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Viernes es de una docilidad perfecta. En realidad murió desde el momento en que la hechicera clavó su índice nudoso en él. Lo que huyó era un cuerpo sin alma, un cuerpo ciego, como esos patos que se salvan batiendo las alas después de que se les ha cortado la cabeza. Pero aquel cuerpo inanimado no había huido al azar. Corrió a reunirse con su alma y su alma se encontraba entre las manos del hombre blanco. Desde ese momento Viernes pertenecía en cuerpo y alma al hombre blanco. Todo lo que su amo le ordena es bueno; lo que le prohibe, malo. Es bueno trabajar de noche y de día para el funcionamiento de una organización delicada y carente de sentido. Está mal comer más de la ración medida por el amo. Es bueno ser soldado cuando el amo es general, monaguillo cuando él reza, albañil cuando construye, peón cuando se dedica a sus tierras, pastor cuando se preocupa de sus rebaños, ojeador cuando va de caza, remero cuando navega, portador cuando viaja, enfermero cuando sufre, y es bueno también mover para él el abanico y el cazamoscas. Es malo fumar en pipa, pasearse desnudo y ocultarse para dormir cuando hay trabajo. Pero si la buena voluntad de Viernes es total, es todavía demasiado joven y su juventud juega a veces en contra suya. Entonces ríe, ríe con una risa formidable, una risa que desenmascara la seriedad mentirosa en que se amparan el Gobernador y su administrada isla. Robinsón odia aquellas explosiones juveniles que minan su orden y debilitan su autoridad. Fue precisamente la risa de Viernes la que provocó que su amo levantara la mano contra él por vez primera. Viernes debía repetir tras él las definiciones, principios, dogmas y misterios que él pronunciaba. Robinsón decía: Dios es un señor omnipotente, omnisciente, infinitamente bueno, amable y justo, creador del hombre y de todas las cosas. La risa de Viernes estalló, lírica, irreprimible, blasfema, y se apagó al instante, aplastada como una llama inestable por una sonora bofetada. Era que aquella evocación de un Dios a la vez tan bueno y poderoso le había parecido divertida frente a su pequeña experiencia de la vida. Pero ¡qué importa!: él repite ahora con una voz entrecortada por los sollozos las palabras que le murmura su amo.

Por otro lado, ha proporcionado un primer tema de satisfacción: gracias a él el Gobernador ha encontrado al fin un uso para las monedas que salvó del naufragio. Paga a Viernes: una media onza de oro al mes. Al principio había tenido la precaución de «colocar» la totalidad de aquellos bienes a un interés del 5,5 por 100. Después, considerando que Viernes había alcanzado mentalmente la edad de la razón, le dejó la libre disposición de sus ahorros. Con ese dinero, Viernes compra una alimentación suplementaria, objetos de uso o de pacotilla heredados del Virginia, o simplemente una media jornada de reposo -la jornada entera no es comprable-que pasa en una hamaca confeccionada por él mismo.

Porque aunque el domingo es día de descanso en Speranza, eso no quiere decir que se deje a una ociosidad culpable. Levantándose con el alba, Viernes barre y adecenta el templo. Luego va a despertar a su amo y recita la oración de la mañana con él. A continuación se dirigen al templo, donde el pastor oficia durante dos horas. De pie ante el atril, salmodia versículos de la Biblia. Esta lectura se interrumpe con largos silencios dedicados a la meditación a los que siguen comentarios inspirados por el Espíritu Santo. Viernes, arrodillado en la nave izquierda -la derecha está reservada a las mujeres-, escucha con toda su atención. Las palabras que oye -pecado, redención, infierno, parusía, becerro dorado, apocalipsis- componen en su cabeza un mosaico embrujador, aunque desprovisto de todo significado. Es una música de una belleza oscura y un poco terrorífica. A veces una vaga luz emana de dos o tres frases. Viernes cree comprender que un hombre tragado por una ballena salió de ella indemne, o que un país fue invadido un día por tal cantidad de langostas que podían encontrarse en las camas y hasta en el pan o incluso que dos mil cerdos se arrojaron al mar porque unos demonios habían entrado en su cuerpo. Entonces siente irremediablemente que un picor le atormenta el epigastrio, al tiempo que un soplo de hilaridad hincha sus pulmones. Se afana por dirigir sus pensamientos a asuntos fúnebres, porque no se atreve siquiera a imaginar lo que ocurriría si rompe a reír en medio del servicio dominical.

