician conjuntamente de su reunión.

P.s.- Había que encontrar un nombre para el recién llegado. Yo no quería darle un nombre cristiano antes de que mereciese esa dignidad. Un salvaje no es un ser humano completo. Tampoco podía honestamente imponerle el nombre de una cosa, aunque ésa habría sido la solución del sentido común. Creo haber resuelto con elegancia el dilema al darle el nombre del día de la semana en que le salvé: Viernes. No es ni un nombre de persona, ni un nombre común; está a medio camino entre los dos: es el de una entidad semiviva, semiabstracta, muy marcada por su carácter temporal, fortuito y como episódico…

Viernes ha aprendido el inglés suficiente como para comprender las órdenes de Robinsón. Sabe desbrozar, labrar, sembrar, rastrillar, trasplantar, escardar, segar, cosechar, trillar, moler, cerner, amasar y cocer. Ordeña las cabras, hace requesón, recoge huevos de tortuga, los hace pasados por agua, cava canales de riego, mantiene los viveros, pone cepos a los carroñeros, calafatea la piragua, pone remiendos en los vestidos de su amo, encera sus botas. Por la tarde se embute en una librea de lacayo y atiende al servicio de la cena del Gobernador. Luego calienta su cama y le ayuda a desvestirse antes de ir a tumbarse a su vez en una hamaca que extiende contra la puerta de la residencia y que comparte con Tenn.