Изменить стиль страницы

Log-book.- Al amasar esta mañana por vez primera, he hecho renacer en mi interior imágenes relegadas por el tumulto de la vida, pero que mi aislamiento contribuye a exhumar. Yo debería tener unos diez años cuando mi padre me preguntó qué oficio deseaba ejercer de mayor. Sin dudarlo, le respondí: panadero. Mi padre me miró con gravedad y movió lentamente la cabeza con un aire de afectuosa aprobación. No cabía duda de que en su ánimo, aquel humilde oficio aparecía revestido de una especie de dignidad sagrada por todos los símbolos que se vinculan con el pan, alimento por excelencia del cuerpo, pero también del espíritu según la tradición cristiana -que él rechazaba desde luego por fidelidad a la enseñanza cuáquera, pero respetando en cualquier caso su venerable carácter.

Para mí se trataba de otra cosa muy distinta, pero me preocupaba poco en aquella época explicar la significación del prestigio que tenía ante mis ojos la panadería. Cada mañana, cuando iba a la escuela, pasaba delante de una especie de ventanuco del cual se desprendía un aroma cálido, maternal y como carnal, que me había chocado la primera vez y que me retenía después durante mucho tiempo aferrado a los barrotes que lo cerraban. Afuera, la melancolía húmeda del nuevo día, la calle fangosa, y al fondo la escuela hostil y los maestros brutales. En el interior de la caverna dorada que me absorbía, podía ver a un mozo -el torso desnudo y el rostro cubierto de blanca escarcha- amasar con sus manos la masa dorada. Siempre he preferido las materias a las formas. Palpar y olfatear son para mí modos de aprehensión más emocionantes y más penetrantes que ver y escuchar. Me parece que esta peculiaridad no habla a favor de la calidad de mi espíritu, pero lo confieso con toda humildad. Para mí el color no es más que una promesa de duración o de dulzura, la forma no es más que el anuncio de algo ligero o duro entre mis manos. Yo no concebía, por tanto, nada más suave ni más acogedor que aquel gran cuerpo sin cabeza, tibio y lascivo que se abandonaba en el fondo de la artesa a los abrazos de un hombre semidesnudo. Ahora lo sé: yo imaginaba extraños esponsales entre aquella moza y aquel mozarrón y yo soñaba incluso con una levadura de un género nuevo que daría al pan un sabor almizclado y algo así como un aroma de primavera.

De este modo, para Robinsón, eran paralelas la organización frenética de la isla con la libre y en un primer momento tímida eclosión de tendencias semiinconscientes. Y parecía, en efecto, que todo aquel aparato artificial y exterior -inestable, pero febrilmente perfeccionado sin cesar- no tenía más razón de ser que la de proteger la formación de un hombre nuevo que sólo sería viable mucho tiempo después. Pero esto todavía no podía reconocerlo Robinsón del todo y se desconsolaba ante las imperfecciones de su sistema. En efecto, la observancia de la Carta constitucional y del Cogido penal, la purgación mediante los castigos que él mismo se infligía, el respeto a un empleo riguroso del tiempo que apenas le dejaba respiro, el ceremonial que envolvía los actos más importantes de su vida, todo ese corsé de convenciones y prescripciones que se imponía para no caer, no impedía que sintiera con angustia la presencia salvaje e indómita de la naturaleza tropical y, en su interior, el trabajo de erosión de la soledad sobre su alma de hombre civilizado. Tenía como norma prohibirse a sí mismo determinados sentimientos, determinadas conclusiones instintivas, pero caía sin cesar en supersticiones o perplejidades que hacían tambalearse el edificio en el que se empeñaba en recluirse.

Por eso no podía evitar atribuir una significación fatídica a los gritos del cheucau. Este pájaro siempre disimulado en la espesura -invisible pero con frecuencia al alcance de la mano- hacía estallar en sus oídos dos gritos, uno de los cuales prometía sin duda alguna la dicha, mientras que el otro resonaba como anuncio desgarrador de una calamidad próxima. Robinsón había llegado a temer, como si fuera la propia muerte, aquel grito de desolación, pero no podía dejar de aventurarse entre los sombríos y húmedos matorrales que estos pájaros eligen con el corazón destrozado de antemano por su negro presagio.

