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Los silos de grano que se multiplicaban de año en año plantearon en seguida graves problemas de protección contra las ratas. Los roedores parecían proliferar en proporción exacta a los cereales almacenados y Robinsón no dejaba de admirar aquella adaptación de una especie animal a las riquezas del medio, frente a la especie humana que crece, por el contrario, a medida que los recursos de los que dispone son más pobres. Pero ya que trataba de no dejar de almacenar cosecha tras cosecha durante tanto tiempo como fuerzas tuviera, era preciso exterminar a los parásitos.

Unos hongos blancos con lunares rojos debían ser venenosos, porque varias cabras habían muerto tras haber mordisqueado algunos pedazos mezclados con la hierba. Robinsón hizo con ellos una pócima en la que empapó granos de trigo. Luego esparció sus granos envenenados en los caminos habituales de las ratas. Las ratas se atiborraron de ellos impunemente. Construyó entonces jaulas en las que caía el bicho mediante una trampa. ¡Pero habrían hecho falta millares!, y además, ¡qué asco experimentaba al sentirse traspasado por los ojillos inteligentes y llenos de odio de aquellas bestias ■ cuando sumergía su jaula en el río! La soledad le había hecho infinitamente vulnerable ante todo lo que pudiera semejarse a la manifestación de un sentimiento hostil hacia su persona, aunque proviniera de la más despreciable de las bestias. La armadura de indiferencia y de ignorancia recíprocas con que se protegen los hombres unos de otros en sus relaciones había desaparecido, como un callo se desvanece poco a poco en una mano que se hace ociosa.

Un día asistió al duelo furioso librado entre dos ratas. Ciegos y sordos a todo lo que les rodeaba, los dos bichos enlazados rodaban por el suelo con chillidos rabiosos. Al final se dieron muerte al tiempo y murieron sin aflojar su abrazo. Al comparar los dos cadáveres, Robinsón se dio cuenta de que pertenecían a dos variedades muy diferentes: el uno muy negro, rechoncho y pelado, se parecía en todo a las que él estaba acostumbrado a cazar en todos los navíos en que se había encontrado. El otro gris, más alargado y de pelo más tupido, especie de ratón de campo, solía verse en una parte de la pradera que había colonizado. No cabía duda de que esta segunda especie era indígena mientras que la primera, proveniente de los restos del Virginia, había crecido y se había multiplicado gracias a las cosechas de cereales. Ambas especies parecían tener sus recursos y sus dominios respectivos. Robinsón lo confirmó dejando una tarde en la pradera una rata negra que había capturado en la gruta. Durante largo rato las hierbas, agitándose, fueron las únicas en delatar una carrera invisible y numerosa. Luego la caza se circunscribió y la arena voló al pie de una duna. Cuando Robinsón llegó allí no quedaba de su antigua prisionera más que manojos de pelos negros y miembros desgarrados. Entonces esparció dos sacos de grano en la pradera tras haber sembrado un estrecho reguero desde la gruta hasta aquel lugar. Corría el riesgo de que aquel gravoso sacrificio resultara inútil. No lo fue. Desde el anochecer las negras acudieron en tropel para recuperar lo que quizá consideraban como bien propio. La batalla estalló. En varios acres de pradera una tempestad parecía levantar innumerables y minúsculos géiseres de arena. Las parejas de combatientes rodaban cual bolas vivas, mientras que un chillido innumerable ascendía del suelo, como de un patio de recreo infernal. Bajo la lívida luz de la luna, la llanura parecía hervir, exhalando llantos de niño.

El resultado del combate era previsible. Un animal que se bate en el territorio de su adversario siempre tiene desventaja. Aquel día perecieron las ratas negras.

