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Se hallaba suspendido en una eternidad feliz. Speranza era un fruto que maduraba al sol, cuyo hueco desnudo y blanco, recubierto por mil capas de corteza, de cáscara y de peladuras, se llamaba Robinsón. ¡Qué inmensa era su paz, alojado así en lo más secreto de la intimidad rocosa de aquella isla desconocida. ¿Y había habido alguna vez un naufragio en aquellas orillas, alguien salvado de aquel naufragio, un administrador que cubrió su tierra de cosechas e hizo multiplicar los rebaños en sus praderas? ¿O más bien aquellas peripecias no eran más que el sueño sin consistencia de la pequeña larva blanda agazapada por toda la eternidad en aquella enorme urna de piedra? ¿Qué era él, sino el alma misma de Speranza? Se acordó de las muñecas rusas encajadas unas en otras: estaban completamente huecas y se desgajaban chirriando entre sí, salvo la última, la más pequeña, la única llena y pesada, nudo y justificación de todas las demás.

Quizá se durmió. No habría sabido decirlo. Hasta tal punto la diferencia entre la vigilia y el sueño se había borrado en el estado de inexistencia en que se encontraba. Cada vez que rogaba a su memoria que hiciera un esfuerzo para tratar de evaluar el tiempo que había transcurrido desde que descendiera a la gruta, se le presentaba solamente la imagen de la clepsidra detenida con una insistencia monótona. Se dio cuenta de que el resplandor luminoso que marcaba el paso del sol por el eje de la gruta se repitió una vez más y poco después se produjo un cambio que le sorprendió, aunque hacía tiempo que esperaba algo así: de pronto la oscuridad cambió de signo. El negro en que se hallaba sumergido viró hacia el blanco. A partir de ese momento flotaba en tinieblas blancas, como un cuajaron de nata en un cuenco de leche. ¿No había necesidad acaso de frotar con leche su gran cuerpo blanco para poder acceder a aquella profundidad?

En aquel grado de profundidad la naturaleza femenina de Speranza se cargaba con todos los atributos de la maternidad. Y como, al debilitarse los límites del espacio y del tiempo, se le permitía a Robinsón sumergirse como nunca antes en el dormido mundo de su infancia, estaba obsesionado por su madre. Se creía en brazos de su madre, mujer fuerte, espíritu excepcional, pero poco comunicativa y ajena a las efusiones sentimentales. No recordaba que ella les hubiera abrazado una sola vez ni a sus cinco hermanos y hermanas, ni a él mismo. Y, sin embargo, aquella mujer era lo contrario a un monstruo de sequedad. Para todo lo que no concernía a sus hijos, era incluso una mujer corriente. La había visto llorar de alegría al encontrar una joya de familia que había sido inencontrable durante un lustro. La había visto perder la cabeza el día en que su padre se había desmoronado bajo la presión de una crisis cardíaca. Pero cuando se trataba de sus hijos, se convertía en una mujer insípida, en el sentido más elevado de la palabra. Muy aferrada, como el padre, a la secta de los cuáqueros, rechazaba la autoridad de los textos sagrados tanto como la de la Iglesia papista. Con gran escándalo de sus vecinos, consideraba la Biblia como un libro dictado por Dios, desde luego, pero escrito por mano humana y muy desfigurado por las vicisitudes de la historia y las injurias del tiempo. ¡Cuánto más pura y más viva que aquellos galimatías venidos del fondo de los siglos era la fuente de sabiduría que sentía brotar en su interior! Allí, Dios hablaba directamente a su criatura. Allí, el Espíritu Santo le dispensaba su luz sobrenatural. Por tanto, su vocación de madre se confundía para ella con aquella fe apacible. Su actitud con respecto a sus hijos tenía algo de infalible que les confortaba más que cualquier otra demostración. No les había abrazado ni una sola vez, pero leían en su mirada que sabía todo acerca de ellos, que experimentaba sus alegrías y sus penas con más fuerza aún que ellos mismos y que, para servirles humildemente, disponía de un inagotable tesoro de dulzura, lucidez y coraje. Cuando visitaban a sus vecinas, sus hijos se sorprendían ante la alternancia de cóleras y efusiones, de guantadas y abrazos que aquellas mujeres gritonas y agotadas dispensaban a su progenie. Su madre, en cambio, siempre igual a sí misma, tenía imperturbablemente la palabra o el gesto adecuado para mejor calmar o alegrar a sus pequeños.

