– ¿Y dónde está el alma que salvó la de Diego Marlasca?

La mujer sonrió.

– No hay almas ni salvaciones, señor Martín. Son viejos cuentos y habladurías. Lo único que hay son cenizas y recuerdos, pero de haberlos estarán en el lugar donde Marlasca cometió su crimen, el secreto que ha estado ocultando todos estos años para burlar su propio destino.

– La casa de la torre… He vivido casi diez años allí y en esa casa no hay nada.

Sonrió de nuevo y, mirándome fijamente a los ojos, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. Sus labios estaban helados, como los de un cadáver. Su aliento olía a flores muertas.

– A lo mejor es que no ha sabido usted mirar donde debía -me susurró al oído-. A lo mejor esa alma atrapada es la suya.

Entonces se desanudó el pañuelo que abrigaba su garganta y pude ver que una gran cicatriz le cruzaba el cuello. Esta vez su sonrisa fue maliciosa y sus ojos brillaron con una luz cruel y burlona.

– Pronto saldrá el sol. Márchese mientras pueda -dijo la Bruja del Somorrostro, dándome la espalda y devolviendo la mirada al fuego.

El niño del traje negro apareció en el umbral y me tendió la mano, indicando que mi tiempo se había acabado. Me levanté y le seguí. Al darme la vuelta me sorprendió mi reflejo en un espejo que colgaba de la pared. En él se podía ver la silueta encorvada y envuelta en harapos de una anciana sentada al fuego. Su risa oscura y cruel me acompañó hasta la salida.

Cuando llegué a la casa de la torre, empezaba a amanecer. La cerradura de la puerta de la calle estaba rota. Empujé la puerta con la mano y entré en el vestíbulo. El mecanismo del cerrojo al dorso de la puerta humeaba y desprendía un olor intenso. Ácido. Subí las escaleras lentamente, convencido de que encontraría a Marlasca esperándome en las sombras del rellano o que si me volvía le encontraría allí, sonriendo, a mi espalda. Al enfilar el último tramo de escalones advertí que el orificio de la cerradura también evidenciaba el rastro del ácido. Introduje la llave en el cerrojo y tuve que forcejear durante casi dos minutos para desbloquear la cerradura, que había quedado mutilada pero que aparentemente no había cedido. Extraje la llave mordida por aquella sustancia y abrí la puerta de un empujón. La dejé abierta a mi espalda y me adentré por el corredor sin quitarme el abrigo. Extraje el revólver del bolsillo y abrí el tambor. Vacié los casquillos que había disparado y los reemplacé por balas nuevas, tal y como había visto hacer a mi padre tantas veces cuando volvía a casa al alba. -¿Salvador? -llamé. El eco de mi voz se extendió por la casa. Tensé el percutor del arma. Seguí avanzando por el corredor hasta llegar a la habitación del fondo. La puerta estaba entornada.

– ¿Salvador? -pregunté.

Apunté con el arma a la puerta y la abrí de una patada. No había rastro de Marlasca en el interior, apenas la montaña de cajas y objetos viejos apilados contra la pared. Sentí de nuevo aquel olor que parecía filtrarse por los muros. Me aproximé al armario que cubría la pared del fondo y abrí las puertas de par en par. Retiré las ropas viejas que pendían de los percheros. La corriente fría y húmeda que brotaba de aquel orificio en la pared me acarició el rostro. Fuera lo que fuese lo que Marlasca había ocultado en aquella casa, estaba tras aquel muro.

Guardé el arma en el bolsillo del abrigo y me lo quité. Busqué el extremo del armario e introduje el brazo por el resquicio que quedaba entre el armazón y la pared. Conseguí asir la parte de atrás con la mano y tiré con fuerza. El primer tirón me permitió ganar un par de centímetros para asegurar el agarre y tiré de nuevo. El armario cedió casi un palmo. Seguí empujando el extremo hacia afuera hasta que la pared tras el armario quedó a la vista y tuve espacio para colarme. Una vez detrás empujé con el hombro y lo aparté completamente contra la pared contigua. Me detuve a recobrar el aliento y examiné la pared. Estaba pintada de un color ocre diferente al resto de la habitación. Bajo la pintura se adivinaba una suerte de masa arcillosa sin pulir. La golpeé con los nudillos. El eco resultante no daba pie a duda alguna. Aquello no era una pared maestra. Había algo al otro lado. Apoyé la cabeza contra la pared y ausculté. Entonces escuché un ruido. Pasos en el pasillo, acercándose… Me retiré lentamente y alargué la mano hacia el abrigo que había dejado sobre una silla para coger el revólver. Una sombra se extendió frente al umbral de la puerta. Contuve la respiración. La silueta se asomó lentamente al interior de la habitación.

