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Además, ¿para qué? El navío había dirigido la proa hacia la isla y singlaba derecho hacia la Bahía de la Salvación. No cabe duda de que fondea cerca de la playa y que una chalupa se aleja de él. Con risa de loco, Robinsón corría de un lado para otro buscando un pantalón y una camisa que acabó al fin por encontrar bajo el casco del Evasión. Luego se lanzó hacia la playa, arañándose la cara para intentar despojarla de la compacta crin que le cubría. Bajo una buena brisa del nordeste, el navío bandeaba graciosamente inclinando todo su velamen hacia las olas festoneadas de espuma. Era uno de esos galeones españoles de antaño, destinados a transportar a la madre patria las gemas y los metales preciosos de Méjico. Y a Robinsón le parecía que el fondo del navío que podía verse ahora, cada vez que el mar se hundía por debajo de la línea de flotación, era, en efecto, de color dorado. Tenía un gran pavés y en la punta del elevado mástil galleaba un gallardete bífico, amarillo y negro. Robinsón, a medida que se aproximaba, podía distinguir una reluciente multitud sobre el puente, en el castillo de proa y hasta en la cubierta. Parecía que una tumultuosa fiesta desplegaba toda su pompa. La música provenía de una orquestina de cuerda y de un coro de niños vestidos de blanco que estaban agrupados en el alcázar. Las parejas danzaban con nobleza, rodeando una mesa cubierta con vajillas de oro y de cristal. Nadie parecía ver al náufrago y ni siquiera miraban hacia la orilla, que se encontraba ya a menos de un cable de distancia y que el navío bordeaba en aquel momento tras haber virado. Robinsón le seguía corriendo por la playa. Aullaba, agitaba los brazos, se detenía para recoger guijarros que arrojaba hacia ellos. Cayó, se levantó, volvió a caer. El galeón llegaba en ese instante a la altura de las primeras dunas. Robinsón iba a verse detenido por las lagunas que prolongaban la playa. Se arrojó al agua y con todas sus fuerzas nadó en dirección al navío, del que ya no podía ver más que la redondeada masa del castillo de popa, cubierta de brocados. Una joven estaba reclinada en una de las portas abiertas en el saledizo. Robinsón veía su rostro con una claridad alucinante. Muy joven, muy tierna, muy vulnerable, parecía atormentada ya, pero iluminada, sin embargo, por una sonrisa pálida, escéptica y abandonada. Robinsón conocía a aquella niña. Estaba seguro. Pero ¿quién era? Abrió la boca para llamarla. El agua salada invadió su garganta. Le envolvió un crepúsculo glauco en el que aún tuvo tiempo para ver el rostro gesticulante de una raya que huía hacia atrás.

Una columna de llamas le sacó de su atontamiento. ¡Qué frío tenía! ¿Podría ser que el mar le hubiera arrojado por segunda vez a la misma playa? Allá arriba, sobre el acantilado de Occidente, el eucalipto llameaba como una antorcha en la noche. Robinsón se dirigió titubeando hacia aquella fuente de luz y calor.

De modo que aquella señal que debía barrer el océano y alertar al resto de la humanidad no había logrado atraer más que a él mismo, solamente a él, ¡burla suprema!

Pasó la noche acurrucado entre las hierbas con el rostro vuelto hacia la caverna incandescente, recorrida por reflejos fulgurantes que se abría en la base del árbol y, cuando su calor disminuía, se iba acercando a la hoguera. Fue ya con las primeras luces del alba cuando logró dar un nombre -en realidad un nombre propio- a la joven del galeón. Era Lucy, su hermana pequeña, muerta adolescente hacía ya dos lustros. De este modo no podía dudar ya que aquel navío de otro siglo era sólo producto de su imaginación enferma.