Log-book.- Esta. noche, mi brazo derecho tendido fuera de mi cama se embotó, «muerto». Lo agarro entre el índice y el pulgar de mi mano izquierda y levanto esa cosa extraña, esa masa de carne enorme y pesada, ese miembro amazacotado y grueso de otro, soldado a mi cuerpo por error. Sueño con que así podré manipular mi cadáver completo, maravillarme ante su peso muerto, abismarme ante esta paradoja: una cosa que es yo. ¿Pero es realmente yo? Siento que se remueve en mí una vieja emoción que, de niño, me producía una vidriera de nuestra iglesia en donde estaba representado el martirio de San Dionisio: decapitado sobre las gradas de un templo, el cuerpo se inclina y agarra su propia cabeza entre sus dos manos enormes, la recoge… Pero lo que yo admiraba no era precisamente aquella prueba de prodigiosa vitalidad. En mi piedad infantil, aquella maravilla me parecía la cosa menos importante y además yo habla visto patos que volaban sin cabeza. No: el verdadero milagro era que San Dionisio, habiendo sido desposeído de su cabeza, iba a buscarla al arroyo a donde había rodado y la recogía con tanta atención, tanta ternura, tan afectuosa solicitud. ¡Ah, por ejemplo, si me hubieran decapitado a mí, no habría sido yo quien corriera tras esa cabeza con su pelo rojo y toda salpicada de pecas que me hacía tan desdichado! ¡Con qué pasión rechazaba yo aquella cabeza llameante, aquellos largos brazos delgados, aquellas piernas de cigüeña y aquel cuerpo blanco como de oca emplumada, cubierto aquí y allá de una pelusilla rosácea! Aquella antipatía vigorosa me ha preparado para una visión de mí mismo que se ha explayado del todo en Speranza. Desde hace algún tiempo, en efecto, me ejercito en esta operación, que consiste en arrancar uno tras otro todos mis atributos -digo bien todos- como si fueran las briznas sucesivas de una cebolla. Al hacer esto, construyo lejos de mí un individuo que tiene por nombre Robinsón, por apellido Crusoe, que mide seis pies, etc. Lo contemplo vivir y desenvolverse en la isla sin disfrutar ya de sus buenos momentos, ni sufrir sus desdichas. ¿Qué Yo? La pregunta no es ociosa. Ni tampoco insoluble. Porque si no es él, es, por tanto, Speranza- Hay un yo volandero que va a posarse tanto en el hombre como en la isla y que hace de mí alternativamente el uno o la otra.

Lo que yo acabo de escribir ¿no es lo que se llama «filosofía»? ¡Hasta qué punto será extraña la metamorfosis que estoy sufriendo que hace que yo, el más positivo de los hombres, no sólo llegue a plantearme tal tipo de problemas, sino que además pueda incluso llegar a resolverlos! Tendré que volver sobre esto.

Esa antipatía hacia su propio rostro y también una educación hostil ante cualquier complacencia le habían mantenido alejado durante mucho tiempo del espejo que había recogido en el Virginia y que había colgado en el muro exterior menos accesible de la residencia. La atención vigilante que ahora prestaba a su propia evolución le hizo acudir a él una mañana. Incluso lo arrancó de su sitio habitual para poder escrutar a placer el único rostro humano que le era dado ver.

Ningún cambio notable había alterado sus rasgos, y sin embargo apenas pudo reconocerse. Una sola palabra se presentó a su ánimo: desfigurado. «Estoy desfigurado», pronunció en voz alta, mientras que la desesperación le oprimía el corazón. Era vano que buscara en la bajeza de la boca, la opacidad de la mirada o la aridez de la frente -esos defectos que conocía desde siempre- la explicación del horror tenebroso de la máscara que le miraba fijamente a través de las manchas húmedas del espejo. Era a la vez más general y más profundo: una cierta dureza, algo como de muerte que él había observado, hacía ya tiempo, en el rostro de un prisionero liberado tras muchos años de prisión sin luz. Se hubiera dicho que un invierno de un implacable rigor había pasado sobre aquella cara familiar borrando todos sus matices, petrificando sus emociones, simplificando su expresión hasta la grosería. ¡Ah! Desde luego aquella barba recortada que le enmarcaba de oreja a oreja no tenía nada de la dulzura delicada y sedosa de un Nazareno… Era más bien al Antiguo Testamento, y a su justicia somera a lo que evocaba, lo mismo que aquella mirada demasiado franca asustaba por su violencia mosaica.