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Una era nueva comenzaba para él -o más exactamente, comenzaba su verdadera vida en la isla después de la etapa de debilidad que ahora le producía vergüenza y se esforzaba por olvidar-. Por eso, cuando se decidió al fin a inaugurar un calendario, le importaba poco que le resultara imposible evaluar el tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. El naufragio había tenido lugar el día 30 de septiembre de 1759 hacia las dos de la madrugada. Entre aquella fecha y el primer día en que él marcó una muesca en un poste de pino seco se inscribía una duración indeterminada, indefinible, llena de tinieblas y de lágrimas, de tal modo que Robinsón se hallaba apartado del calendario de los hombres como estaba separado de ellos por las aguas y reducido a vivir en un islote de tiempo, como en una isla en medio del espacio.

Dedicó varios días a trazar un mapa de la isla que fue completando y enriqueciendo después, como resultado y a medida de sus exploraciones. Se dedicó al fin a rebautizar a aquella tierra a la que el primer día había enturbiado con aquel nombre duro como el oprobio: «isla de la Desolación». Al leer la Biblia se había sorprendido ante la admirable paradoja según la cual para la religión es la desesperación el peor de los pecados, mientras que la esperanza es una de las tres virtudes teologales, y por ello tomó la decisión de que la isla se llamaría a partir de aquel instante Speranza, nombre melodioso y alegre que además evocaba el recuerdo muy mundano de una ardiente italiana a la que había conocido antaño cuando era estudiante en la Universidad de York. La sencillez y profundidad de su devoción se adaptaba a aquellas asociaciones que un espíritu más superficial habría considerado blasfemas. Por otra parte tenía la sensación, cuando miraba de un determinado modo el mapa de la isla, que había dibujado aproximadamente, de que podía representar el perfil de un cuerpo femenino sin cabeza; una mujer, sí, sentada, con las piernas dobladas bajo su propio cuerpo, en una actitud en la que resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono. Le vino esta idea y luego le abandonó. Volvería sobre ella.

El examen de los sacos de arroz, trigo, cebada y maíz que había salvado del Virginia le causó una pesada decepción. Los ratones y los gorgojos habían devorado una parte de la que no quedaba más que una masa mezclada con excrementos. La otra parte había sido estropeada por el agua de la lluvia y del mar y atacada por el moho. Una limpia exhaustiva, realizada grano a grano, le permitió salvar, además del arroz -intacto pero imposible de cultivar- diez galones de trigo, seis galones de cebada y cuatro galones de maíz. Se prohibió a sí mismo consumir la menor porción del trigo. Quería sembrarlo, porque concedía un valor infinito al pan, símbolo de vida, único alimento citado en el Pater, como se lo concedía a todo aquello que podía aún vincularle con la comunidad humana. Le parecía, además, que aquel pan que le daría la tierra de Speranza sería la prueba tangible de que ella le había adoptado, como él a su vez había adoptado a aquella isla sin nombre a donde le arrojó el azar.

Quemó algunos acres de pradera en la costa oriental de la isla un día en que el viento soplaba del oeste, y comenzó a trabajar la tierra y a sembrar sus tres cereales con la ayuda de una azada que había fabricado con una chapa de hierro, sacada del Virginia, en la que había conseguido perforar un agujero lo suficientemente ancho como para introducir un mango. Se prometió dar a aquella primera siembra el sentido de un juicio efectuado por la naturaleza -es decir, por Dios- sobre el trabajo de sus manos.

Los más útiles entre los animales de la isla serían seguramente las cabras y los carneros, que eran muy numerosos, siempre que lograra domesticarlos. Pero aunque las cabras permitían que se les aproximara bastante, se defendían, en cambio, con bravura desde el momento en que pretendía echarles mano para intentar ordeñarlas. Construyó, por tanto, un cercado, atando horizontalmente unas largas varas sobre unas estacas de madera a las que cubrió después con lianas entrelazadas. Allí encerró a los cabritos más jóvenes, que atrajeron a sus madres con sus gritos. Robinsón liberó entonces a los pequeños y aguardó varios días hasta que el peso de las ubres de las cabras las hiciera sufrir de tal modo que se prestasen de buena gana a ser ordeñadas. De este modo había creado un comienzo de explotación ganadera en la isla, tras haber sembrado su tierra. Lo mismo que la humanidad en sus primeros pasos había pasado del estadio de la recogida y de la caza al de la agricultura y la ganadería.

