– No tienes agallas -murmuró. Posó su mano sobre el cañón y me sonrió. Apreté el gatillo. La bala le voló la mano, proyectando el brazo hacia atrás como si hubiera recibido un martillazo. Marcos cayó de espaldas contra el suelo, sujetándose la muñeca mutilada y humeante, mientras su rostro salpicado de quemaduras de pólvora se fundía en un rictus de dolor que aullaba sin voz. Me levanté y le dejé allí, desangrándose sobre un charco de su propia orina.

A duras penas conseguí arrastrarme a través de los callejones del Raval hasta el Paralelo, donde una hilera de taxis se había formado a las puertas del teatro Apolo. Me colé en el primero que pude. Al oír la puerta, el conductor se volvió y al verme hizo una mueca disuasoria. Me dejé caer en el asiento trasero ignorando sus protestas.

– Oiga, ¿no se me irá a morir ahí detrás? -Cuanto antes me lleve a donde quiero ir, antes se librará de mí.

El conductor maldijo por lo bajo y puso el motor en marcha.

– ¿Y adonde quiere ir?

No lo sé, pensé.

– Vaya tirando y ya se lo diré.

– ¿Tirando adonde?

– Pedralbes.

Veinte minutos más tarde avisté las luces de Villa Helius en la colina. Se las señalé al conductor, que no veía el momento de desembarazarse de mí. Me dejó a las puertas del caserón y casi se olvidó de cobrarme la carrera. Me arrastré hasta el portón y llamé al timbre. Me dejé caer sobre los escalones y apoyé la cabeza contra la pared. Oí pasos que se aproximaban y en algún momento me pareció que la puerta se abría y una voz pronunciaba mi nombre. Sentí una mano en la frente y me pareció reconocer los ojos de Vidal.

– Perdone, don Pedro -supliqué-. No tenía dónde ir…

Le oí levantar la voz y al rato sentí que varias manos me asían de piernas y brazos y me aupaban. Cuando volví a abrir los ojos estaba en el dormitorio de don Pedro, tendido en el mismo lecho que había compartido con Cristina durante los dos meses escasos que había durado su matrimonio. Suspiré. Vidal me observaba al pie de la cama.

– No hables ahora -dijo-. El médico está en camino.

– No los crea, don Pedro -gemí-. No los crea. Vidal asintió apretando los labios.

– Claro que no.

Don Pedro tomó una manta y me cubrió con ella. -Bajaré a esperar al doctor -dijo-. Descansa. Al rato escuché pasos y voces adentrándose en el dormitorio. Sentí que me quitaban la ropa y atiné a ver las docenas de cortes que cubrían mi cuerpo como hiedra sanguinolenta. Sentí las pinzas hurgando en las heridas, extrayendo agujas de cristal que arrastraban jirones de piel y carne a su paso. Sentí el calor de los desinfectantes y las punzadas de la aguja con la que el doctor cosía las heridas. Ya no había dolor, apenas fatiga. Una vez vendado, cosido y remendado como si fuera un títere roto, el doctor y Vidal me taparon y apoyaron mi cabeza en la almohada más dulce y mullida que había conocido en la vida. Abrí los ojos y encontré el rostro del médico, un caballero de porte aristocrático y sonrisa tranquilizadora. Sostenía una jeringuilla en las manos.

– Ha tenido usted suerte, joven -dijo al tiempo que me hundía la aguja en el brazo.

– ¿Qué es eso? -murmuré.

El rostro de Vidal asomó junto al del doctor.

– Te ayudará a descansar.

Una nube de frío se esparció por mi brazo y cubrió mi pecho. Caí por un pozo de terciopelo negro mientras Vidal y el doctor me observaban desde lo alto. El mundo se fue cerrando hasta quedar reducido a una gota de luz que se evaporó en mis manos. Me sumergí en aquella paz cálida, química e infinita, de la que nunca hubiera deseado escapar.

