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La situó a la entrada de la gruta que contenía todas sus riquezas y que se encontraba en el punto más elevado de la isla. Excavó en primer lugar un foso de tres pies de profundidad que rellenó con un lecho de guijarros recubiertos a su vez por una capa de arena blanca. Sobre ese basamento perfectamente seco y permeable, alzó unos tabiques superponiendo troncos de palmeras sujetos mediante muescas angulares. Las cortezas y la crin vegetal llenaban los intersticios entre los troncos. Sobre un ligero entramado de vigas a doble vertiente tendió una techumbre de cañas entrelazadas sobre la cual colocó después hojas de caucho montando unas sobre otras como si se tratara de pizarra. La superficie exterior de los muros la revistió con mortero hecho de arcilla húmeda y pajas. Un enlosado de piedras planas e irregulares, ensambladas como las piezas de un puzzle, recubrió el suelo arenoso. Las pieles de cabra y las alfombras de junco, algunos muebles de mimbre, la vajilla y los fanales salvados del Virginia, el catalejo, el sable y uno de los fusiles colgados de la pared, creaban una atmósfera confortable e incluso íntima de la que Robinsón no se dejaba impregnar. Desde el exterior esta primera vivienda tenía un aspecto sorprendente de isba tropical, tosca pero a la vez cuidada, frágil por su techumbre y maciza por sus muros, características en las que Robinsón se complació al encontrar en ellas las contradicciones de su propia situación. Por otro lado, era también consciente de la inutilidad práctica de aquel refugio, a la función capital, pero sobre todo moral, que la atribuía. Decidió no realizar allí ninguna tarea utilitaria -ni siquiera la cocina-, decorarla con una paciencia minuciosa y no dormir en ella más que el sábado por la noche, continuando los demás días utilizando una especie de camastro de plumas y pelos con que había rellenado un hueco de la pared rocosa de la gruta. Poco a poco aquella casa se fue convirtiendo para él en una especie de museo de lo humano, en el que no entraba nunca sin tener la sensación de estar realizando un acto solemne. Tomó incluso la costumbre -tras haber desembalado los vestidos que estaban guardados en el cofre del Virginia (y algunos eran muy hermosos)- de no penetrar en aquel lugar más que vestido con calzas, medias y zapatos, como si fuera a visitar a lo mejor de sí mismo.

Se dio cuenta después de que el sol no era visible desde el interior de la casa más que a determinadas horas del día y pensó que sería acertado instalar un reloj o una máquina adecuada para poder medir el tiempo en cualquier momento. Tras algunas dudas, decidió confeccionar una especie de clepsidra bastante primitiva. Era simplemente una bombona de vidrio transparente a la que había horadado la base con un agujerito por donde caía el agua gota a gota en un recipiente de cobre colocado en el suelo. La bombona tardaba exactamente veinticuatro horas en vaciarse en la cubeta y Robinsón había estriado sus costados con veinticuatro círculos paralelos, marcado cada uno con un número romano. De este modo el nivel del líquido daba la hora en cualquier momento. Aquella clepsidra supuso un inmenso consuelo para Robinsón. Cuando escuchaba -de día o de noche- el ruido regular de las gotas que caían en el depósito, tenía el orgulloso sentimiento de que el tiempo no se deslizaba ya en un oscuro abismo, sino que en lo sucesivo se encontraba regularizado, dominado, en una palabra; domesticado también él, como toda la isla iba a llegar a estarlo, poco a poco, por la fuerza de ánimo de un solo hombre.

Log-book.- De ahora en adelante, aunque vele o aunque duerma, escriba o cocine, mi tiempo es sostenido por un tic-tac maquinal, objetivo, irrefutable, exacto, controlable. ¡Hasta qué punto estoy hambriento de esos epítetos que definen otras tantas victorias sobre las fuerzas del mal! Yo quiero, exijo que todo a mi alrededor sea a partir de ahora medido, probado, certificado, matemático, racional. Habrá que proceder a la agrimensura de la isla, establecer la imagen reducida de la proyección horizontal de todas sus tierras, consignar estos datos en un catastro. Querría que cada planta fuera etiquetada, cada pájaro registrado con una anilla, cada mamífero marcado a fuego. ¡No cesaré hasta que esta isla oscura, impenetrable, llena de sordas fermentaciones y de remolinos maléficos, sea metamorfoseada, convertida en una construcción abstracta, transparente, inteligible hasta la médula!