Un día que el padre estaba ausente de la casa, se produjo un fuego en el almacén de la planta baja. Ella se encontraba en el primer piso con los niños. El incendio se propagó con una alarmante rapidez en aquella casa de madera que contaba con varios siglos de existencia. Robinsón sólo tenía unas semanas; su hermana mayor podía tener unos nueve años. El insignificante pañero, que se había dado prisa en volver, estaba arrodillado en la calle ante la hoguera y suplicaba a Dios para que toda su familia hubiera salido de paseo, cuando de pronto vio a su esposa emerger tranquilamente de un torrente de llamas y humo: cual un árbol doblado bajo el peso de sus frutos, llevaba a sus seis hijos indemnes sobre sus hombros, en sus brazos, a su espalda, colgados de su mandil. Y era bajo aquel aspecto como Robinsón reavivaba ahora el recuerdo de su madre, pilar de verdad y bondad, tierra acogedora y firme, refugio de sus terrores y de sus penas. Al fondo del alvéolo había recuperado algo de aquella ternura impecable y seca, de aquella solicitud infalible y sin efusiones inútiles. Veía las manos de su madre, sus grandes manos, que jamás acariciaban ni golpeaban, tan fuertes, tan firmes, de tan armoniosas proporciones que se parecían a dos ángeles: una fraternal pareja de ángeles actuando al unísono según la inspiración. Aquellas manos amasaban una pasta cremosa y blanca, porque era la vigilia de la Epifanía. Al día siguiente los niños se repartirían un bizcocho de álaga en el que previamente se escondía un haba en un saliente de la corteza. Él era aquella pasta blanda prisionera en un puño de piedra omnipotente. Era aquel haba, presa en la carne maciza e inconmovible de Speranza.

El resplandor repercutió otra vez alcanzando aquella zona recóndita donde flotaba él, cada vez más desencarnado por el ayuno. Pero en aquella noche lechosa su efecto le pareció invertido: durante una fracción de segundo la blancura ambiente se oscureció y luego recuperó en seguida su pureza de nieve. Se hubiera dicho que una ola de tinta había reventado en la entrada de la gruta para volver a retirarse al instante sin dejar la menor huella.

Robinsón tuvo el presentimiento de que era preciso romper el encanto si quería volver a contemplar el día. La vida y la muerte se hallaban tan próximas la una a la otra en aquellos lugares lívidos que debía bastar un instante de pérdida de atención, un desfallecimiento de la voluntad de supervivencia para que se produjera un deslizamiento fatal de un límite al otro. Se separó del alvéolo. No estaba en realidad ni anquilosado, ni debilitado, sino más bien ligero y como espiritualizado. Se izó sin esfuerzo por la chimenea en la que flotó como un ludión. Tras llegar al fondo de la gruta, volvió a encontrar a tientas sus vestidos, que colocó como una bola bajo el brazo, sin perder tiempo en vestirse. La oscuridad láctea persistía en torno suyo, cosa que no dejaba de inquietarle. ¿Se habría vuelto ciego durante su larga estancia subterránea? Avanzaba titubeando hacia el orificio, cuando una espada de fuego le golpeó repentinamente en el rostro. Un dolor fulgurante le devoró los ojos. Cubrió su rostro con sus manos.

El sol del mediodía hacía vibrar el aire alrededor de los peñascos. Era la hora en que hasta los mismos lagartos buscan la sombra. Robinsón caminaba medio encorvado, mientras temblaba de frío y apretaba uno contra otro sus muslos húmedos de leche cuajada. Su desvalidez en medio de aquel paisaje de zarzas y sílex cortantes le colmaba de horror y de vergüenza. Estaba desnudo y blanco. Su piel se granulaba en carne de gallina, como la de un erizo asustado que hubiera perdido sus púas. Su sexo humillado se había encogido. Entre sus dedos se filtraban pequeños sollozos, agudos como grititos de ratón.