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Después de desgranar sus espigas trillándolas gracias a una vela plegada en dos, aventó su grano haciéndolo pasar de una calabaza a otra, al aire libre, un día de fuerte viento. La barcia y el tamo de la paja volaban a lo lejos. Le gustaba ese trabajo de purificación, simple pero no fastidioso, por los símbolos espirituales que evocaba. Su alma se elevaba hacia Dios y le suplicaba que hiciera volar lejos los pensamientos frívolos que le llenaban para no dejar en él más que las gruesas semillas de la palabra de sabiduría. Al terminar comprobó con orgullo que su cosecha ascendía a treinta galones de trigo y veinte galones de cebada. Para hacer su harina había preparado un mortero y una mano para majar -un tronco vaciado y una gruesa rama estrangulada a media altura- y el horno estaba preparado para la primera cocción. Fue entonces cuando llevado por una repentina inspiración decidió no consumir nada de esta primera cosecha.

Log-book.- Yo soñaba con el festejo que me daría con ese primer pan, salido de la tierra de Speranza, de mi horno, de mis manos. ¡Pero será para más adelante! Más adelante… ¡Cuántas promesas en estas dos simples palabras! Lo que se me ha mostrado de pronto con una evidencia imperiosa es la necesidad de luchar contra el tiempo, es decir, de aprisionar al tiempo. En la medida en que vivo al día, me dejo ir; el tiempo se desliza entre mis dedos, pierdo mi tiempo, me pierdo yo mismo. En el fondo todo el problema en esta isla podría traducirse en términos de tiempo y no es un azar si -partiendo de lo más bajo- yo he comenzado por vivir aquí como si estuviera fuera del tiempo. Al restaurar mi calendario he vuelto a tomar posesión de mí mismo. Pero hay que hacer todavía más. Ni una brizna de esta primera cosecha de trigo y cebada debe consumirse en el presente. Debe ser toda entera como un resorte dirigido hacia el futuro. La dividiré en dos partes: la primera será sembrada desde mañana mismo y la segunda constituirá una reserva de seguridad -porque hay que prever que la promesa del grano enterrado no se cumpla.

En lo sucesivo obedeceré a la siguiente regla: toda producción es creación, y por tanto es buena. Todo consumo es destrucción y es, por tanto, malo. En realidad, mi situación aquí es bastante similar a la de mis compatriotas que desembarcan a diario en las costas del Nuevo Mundo. Ellos también tienen que plegarse a una moral de acumulación. También para ellos es un crimen perder su tiempo y ahorrar el tiempo es la virtud cardinal. ¡Ahorrar! ¡He aquí que de nuevo se me recuerda la miseria de mi soledad! Para mí es bueno sembrar, es bueno cosechar. Pero el mal comienza cuando muelo el grano y cuezo la masa, porque en ese momento trabajo para mí solo. El colono americano puede llevar hasta su término y sin remordimientos el proceso de la panificación, porque él venderá su pan, y el dinero que acumulará en su cofre será tiempo y trabajo ahorrados. En cambio en mi caso -eso es- mi miserable soledad me priva de los beneficios del dinero que, sin embargo, no me falta.

Hoy puedo medir la locura y la maldad de aquellos que calumnian a esta divina institución: ¡el dinero! El dinero espiritualiza todo lo que toca al aportar una dimensión a la vez racional -medible- y universal -ya que un bien metalizado se convierte en virtualmente accesible para todos los hombres-. La venalidad es una virtud cardinal. El hombre venal sabe hacer callar a sus instintos asesinos y asociales -sentimiento del honor, amor propio, patriotismo, ambición política, fanatismo religioso, racismo- para no dejar hablar más que a su tendencia a la cooperación, su gusto por los intercambios fructíferos, su sentido de la solidaridad humana. Hay que tomar al pie de la letra la expresión edad de oro y veo con claridad que la humanidad volvería a ella si sólo estuviera dirigida por hombres venales. Desdichadamente, son casi siempre los hombres desinteresados los que hacen la historia y entonces el fuego lo destruye todo, la sangre corre a borbotones. Los grandes mercaderes de Venecia nos dan el ejemplo de felicidad fastuosa que alcanza un Estado cuando está conducido por la sola ley del lucro, mientras que los lobos encarnizados de la Inquisición española nos enseñan las infamias de que son capaces los hombres que han perdido el gusto por los bienes materiales. Los hunos se habrían detenido deprisa en su oleada devastadora si hubieran sabido aprovechar las riquezas que habían conquistado. Entorpecidos por sus adquisiciones, se habrían establecido para gozar mejor de las mismas y las cosas habrían recuperado su curso natural. Ellos despreciaban el oro. Y avanzaron siempre hacia adelante, quemando todo a su paso.

