– ¿Y qué hay de Ricardo Salvador? -Ricardo Salvador fue expulsado del cuerpo en 1906, después de pasar dos años removiendo el caso de la muerte de Diego Marlasca mientras mantenía una relación ilícita con la viuda del difunto. Lo último que se supo de él es que había decidido embarcarse y marcharse a las Américas para iniciar una nueva vida.

No pude evitar echarme a reír ante la enormidad de aquel engaño.

– ¿No se da usted cuenta, inspector? ¿No se da cuenta de que está cayendo exactamente en la misma trampa que me tendió Marlasca?

Grandes me contemplaba con lástima. -El que no se da cuenta de lo que está pasando es usted, Martín. El reloj corre y usted, en vez de decirme qué ha hecho con Cristina Sagnier, se empecina en intentar convencerme de una historia que parece salida de La Ciudad de los Malditos. Aquí sólo hay un trampa: la que usted se ha tendido a sí mismo. Y cada minuto que pasa sin decirme la verdad me hace más difícil poder sacarle de ella.

Grandes me pasó la mano frente a los ojos un par de veces, como si quisiera asegurarse de que aún conservaba el sentido de la vista.

– ¿No? ¿Nada? Como guste. Permítame que acabe de contarle lo que ha dado de sí el día. Después de mi visita a Irene Sabino, la verdad es que ya estaba cansado y he vuelto un rato a Jefatura, donde aún he encontrado el tiempo y las ganas de llamar al cuartel de la guardia civil de Puigcerdá. Allí me han confirmado que se le vio salir de las habitaciones donde estaba internada Cristina Sagnier la noche que ella desapareció, que nunca regresó a su hotel a recoger el equipaje y que el jefe médico del sanatorio les contó que había cortado usted las correas de cuero que sujetaban a la paciente. He llamado entonces a un viejo amigo suyo, Pedro Vidal, que ha tenido la amabilidad de acercarse hasta Jefatura. El pobre hombre está destrozado. Me ha contado que la última vez que se vieron usted le golpeó. ¿Es eso cierto?

Asentí.

– Sepa que no se lo tiene en cuenta. De hecho casi ha intentado persuadirme para que le dejase ir. Dice que todo debe de tener una explicación. Que ha tenido usted una vida difícil. Que perdió a su padre por su culpa. Que él se siente responsable. Que lo único que quiere es recuperar a su esposa y que no tiene intención alguna de tomar represalias contra usted.

– ¿Le ha contado usted todo esto a Vidal?

– No he tenido más remedio.

Escondí la cara entre las manos.

– ¿Qué ha dicho? -pregunté.

Grandes se encogió de hombros.

– El cree que ha perdido usted la razón. Que tiene que ser usted inocente y que no quiere que le pase nada, lo sea o no. Su familia ya es otra cuestión. Me consta que el señor padre de su amigo Vidal, de quien como le dije no es usted exactamente santo de su devoción, ha ofrecido secretamente una bonificación a Marcos y a Gástelo si le arrancan una confesión en menos de doce horas. Ellos le han asegurado que con una mañana va a recitar usted hasta los versos del Canigó.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿La verdad? La verdad es que me gustaría creer que Pedro Vidal está en lo cierto, que ha perdido usted la razón.

No le dije que, en aquel mismo momento, yo también empezaba a creerlo. Miré a Grandes y advertí que había algo en su expresión que no cuadraba.

– Hay algo que no me ha contado -apunté.

– Yo diría que le he contado más que suficiente -replicó.

– ¿Qué es lo que no me ha dicho?

Grandes me observó atentamente y luego dejó escapar una risa soterrada.

– Esta mañana, cuando me ha contado usted que la noche en que murió el señor Sempere alguien acudió a la librería y se los oyó discutir, sospechaba que esa persona quería adquirir un libro, un libro suyo, y que al negarse Sempere a vendérselo hubo una pelea y el librero sufrió un ataque al corazón. Según usted era una pieza casi única, de la que apenas hay ejemplares. ¿Cómo se llamaba el libro?

– Los Pasos del Cielo.

– Exacto. Ese es el libro que, según usted sospechaba, fue robado la noche que murió Sempere.

Asentí. El inspector tomó un cigarrillo y lo encendió. Saboreó un par de caladas y lo apagó.