Le sucedía también, cada vez con más frecuencia, que sospechaba que sus sentidos le engañaban y consideraba, por tanto, a tal o cual percepción como nula porque le planteaba un duda imposible de solventar. O rehacía incansablemente determinada experiencia, que le parecía insólita, sospechosa, contradictoria. Al aproximarse en piragua a la orilla sudoeste de la isla, por ejemplo, se vio sorprendido por el rumor ensordecedor de los pájaros y por un zumbido de insectos que llegaba hasta él transportado en oleadas sucesivas. Habiendo tomado tierra y adentrándose bajo los árboles, se encontró sumergió en un silencio que le llenó de un estupor inquieto. ¿Era que el rumor de la fauna no se escuchaba más que desde el exterior o a cierta distancia del bosque o era tal vez su presencia la que provocaba aquel silencio? Cogió su piragua, se alejó, volvió, atracó, recomenzó, nervioso, agotado, sin poder decidir.

Estaban también aquellas dunas de arena gruesa en el nordeste de donde parecía brotar, cuando él se aventuraba a aproximarse, una especie de mugido profundo, abisal y como telúrico que le dejaba helado por el horror, aunque no fuera más que por la imposibilidad de determinar de dónde provenía. Él, claro está, había oído hablar en Chile de una colina a la que llamaban El Bramador porque de la arena removida por los pasos de un caminante emana una especie de gruñido cavernoso.

¿Pero se acordaba realmente de esa anécdota o la había inventado inconscientemente con la única finalidad de calmar su angustia? No podría decirlo, y con una obstinación de maníaco caminaba a través de las dunas, con la boca bien abierta para escuchar mejor, según un dicho marinero.

Log-book.- Las tres de la mañana. Luminoso insomnio. Deambulo por las húmedas galerías de la gruta. De niño me habría desvanecido de horror al ver estas sombras, esas fugas de perspectivas abovedadas, esperando el ruido de una gota de agua que se aplasta sobre las losas. La soledad es un vino fuerte. Insoportable para el niño, embriaga con una alegría acida al hombre que ha sabido dominar, cuando se entrega a ella, los latidos de su traicionero corazón. ¿No será que Speranza viene a ser la culminación de un destino que se dibujaba desde mis primeros años? La soledad y yo nos encontramos ya entonces en mis largos paseos meditabundos a lo largo del Ouse y también cuando me encerraba cuidadosamente en la biblioteca de mi padre, con una provisión de velas para pasar allí la noche, o cuando en Londres me negaba a utilizar cartas de recomendación que me habrían introducido en casas de amigos de mi familia. Y yo entré en soledad, como se entra naturalmente en religión tras una infancia demasiado devota, la noche en que el Virginia concluyó su carrera entre los arrecifes de Speranza. Ella, la soledad, me esperaba desde el origen de los tiempos en estas orillas, con su acompañante obligado: el silencio…

Aquí me he convertido en algo así como un especialista del silencio; de los silencios, debería decir. Con todo mi ser tenso como una gran oreja, aprecio la cualidad particular del silencio que me anega. Hay silencios aéreos y perfumados como en las noches de junio en Inglaterra, otros tienen la consistencia glauca de la ciénaga y otros incluso son duros y sonoros como el ébano. Llego incluso a sondear la profundidad sepulcral del silencio nocturno de la gruta con una voluptuosidad ligeramente envuelta en náuseas que me inspira cierta inquietud. Durante el día no tengo para aferrarme a la vida ni una mujer, ni hijos, ni amigos, ni servidores, ni clientes que vengan a ser como anclas fijadas en tierra. ¿Por qué es necesario que en el corazón de la noche me permita para colmo avanzar tanto, tan profundamente en lo negro? Podría ocurrir perfectamente que cualquier día yo desapareciera sin rastro, como aspirado por la nada que yo mismo habría hecho nacer en torno mío.