Pero todavía faltaba para que la isla le pareciera como una tierra salvaje a la que él había sabido dominar y luego domar para convertirla en un medio completamente humano. No había día en que un incidente sorprendente o siniestro no reviviera la angustia que había nacido en él desde el instante en que, al comprender que era el único superviviente del naufragio, se sintió huérfano de la humanidad. El sentimiento de su desamparo, moderado ante el espectáculo de sus campos trabajados, de su cercado para las cabras, del hermoso orden de su almacén, del fiero aspecto de su arsenal, estalló en su pecho el día en que sorprendió a un vampiro aferrado al lomo de uno de los cabritos, dispuesto a vaciar su sangre. Las dos alas ganchudas y desgarradas del monstruo cubrían como si fuera un manto de muerte al animalito que temblaba de debilidad. En otra ocasión, mientras recogía caracolas en rocas medio sumergidas, recibió un chorro de agua en plena cara. Un poco aturdido por el impacto, dio algunos pasos, pero fue detenido por un segundo chorro que le alcanzó derecho en pleno rostro con una diabólica precisión. Inmediatamente sintió en el estómago la antigua punzada de la angustia tan conocida y tan temida. Se relajó sólo a medias cuando descubrió en un entrante de la roca un pulpo de pequeño tamaño y de color gris que tenía la sorprendente facultad de enviar el agua gracias a una especie de sifón, cuyo ángulo de tiro podía variar a voluntad.

Había terminado por resignarse a la vigilancia implacable a la que le sometía su «consejo de administración», como continuaba llamando al grupo de buitres que parecía haberse pegado a su persona. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciese, estaban allí, gibosos, pestíferos y pelados, aguardando -no, desde luego, su propia muerte, como él pensaba en sus momentos de depresión-, sino todos los restos comestibles que él sembraba en su jornada. Sin embargo, mal que bien, se había acostumbrado a su presencia, pero en cambio sufría con más dificultad el espectáculo de sus costumbres crueles y repelentes. Sus amores de viejos lujuriosos insultaban a su castidad forzada. Una tristeza indignada embargaba su corazón cuando veía al macho, tras unos saltitos grotescos, patear pesadamente a la hembra para luego clavar su pico torcido sobre la nuca calva de su pareja, mientras las plumas de su cola se acoplaban en un obsceno abrazo. Un día observó que un buitre más pequeño y sin duda más joven era perseguido y maltratado por otros. Le fustigaban a picotazos, a aletazos, a dentelladas y finalmente le arrinconaron contra una roca. De pronto aquellas novatadas cesaron, como si la víctima hubiera implorado clemencia o hubiera hecho saber que se rendía a las exigencias de sus perseguidores. Entonces el pequeño buitre extendió el cuello con rapidez hacia el suelo, dio tres pasos mecánicos y luego se detuvo, convulso por los espasmos, y vomitó sobre los guijarros un revoltijo de carnes descompuestas y a medio digerir; festín solitario, sin duda, que sus congéneres habían sorprendido para su desgracia. Se arrojaron sobre aquellas inmundicias y las devoraron atropellándose unos a otros.

Aquella mañana Robinsón había roto su azada y había dejado escapar su mejor cabra lechera. Aquella escena terminó de abatirle. Por primera vez después de muchos meses tuvo un desfallecimiento y cedió a la tentación de la ciénaga. Retomó el sendero de los jabalíes, que conducía a las zonas pantanosas de la costa oriental, y volvió a encontrar la charca fangosa donde su razón había zozobrado ya tantas veces. Se despojó de sus vestidos y se dejó deslizar en el fango líquido.