Comprendí que lo único que podía salvarme en aquel momento era mentir. En el instante en que dijese la verdad sobre Cristina, mis horas estaban contadas.

– No sé dónde está.

– Miente.

– Ya le he dicho que no serviría para nada contarle la verdad -respondí.

– Excepto para hacerme quedar como un necio por querer ayudarle.

– ¿Es eso lo que está intentando hacer, inspector? ¿Ayudarme?

– Sí.

– Entonces compruebe todo lo que he dicho. Encuentre a Marlasca y a Irene Sabino.

– Mis superiores me han concedido veinticuatro horas con usted. Si para entonces no les entrego a Cristina Sagnier sana y salva, o al menos viva, me relevarán del caso y se lo pasarán a Marcos y a Gástelo, que hace ya tiempo que esperan su oportunidad de hacer méritos y no la van a desaprovechar.

– Entonces no pierda el tiempo.

Grandes resopló pero asintió.

– Espero que sepa lo que está haciendo, Martín.

Calculé que debían de ser las nueve de la mañana cuando el inspector Víctor Grandes me dejó encerrado en aquella sala sin más compañía que el termo con café frío y su paquete de cigarrillos. Apostó uno de sus hombres a la puerta y le oí ordenarle que bajo ningún concepto permitiese el paso a nadie. A los cinco minutos de su partida oí que alguien golpeaba a la puerta y reconocí el rostro del sargento Marcos recortado en la ventanilla de cristal. No podía oír sus palabras, pero la caligrafía de sus labios no dejaba lugar a dudas: Vete preparando, hijo de perra.

Pasé el resto de la mañana sentado sobre el alféizar de la ventana contemplando a la gente que se creía libre pasar tras los barrotes, fumando y comiendo terrones de azúcar con la misma fruición con que había visto hacerlo al patrón en más de una ocasión. La fatiga, o tal vez sólo fuese el culatazo de la desesperación, me alcanzaron al mediodía y me tendí en el suelo, la cara contra la pared. Me dormí en menos de un minuto. Cuando desperté, la sala estaba en penumbra. Había ya anochecido y la claridad ocre de los faroles de la Vía Layetana dibujaban sombras de coches y tranvías sobre el techo de la sala. Me incorporé, el frío del suelo calado en todos los músculos del cuerpo, y me acerqué a un radiador en la esquina que estaba más helado que mis manos.

En aquel instante oí que la puerta de la sala se abría a mi espalda y me volví para encontrar al inspector observándome desde el umbral. A una señal de Grandes, uno de sus hombres prendió la luz de la sala y cerró la puerta. La luz dura y metálica me golpeó en los ojos cegándome momentáneamente. Cuando los abrí, me encontré con un inspector que tenía casi tan mal aspecto como yo.

– ¿Necesita ir al baño?

– No. Aprovechando las circunstancias he decidido mearme encima e ir haciendo prácticas para cuando me envíe usted a la cámara de los horrores de los inquisidores Marcos y Gástelo.

– Me alegra que no haya perdido el sentido del humor. Le va a hacer falta. Siéntese.

Retomamos nuestras posiciones de varias horas antes y nos miramos en silencio.

– He estado comprobando los detalles de su historia.

– ¿Y?

– ¿Por dónde quiere que empiece? -Usted es el policía.

– Mi primera visita ha sido a la clínica del doctor Trías, en la calle Muntaner. Ha sido breve. El doctor Trías falleció hace doce años y la consulta pertenece desde hace ocho a un dentista llamado Bernat Llofriu, que, huelga decir, nunca ha oído hablar de usted. -Imposible.

– Espere, que lo mejor viene después. Saliendo de allí me he pasado por las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial. Impresionante decoración y un servició impecable. Me han entrado ganas de abrir una cartilla. Allí he podido averiguar que nunca ha tenido usted cuenta alguna en la entidad, que jamás han oído hablar de nadie llamado Andreas Corelli y que no hay ningún cliente que en estos momentos tenga una cuenta en divisas por importe de cien mil francos franceses. ¿Sigo?

Apreté los labios, pero asentí.

– Mi siguiente parada ha sido el despacho del difunto abogado Valera. Allí he podido comprobar que sí tiene usted una cuenta bancada, pero no con el Hispano Colonial, sino con el Banco de Sabadell, desde la cual transfirió fondos a la cuenta de los abogados por importe de dos mil pesetas hace unos seis meses.

– No le entiendo.