Se levantó y contempló el mar. Aquella llanura metálica, claveteada ya por los primeros dardos del sol, había sido su tentación, su trampa, su opio. Poco había faltado para que, tras haberle envilecido, le entregara después a las tinieblas de la demencia. Era preciso, bajo peligro de muerte, recuperar fuerzas para sustraerse a él. La isla estaba a sus espaldas, inmensa y virgen, llena de promesas limitadas y de lecciones austeras. Él volvería a tomar las riendas de su destino. Consumaría, sin soñar más, las nupcias con su implacable esposa: la soledad.

Dando la espalda a la inmensa superficie, se sumergió en los detritos sembrados de cardos plateados que conducían al centro de la isla.

Capítulo III

Robinsón dedicó las semanas siguientes a la exploración metódica de la isla y a efectuar un censo de sus recursos. Puso nombre a los vegetales comestibles, a los animales que podían serle de alguna ayuda, a los manantiales, a los refugios naturales. Por suerte, los restos del Virginia no habían sucumbido completamente a la violenta intemperie de los meses precedentes, aunque trozos enteros del casco y del puente habían desaparecido. El cuerpo del capitán y el del marinero habían sido también arrastrados -cosa de la que se felicitó Robinsón, no sin experimentar al mismo tiempo vivos remordimientos de conciencia. Les había prometido una tumba y se hallaba en paz para preparar un cenotafio-. Estableció su depósito general en la gruta que se abría en el macizo rocoso del centro de la isla. Transportó hasta allí todo lo que pudo arrancar de los restos del barco naufragado y no despreció ninguna cosa que pudiera ser transportable, porque hasta los objetos menos utilizables guardaban ante sus ojos el valor de reliquias de la comunidad humana de la que había sido exiliado. Tras haber colocado los cuarenta barriles de pólvora negra en lo más profundo de la gruta, colocó allí tres cofres con vestidos, cinco sacos de cereales, dos cestos de vajilla y cubertería, varios cuencos con objetos de todo tipo -bujías, espuelas, joyas, lentes, gafas, cortaplumas, cartas marinas, espejos, dados, bastones, etc.-, diversos recipientes para líquidos, un arcón con aparejos -maromas, poleas, fanales, pasadores, sedales, flotadores, etc.- y, por último, un cofre con piezas de oro y monedas de plata y cobre. Los libros que encontró esparcidos por los camarotes habían sido hasta tal punto estropeados por el agua del mar y las lluvias que el texto impreso se había borrado; pero se dio cuenta de que si dejaba secar aquellas páginas blancas al sol, podría utilizarlas para escribir su diario, si encontraba además un líquido que pudiera servirle de tinta. Ese líquido le fue proporcionado casualmente por un pez que pululaba entonces en la orilla del acantilado de levante. El pez globo, temido por su mandíbula potente y dentellada y por los dardos urticantes que erizan su cuerpo en caso de alerta, tiene la curiosa facultad de hincharse a voluntad con aire y agua hasta hacerse redondo como una bola. El aire que absorbe se acumula en su vientre y entonces nada de espaldas sin que, por otra parte, parezca hallarse incómodo en esa sorprendente postura. Removiendo con un bastón sobre uno de esos peces arrojados a la arena, Robinsón pudo observar que todo lo que entraba en contacto con su vientre fofo o distendido tomaba un color rojo carmín extraordinariamente persistente. Después de haber pescado una gran cantidad de aquellos peces, cuya carne, delicada y firme como la del pollo, saboreaba, exprimió en un paño la materia fibrosa que segregaban los poros de su vientre y recogió de este modo un tinte de olor fétido, pero de un rojo admirable. Se dedicó entonces a tallar convenientemente una pluma de buitre y creyó llorar de alegría al trazar sus primeras palabras sobre una hoja de papel. Le parecía de pronto que medio se había arrancado del abismo de bestialidad en que había caído y le parecía también que volvía a entrar en el mundo del espíritu mediante este acto sagrado: escribir. Desde entonces abrió casi a diario su log-book para consignar en él no los acontecimientos pequeños o grandes de su vida material -no había motivo para tomarlos en cuenta-, sino sus meditaciones, la evolución de su vida interior o incluso los recuerdos que volvían de su pasado y las reflexiones que aquéllos le inspiraban.