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A partir de ese momento recurrió con frecuencia a detener la clepsidra para entregarse a experiencias que tal vez un día harían que un nuevo Robinsón se desprendiera de la crisálida en la que todavía permanecía dormido. Pero su hora todavía no había llegado. La otra isla no emergió más de la neblina roja del alba, como en aquella memorable mañana. Con paciencia recogió su antiguo fardo y retomó el juego donde lo había dejado, olvidándose en la cadena de pequeñas tareas y en la etiqueta de que él había podido aspirar a otra cosa.

Log-book.- Apenas puedo considerarme versado en filosofía, pero las largas meditaciones a que a la fuerza me veo reducido, y sobre todo esa especie de desencadenamiento de algunos de mis mecanismos mentales, al hallarme privado de toda sociedad, me llevan a algunas conclusiones que rozan el antiguo problema del conocimiento. Me parece, en una palabra, que la presencia del otro -y su inadvertida introducción en todas las teorías- es causa grave de confusión y de oscuridad en la relación entre el que conoce y lo conocido. No se trata de que el otro no tenga un eminente papel que desempeñar en esta relación, sino que haría falta que su intervención se diera a su debido tiempo y a plena luz y no de forma intempestiva y como al tuntún.

En una pieza oscura, una vela, que es movida de un lado a otro, ilumina determinados objetos y deja otros en la noche. Emergen de las tinieblas iluminados por un momento y luego se funden de nuevo con la oscuridad. Pero el que sean iluminados o no nada cambia ni de su naturaleza ni de su existencia. Tal y como eran antes de que pasase sobre ellos el haz luminoso, tales seguirán siendo durante y después de ese paso.

Tal es, más o menos, la imagen que nos hacemos del acto del conocimiento: la vela representa al sujeto que conoce y los objetos iluminados a todo lo conocido. Pero he aquí lo que me ha enseñado mi soledad: este esquema no corresponde más que al conocimiento de las cosas por otros, es decir, corresponde a un sector limitado y particular del problema del conocimiento. Un extraño, introducido en mi habitación, descubriendo determinados objetos, observándolos y luego desinteresándose de ellos para interesarse por otra cosa, esto es precisamente lo que revela el mito de la vela paseada en una pieza oscura. El problema general del conocimiento debe ser planteado en un estadio anterior y mucho más fundamental, porque para que se pueda hablar de un extraño que se introduce en mi casa y hurga entre las cosas que en ella se encuentran, es preciso que yo esté ya allí, abarcando mi habitación con la mirada y observando los manejos del intruso.

Hay, por tanto, dos problemas del conocimiento, o más bien dos conocimientos, que hay que diferenciar con nitidez y que yo probablemente habría continuado confundiendo sin duda si no fuera por este extraordinario destino que me confiere un punto de vista absolutamente nuevo sobre las cosas: el conocimiento por otro y el conocimiento por mi mismo. Mezclar los dos con el pretexto de que otro es otro yo no conduce a ninguna parte. Pero esto es lo que se hace cuando uno se figura al sujeto cognoscente como un individuo cualquiera que entra en una pieza y ve, toca, siente, en una palabra: conoce los objetos que en ella se encuentran. Porque ese individuo es otro, pero esos objetos, es yo -observador de toda la escena- quien les conoce. Para plantear correctamente el problema hay que describir la situación no con otro que penetra en la pieza, sino conmigo mismo hablando y viendo. Es lo que voy a intentar.

Cuando uno se esfuerza por describir al yo sin asimilarle al otro se impone una primera constatación y es que el yo no existe más que de forma intermitente y en último término bastante rara. Su presencia corresponde a un modo de conocimiento secundario y como reflexivo. ¿Qué ocurre, en efecto, de forma primaria e inmediata? Pues bien: los objetos están allí, brillando al sol u ocultos en la sombra, rugosos o suaves, pesados o ligeros; son conocidos, gustados, pesados e incluso cocidos, limados, plegados, etc., sin que el yo que conoce, gusta, pesa, cuece, etc., exista de forma alguna si el acto de reflexión que me hace surgir no se ha realizado -y raramente se realiza-. En el estadio primero del conocimiento la conciencia que yo tengo de un objeto es este mismo objeto; el objeto es conocido, sentido, etc., sin nadie que conozca, sienta, etc. No es necesario hablar aquí de una vela que proyecta un haz luminoso sobre las cosas. Conviene sustituir esta imagen por otra: la de objetos fosforescentes por sí mismos, sin nada exterior que les ilumine.