A partir de ese momento Robinsón se dedicó a vivir apenas de la nada, trabajando en una explotación intensa de los productos de la isla. Roturó y sembró hectáreas enteras de praderas y bosques, trasplantó un campo de nabos, de rábanos y acederas -especies que brotaban esporádicamente en el Sur-, protegió contra los pájaros y los insectos las plantaciones de palmeras, instaló veinte colmenas que empezaron a ser colonizadas por las primeras abejas, excavó en el borde del litoral viveros de agua dulce y de agua de mar, en los cuales criaba sargos, marrajos, peces caballeros e incluso cangrejos de mar. Almacenó enormes provisiones de frutos secos, carne ahumada, pescados salados y quesos duros y quebradizos como la tiza, que sin embargo podían conservarse indefinidamente. Por último descubrió un procedimiento para producir una especie de azúcar gracias al cual pudo hacer confituras y conservas de frutos en almíbar. Se trataba de una palmera cuyo tronco, más grueso en el centro que en la base o en la corona, destilaba una savia extraordinariamente azucarada. Derribó uno de aquellos árboles, cortó las hojas de la copa y pronto la savia comenzó a manar por el extremo superior. Manó así durante meses enteros, pero era necesario que Robinsón arrancara cada mañana una nueva parte del tronco, cuyos poros tendían a atascarse. Sólo aquel árbol le dio noventa galones de melaza que se fue solidificando poco a poco en un enorme pastel.

Fue por entonces cuando Tenn, el setter-laverack del Virginia, surgió de un matorral y corrió hacia él, enloquecido de amistad y de ternura.

Log-book.- Tenn, mi fiel compañero de travesía, ha vuelto. Imposible expresar la alegría que encierra esta simple frase. Jamás podré saber dónde ni cómo ha vivido desde el naufragio, pero al menos creo comprender qué es lo que le mantenía alejado de mí. Mientras yo construía como un loco el Evasión, apareció ante mí, para huir después con grandes gruñidos furibundos. Yo me pregunté en mi ceguera si los terrores del naufragio, seguidos de un largo período de soledad en una naturaleza hostil, no le habrían conducido al estado salvaje. ¡Increíble suficiencia! El único salvaje entre nosotros dos era yo, y ahora no me cabe duda de que fue mi aspecto bestial y mi extraviado rostro los que desanimaron al pobre animal, que seguía siendo mucho más profundamente civilizado que yo mismo. No faltan ejemplos de perros obligados, casi a pesar suyo, a abandonar a dueños perdidos en el vicio, la decadencia o la locura, y no se sabe que aceptaran que su amo comiera en la misma escudilla que ellos. El regreso de Tenn me satisface plenamente porque es testimonio y recompensa de mi victoria sobre las fuerzas destructoras que me arrastraban hacia el abismo. El perro es el compañero natural del hombre, no de la criatura nauseabunda y degenerada que la desgracia, al sustraerle de lo humano, puede hacer de él. De ahora en adelante leeré en sus bondadosos ojos color avellana si he sabido mantenerme a la altura de un hombre, a pesar del horrible destino que me empuja hacia el suelo.

Pero Robinsón no debía recobrar del todo su humanidad hasta que se diera a sí mismo otro refugio diferente al fondo de una gruta o a un toldo de hojas. Al tener a partir de ese momento al más doméstico de los animales como compañero, debía construirse una casa, ¡tan profunda es a veces la sabiduría que encubre un simple parentesco verbal!