– Muy simple. Usted contrató a Valera anónimamente, o eso creía usted, porque los bancos tienen memoria de poeta y una vez han visto un céntimo volar no se olvidan jamás. Le confieso que para entonces ya le estaba empezando a coger el gusto al asunto y he decidido hacer una visita al taller de escultura funeraria de Sanabre e Hijos.

– No me diga que no ha visto el ángel…

– Lo he visto, lo he visto. Impresionante. Como la carta firmada de su puño y letra fechada hace tres meses en la que encargó el trabajo y el recibo de pago por adelantado que el bueno de Sanabre guardaba en sus libros. Un hombre encantador y orgulloso de su trabajo. Me ha dicho que era su obra maestra, que ha recibido una inspiración divina.

– ¿No le ha preguntado por el dinero que le pagó Marlasca hace veinticinco años?

– Lo he hecho. Guardaba los recibos. A cuenta de las obras de mejora, mantenimiento y reformas del panteón familiar.

– En la tumba de Marlasca hay alguien enterrado que no es él.

– Eso dice usted. Pero si quiere que profane un sepulcro, entenderá que va a tener que facilitarme argumentos más sólidos. Pero permítame seguir con mi repaso a su historia.

Tragué saliva.

– Aprovechando que estaba allí, me he acercado hasta la playa del Bogatell, donde por un real he encontrado al menos a diez personas dispuestas a desvelar el tremendo secreto de la Bruja del Somorrostro. No se lo he dicho esta mañana cuando me contaba su relato por no arruinar el drama, pero de hecho la mujerona que se hacía llamar así murió hace ya años. La anciana que he visto esta mañana no asusta ni a los niños y está postrada en una silla. Un detalle que le encantará: es muda.

– Inspector…

– Aún no he terminado. No me podrá decir que no me tomo mi trabajo en serio. Tanto como para ir de allí al caserón que me ha descrito usted junto al Park Güell, que lleva abandonado por lo menos diez años y en el que lamento decirle que no había ni fotografías ni estampas ni nada más que mierda de gato. ¿Qué le parece?

No respondí.

– Dígame, Martín. Póngase en mi lugar. ¿Qué hubiera hecho usted si se encontrase en esa conyuntura?

– Abandonar, supongo.

– Exacto. Pero yo no soy usted y, como un idiota, después de tan provechoso periplo he decidido seguir su consejo y buscar a la temible Irene Sabino.

– ¿La ha encontrado?

– Un poco de crédito para las fuerzas del orden, Martín. Por supuesto que la hemos encontrado. Muerta de asco en una mísera pensión del Raval donde vive desde hace años.

– ¿Ha hablado con ella?

Grandes asintió.

– Largo y tendido.

– ¿Y?

– No tiene la más remota idea de quién es usted.

– ¿Eso es lo que le ha dicho?

– Entre otras cosas.

– ¿Qué cosas?

– Me ha contado que conoció a Diego Marlasca en una sesión organizada por Roures en un piso de la calle Elisabets donde se reunía la asociación espiritista El Porvenir en el año 1903. Me ha contado que se encontró con un hombre que se refugió en sus brazos destrozado por la pérdida de su hijo y atrapado en un matrimonio que ya no tenía sentido. Me ha contado que Marlasca era un hombre bondadoso pero perturbado, que creía que algo se había metido en su interior y que estaba convencido de que iba a morir pronto. Me ha contado que antes de morir dejó un fondo de dinero para que ella y el hombre al que había dejado para irse con Marlasca, Juan Corbera, alias Jaco, pudiese recibir algo en su ausencia. Me ha contado que Marlasca se quitó la vida porque no podía soportar el dolor que le consumía. Me ha contado que ella y Juan Corbera vivieron de aquella caridad de Marlasca hasta que el fondo se agotó, y que el hombre que usted llama Jaco la abandonó poco después y que supo que había muerto solo y alcoholizado mientras trabajaba como vigilante nocturno en la factoría de Casaramona. Me ha contado que sí, que llevó a Marlasca a ver a aquella mujer que llamaban la Bruja del Somorrostro porque creía que ella le consolaría y le haría creer que iba a reencontrarse con su hijo en el más allá… ¿Quiere que siga? Me abrí la camisa y le mostré los cortes que Irene Sabino me había grabado en el pecho la noche que ella y Marlasca me atacaron en el cementerio de San Gervasio. -Una estrella de seis puntas. No me haga reír, Martín. Esos cortes se los pudo hacer usted. No significan nada. Irene Sabino no es más que una pobre mujer que se gana la vida trabajando en una lavandería de la calle Cadena, no una hechicera.