Hay en ese estado ingenuo, primario y como impulsivo, que es nuestro modo de existencia ordinaria, una hermosa soledad de lo conocido, una virginidad de las cosas que todas la poseen en sí mismas -como otros tantos atributos de su íntima esencia-, color, olor, sabor y forma. Entonces Robinsón es Speranza. No tiene conciencia de sí mismo más que a través de las hojas de los mirtos donde el sol clava un puñado de flechas, no se conoce más que en la espuma de la ola que se desliza sobre la rubia arena.

Y de repente se produce un detonador. El sujeto se separa del objeto despojándole de una parte de su color y de su peso. Algo se ha tambaleado en el mundo y todo un lado de las cosas se desmorona, al devenir jo. Cada objeto es descalificado en provecho de un sujeto correspondiente. La luz se convierte en ojo y ya no existe como tal: no es más que la excitación de la retina. El olor se convierte en nariz -y el mundo, a su vez, se hace inodoro. La música del viento en los mangles es negada: no era más que una conmoción del tímpano. Al final el mundo entero se reabsorbe en mi alma que es la misma alma de Speranza, sustraída a la isla, que muere entonces bajo mi mirada escéptica.

Se ha producido una convulsión. Un objeto ha sido bruscamente degradado a sujeto. Y es sin duda porque lo merecía, ya que todo este mecanismo tiene un sentido. Nudo de contradicciones, foco de discordia, ha sido eliminado del cuerpo de la isla, expulsado, rechazado. La detonación corresponde a un proceso de racionalización del mundo. El mundo busca su propia racionalidad y al hacerlo evacúa ese desecho: el sujeto.

Un día un galeón español singlaba hacia Speranza. ¿Hay algo más verosímil? Y, sin embargo, hace ya más de un siglo que los últimos galeones desaparecieron de la superficie de los océanos. Pero allí se celebraba una fiesta a bordo. Pero el navío, en vez de recalar y arriar una chalupa, recorrió la orilla como si se encontrara a mil leguas. Pero una joven con vestidos anticuados me miraba desde el castillo de popa y aquella joven era mi hermana, muerta desde hacía lustros… Tantos despropósitos no eran viables. La detonación se produjo y el galeón fue rechazado de sus pretensiones a la existencia. Se convirtió en una alucinación de Robinsón. Quedó reabsorbido en ese sujeto: un Robinsón salvaje, víctima de una fiebre cerebral.

Un día yo caminaba por el bosque. A un centenar de pasos se erguía en medio del camino el tocón de un árbol. Un tronco extraño -se habría dicho que tenía pelo- y que vagamente mostraba la silueta de un animal. Y después el tronco se movió. Pero era absurdo, ¡un tronco no se mueve! Y después el tocón se transformó en macho cabrío. ¿Pero cómo un tocón de árbol puede transformarse en macho cabrío? Fue preciso que interviniera el que he llamado detonador. Intervino. El tocón desapareció definitivamente e incluso retroactivamente. Pero ¿y el tronco? Era sólo una ilusión óptica, la vista defectuosa de Robinsón.

El sujeto es un objeto descalificado. Mi ojo es el cadáver de la luz, del color. Mi nariz es todo lo que queda de los olores cuando su irrealidad ha sido demostrada. Mi mano refuta a la cosa que sostiene. A partir de ahí el problema del conocimiento nace de un anacronismo. Implica la simultaneidad del sujeto y del objeto, cuyas misteriosas relaciones quisiera establecer. Pero el sujeto y el objeto no pueden coexistir, ya que son la misma cosa, primero integrada en el mundo real, luego arrojada fuera de él. Robinsón es el excremento personal de Speranza.