– Inspector… -murmuré.

Víctor Grandes me sonrió fríamente. Imaginé que llevaban horas esperándome ocultos en algún portal de la calle.

– ¿Está haciendo reformas, Martín?

– Poniendo orden.

El inspector miró la pila de vestidos y cajones tirados en el suelo y el armario desencajado y se limitó a asentir.

– He pedido a Marcos y a Gástelo que esperen abajo. Iba a llamar, pero ha dejado usted la puerta abierta y me he tomado la libertad. Me he dicho: esto es que el amigo Martín me estaba esperando.

– ¿Qué puedo hacer por usted, inspector?

– Acompañarme a la comisaría, si es tan amable.

– ¿Estoy detenido?

– Me temo que sí. ¿Me lo va a poner fácil o vamos a tener que hacer esto por las malas?

– No -aseguré.

– Se lo agradezco.

– ¿Puedo coger mi abrigo? -pregunté.

Grandes me miró a los ojos un instante. Entonces tomó el abrigo y me ayudó a ponérmelo. Sentí el peso del revólver contra la pierna. Me abotoné el abrigo con calma. Antes de salir de la habitación, el inspector lanzó un último vistazo a la pared que había quedado al descubierto. Luego me indicó que saliese al pasillo. Marcos y Gástelo habían subido hasta el rellano y esperaban con una sonrisa triunfante. Al llegar al extremo del pasillo me detuve un momento para mirar hacia el interior de la casa, que parecía replegarse en un pozo de sombra. Me pregunté si volvería a verla alguna vez. Gástelo sacó unas esposas, pero Grandes hizo un gesto de negación.

– No será necesario, ¿verdad, Martín?

Negué. Grandes entornó la puerta y me empujó suave pero firmemente hacia la escalera.

Esta vez no hubo golpe de efecto, ni escenografía tremendista, ni ecos de calabozos húmedos y oscuros. La sala era amplia, luminosa y de techos altos. Me hizo pensar en el aula de un colegio religioso de postín, crucifijo al frente incluido. Estaba situada en la primera planta de Jefatura, con amplios ventanales que permitían vistas a las gentes y tranvías que ya empezaban su desfile matutino por la Vía Layetana. En el centro de la sala estaban dispuestas dos sillas y una mesa de metal que, abandonadas entre tanto espacio desnudo, parecían minúsculas. Grandes me guió hasta la mesa y ordenó a Marcos y a Gástelo que nos dejaran a solas. Los dos policías se tomaron su tiempo para acatar la orden. La rabia que respiraban se podía oler en el aire. Grandes esperó a que hubieran salido y se relajó.

– Creí que me iba a echar a los leones -dije. -Siéntese.

Obedecí. De no ser por las miradas de Marcos y Gástelo al retirarse, la puerta de metal y los barrotes al otro lado de los cristales, nadie hubiera dicho que mi situación era grave. Me acabaron de convencer el termo con café caliente y el paquete de cigarrillos que Grandes dejó sobre la mesa, pero sobre todo su sonrisa serena y afable. Segura. Esta vez el inspector iba en serio.

Se sentó frente a mí y abrió una carpeta, de la que extrajo unas fotografías que procedió a colocar sobre la mesa, una junto a otra. En la primera aparecía el abogado Valera en la butaca de su salón. Junto a él había una imagen del cadáver de la viuda Marlasca, o lo que quedaba de él al poco de sacarlo del fondo de la piscina de su casa en la carretera de Vallvidrera. Una tercera fotografía mostraba a un hombrecillo con la garganta destrozada que se parecía a Damián Roures. La cuarta imagen era de Cristina Sagnier, y me di cuenta de que había sido tomada el día de su boda con Pedro Vidal. Las dos últimas eran retratos posados en estudio de mis antiguos editores, Barrido y Escobillas. Una vez pulcramente alineadas las seis fotografías, Grandes me dedicó una mirada impenetrable y dejó transcurrir un par de minutos de silencio, estudiando mi reacción ante las imágenes, o la ausencia de ella. Luego, con infinita parsimonia, sirvió dos tazas de café y empujó una hacia mí.