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Tras el desayuno -más lento y refinado que durante el resto de la semana-, el Gobernador se hace traer una especie de báculo fabricado por él mismo que tiene algo de cruz episcopal y de cetro real, y el jefe, protegido bajo una amplia sombrilla de pieles de cabras que sostiene Viernes, deambula majestuosamente por toda la isla, inspeccionando sus campos, sus arrozales y sus huertos, sus rebaños, las construcciones y los trabajos en curso y dispensando a su criado la reprimenda, el elogio y las instrucciones para los siguientes días. Como el resto de la tarde no puede emplearse en trabajos lucrativos, Viernes aprovecha para limpiar y embellecer la isla. Quita las hierbas de los caminos, siembra semillas de flores delante de las casas, tala los árboles que adornan la parte residencial de la isla. Disolviendo cera de abeja en esencia de trementina coloreada con quercitrón, Robinsón ha logrado producir un hermoso barniz, cuyo empleo ha planteado algunos problemas, ya que los muebles eran escasos y los entarimados inexistentes en la isla. Pero al final se le ocurrió que Viernes podría barnizar los guijarros y las piedrecillas del camino principal, el que descendía desde la gruta hasta la Bahía de la Salvación, y que fue trazado por Robinsón el mismo día de su llegada a la isla. El valor histórico de aquel camino le pareció motivo suficiente para justificar aquel enorme trabajo que quedaría reducido a la nada ante el menor chaparrón, y que en un primer momento le había hecho preguntarse si valdría la pena imponérselo a Viernes.

El araucano había sabido atraerse la benevolencia de su amo por varias iniciativas que tuvieron éxito. Una de las grandes preocupaciones de Robinsón era desembarazarse de las basuras y de los restos de la cocina y del taller de un modo que no atrajeran a los buitres o las ratas. Pero ninguna de las soluciones imaginadas hasta aquel momento le producían entera satisfacción. Los pequeños carnívoros desenterraban lo que hundía en tierra, las mareas arrojaban sobre la playa todo lo que él vertía en altamar y la destrucción mediante el fuego producía un humo ácido que apestaba las casas y los vestidos. Viernes tuvo la idea de aprovechar la voracidad de una colonia de hormigas rojas que había descubierto a un tiro de piedra de la residencia. Los desperdicios depositados en medio del hormiguero, contemplados a cierta distancia, parecían dotados de una especie de vida superficial, recorridos por un temblor epidérmico, y era fascinante ver cómo la carne iba desapareciendo insensiblemente y aparecía el hueso, seco, desnudo, perfectamente limpio.

Viernes se reveló también como un excelente lanzador de bolas (tres guijarros redondeados atados a unos cordeles que confluían en un punto). Si son lanzadas con destreza, giran en el aire como una estrella con tres brazos y si son detenidas por algún obstáculo lo rodean y lo amarran. Viernes lo utilizó primero para inmovilizar a las cabras o a los machos cabríos que quería ordeñar, cuidar o sacrificar. Luego fueron óptimas para capturar corzos e incluso aves zancudas. Por último persuadió a Robinsón de que si se aumentaba el tamaño de las piedras las bolas podrían convertirse en un arma magnífica capaz de destrozar el pecho de un enemigo tras haberle semiestrangulado. Robinsón, que en todo momento temía un retorno ofensivo de los araucanos, le agradeció que hubiera añadido a su panoplia aquel arma silenciosa, fácil de reemplazar y, sin embargo, mortífera. Ambos se ejercitaron durante mucho tiempo en la playa tomando como blanco un tronco de árbol del grosor de un hombre.