– Éste es mi dilema, Martín. Por un lado creo que me ha colocado usted un montón de patrañas que bien se ha inventado tomándome por imbécil o, lo que no sé si es peor, ha empezado usted mismo a creerse de tanto repetirlas. Todo apunta a usted y lo más fácil para mí es lavarme las manos y dejarle en manos de Marcos y Gástelo.

– Pero…

– … pero, y es un pero minúsculo, insignificante, un pero que mis colegas no tendrían problema alguno en dejar de lado, pero que a mí me molesta como si fuera una mota de polvo en el ojo y me hace dudar de si, tal vez, y esto que voy a decir contradice todo lo que he aprendido en veinte años en este oficio, lo que me ha contado usted no sea la verdad pero tampoco sea falso.

– Sólo puedo decirle que le he contado lo que recuerdo, inspector. Me podrá creer o no. Lo cierto es que ni yo mismo me creo a veces. Pero es lo que recuerdo.

Grandes se incorporó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa.

– Esta tarde, cuando hablaba con María Antonia Sanahuja, o Irene Sabino, en la habitación de su pensión, le he preguntado si sabía quién era usted. Ha dicho que no. Le he explicado que vivía usted en la casa de la torre donde ella y Marlasca habían pasado varios meses. Le he preguntado de nuevo si le recordaba a usted. Me ha dicho que no. Algo después le he dicho que usted había visitado el panteón de la familia Marlasca y que había asegurado verla allí. Por tercera vez esa mujer ha negado haberle visto jamás. Y yo la he creído. La he creído hasta que, cuando me iba, ella ha dicho que tenía algo de frío y ha abierto el armario para coger un mantón de lana que echarse a los hombros. He visto entonces que había un libro encima de una mesa. Me ha llamado la atención porque era el único libro que había en la habitación. Aprovechando que me había dado la espalda, lo he abierto y he leído una inscripción escrita a mano en la primera página.

– ”Para el Señor Sempere, el mejor amigo que podría desear un libro, por abrirme las puertas del mundo y enseñarme a cruzarlas” -cité de memoria.

– ”Firmado, David Martín” -completó Grandes. El inspector se detuvo frente a la ventana, dándome la espalda.

– En media hora vendrán a por usted y me relevarán del caso -dijo-. Pasará usted a la custodia del sargento Marcos. Y yo ya no podré hacer nada. ¿Tiene algo más que decirme que me permita salvarle el cuello?

– No.

– Entonces coja ese ridículo revólver que lleva escondido en su abrigo desde hace horas y, con cuidado de no dispararse en el pie, amenáceme con volarme la cabeza si no le entrego la llave que abre esa puerta.

Miré hacia la puerta.

– A cambio sólo le pido que me diga dónde está Cristina Sagnier, si es que sigue viva.

Bajé la mirada incapaz de encontrar mi propia voz.

– ¿La mató usted?

Dejé pasar un largo silencio.

– No lo sé.

Grandes se acercó a mí y me tendió la llave de la puerta.

– Largúese de aquí, Martín.

Dudé un instante antes de aceptarla.

– No use la escalera principal. Saliendo por el pasillo, al final, a mano izquierda, hay una puerta azul que sólo se abre de este lado y que da a la escalera de incendios. La salida da al callejón de atrás.

– ¿Cómo puedo agradecérselo?

– Puede empezar por no perder el tiempo. Tiene unos treinta minutos antes de que todo el departamento empiece a pisarle los talones. No los malgaste -dijo el inspector.

Tomé la llave y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir me volví un instante. Grandes se había sentado sobre la mesa y me observaba sin expresión alguna.

– Ese broche del ángel -dijo, señalándose la solapa.

– ¿Sí?

– Se lo he visto a usted en la solapa desde que le conozco -dijo.

Las calles del Raval eran túneles de sombra punteados de faroles parpadeantes que apenas conseguían arañar la negrura. Me llevó algo más de los treinta minutos que me había concedido el inspector Grandes descubrir que había dos lavanderías en la calle Cadena. La primera, apenas una cueva al fondo de unas escaleras relucientes por el vapor, sólo empleaba niños con las manos violáceas de tinte y los ojos amarillentos. La segunda, un emporio de mugre y peste a lejía del que costaba creer que pudiera salir nada limpio, estaba al mando de una mujerona que a la vista de unas monedas no perdió tiempo en admitir que María Antonia Sanahuja trabajaba allí seis tardes a la semana.