¿Pero tendré fuerzas para lograr esta formidable tarea? ¿Encontraré en mí mismo los recursos de esa dosis masiva de racionalidad que yo quiero administrar a Speranza? El ruido regular de la clepsidra que me arrullaba hace sólo un instante con su música aplicada y tranquilizadora como la de un metrónomo, evoca de repente otra imagen completamente opuesta que me horroriza: la de la piedra más dura, inexorablemente atacada por la caída incansable de una gota de agua. Es inútil disimularlo: todo mi edificio cerebral se tambalea. Y el efecto más evidente de esta erosión es el deterioro del lenguaje.

Me gusta hablar sin cesar en voz alta, no dejar jamás pasar una reflexión, una idea sin proferirla en seguida en dirección a los árboles o las nubes; veo de día hundirse paneles enteros de la ciudadela verbal en que se resguarda y mueve con familiaridad nuestro pensamiento, lo mismo que el topo en su red de galerías. Puntos fijos sobre los cuales se apoya el pensamiento para progresar -como se camina sobre las piedras que emergen del lecho de un torrente- se desmoronan, se hunden. Me asaltan dudas sobre el sentido de las palabras que no designan a cosas concretas. Ya no puedo hablar más que en sentido literal. La metáfora, la litote y la hipérbole me exigen un esfuerzo de atención desmesurado cuyo efecto imprevisto es que resalte todo lo que hay de absurdo y de convencional en esas figuras retóricas. Me parece que ese proceso del que soy protagonista sería una bicoca para un gramático o un filósofo que viviera en sociedad: para mí es un lujo a la vez inútil y criminal. Eso me ocurre, por ejemplo, con esa noción de profundidad, de la que nunca había pensado escrutar el uso que de ella se hace en expresiones como «un espíritu profundo», «un amor profundo»… Extraña actitud que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que pretende que «superficial» no significa «de amplia dimensión», sino de «poca profundidad», mientras que «profundo» significa, por el contrario, «de gran profundidad» y no de «insignificante superficie». Y, sin embargo, me parece que un sentimiento como el amor se mide mucho mejor -si es que puede medirse- por la importancia de su superficie que por el grado de su profundidad. Porque yo mido mi amor por una mujer por el hecho de que amo tanto sus manos como sus ojos, su andar, sus vestidos habituales, sus objetos familiares, lo que ella no ha hecho más que rozar, los paisajes en donde la he visto desenvolverse, el mar en que se ha bañado… ¡Todo esto es, desde luego, de la superficie!, ¡me parece! Mientras que un sentimiento mediocre tiene directamente -en profundidad- al sexo mismo y deja todo lo demás en una penumbra indiferente.

Un mecanismo análogo -que chirría desde hace poco tiempo cuando mi pensamiento quiere utilizarlo- valora la interioridad por encima de la exterioridad. Los seres serían tesoros encerrados en una costra sin valor y cuanto más se penetrara en ellos, más grandes serían las riquezas a las que se podría acceder. ¿Y si no hubiera tesoros? ¿Y si la estatua estuviera llena de una plenitud monótona, homogénea como la de una muñeca de paja? Sé perfectamente que yo, a quien nadie acude para prestar un rostro y secretos -que no soy más que un agujero negro en medio de Speranza, un punto de vista sobre Speranza-, un punto, es decir: nada. Pienso que el alma no comienza a tener un contenido notable más que a partir de la cortina de piel que separa el interior del exterior, y que se enriquece indefinidamente a medida que se anexiona círculos cada vez más amplios en torno al punto-yo. Robinsón no es infinitamente rico más que cuando coincide con Speranza entera.