Recuerdo un mundo de aguas negras bajo el hielo. La luz de la luna rozaba la bóveda helada en lo alto y se descomponía en mil haces polvorientos que se mecían en la corriente que me arrastraba. El manto blanco que la envolvía ondulaba lentamente, la silueta de su cuerpo visible al trasluz. Cristina alargaba la mano hacia mí y yo luchaba contra aquella corriente fría y espesa. Cuando apenas mediaban unos milímetros entre mi mano y la suya, una nube de oscuridad desplegaba sus alas tras ella y la envolvía como una explosión de tinta. Tentáculos de luz negra rodeaban sus brazos, su garganta y su rostro para arrastrarla con fuerza hacia la oscuridad.

Desperté al sonido de mi nombre en labios del inspector Víctor Grandes. Me incorporé de golpe, sin reconocer el lugar donde me encontraba y que, de parecerse a algo, se semejaba a la suite de un gran hotel. Los latigazos de dolor de las docenas de cortes que me recorrían el torso me devolvieron a la realidad. Estaba en el dormitorio de Vidal en Villa Helius. Una luz de media tarde se insinuaba entre los postigos entornados. Había un fuego prendido en el hogar y hacía calor. Las voces provenían del piso inferior. Pedro Vidal y Víctor Grandes.

Ignoré los tirones y aguijonazos mordiéndome la piel y salí de la cama. Mi ropa sucia y ensangrentada estaba tirada sobre una butaca. Busqué el abrigo. El revólver seguía en el bolsillo. Tensé el percutor y salí de la habitación, siguiendo el rastro de las voces hasta la escalera. Descendí unos peldaños arrimándome contra la pared. -Lamento mucho lo de sus hombres, inspector -oí decir a Vidal-. No dude de que si David se pone en contacto conmigo, o sé algo de su paradero, se lo comunicaré inmediatamente.

– Le agradezco su ayuda, señor Vidal. Lamento tener que molestarle en estas circunstancias, pero la situación es de extraordinaria gravedad.

– Me hago cargo. Gracias por su visita.

Pasos hacia el vestíbulo y el sonido de la puerta principal. Pisadas en el jardín alejándose. La respiración de Vidal, pesada, al pie de la escalera. Descendí unos peldaños más y le encontré con la frente apoyada contra la puerta. Al oírme abrió los ojos y se volvió.

No dijo nada. Se limitó a mirar el revólver que sostenía en las manos. Lo dejé sobre la mesita que había al pie de la escalinata.

– Ven, vamos a ver si te encontramos algo de ropa limpia-dijo.

Le seguí hasta un inmenso vestidor que parecía un verdadero museo de indumentarias. Todos los exquisitos trajes que recordaba de los años de gloria de Vidal estaban allí. Docenas de corbatas, zapatos y gemelos en estuches de terciopelo rojo.

– Todo esto es de cuando yo era joven. Te irá bien.

Vidal eligió por mí. Me tendió una camisa que probablemente valía lo que una pequeña parcela, un traje de tres piezas hecho a medida en Londres y unos zapatos italianos que no hubieran desmerecido en el guardarropía del patrón. Me vestí en silencio mientras Vidal me observaba pensativo.

– Un poco ancho de hombros, pero te tendrás que conformar -dijo, tendiéndome dos gemelos de zafiros.

– ¿Qué le ha contado el inspector?

– Todo.

– ¿Y le ha creído usted?

– ¿Qué importa lo que yo crea?

– Me importa a mí.

Vidal se sentó en una banqueta que reposaba contra una pared cubierta de espejos del suelo al techo.

– Dice que tú sabes dónde está Cristina -dijo.

Asentí.

– ¿Está viva?

Le miré a los ojos y, muy lentamente, asentí. Vidal sonrió débilmente, esquivando mi mirada. Luego se echó a llorar, dejando escapar un gemido que le brotaba de lo más hondo. Me senté junto a él y le abracé.

– Perdóneme, don Pedro, perdóneme…

Más tarde, cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte, don Pedro recogió mis ropas viejas y las entregó al fuego. Antes de abandonar el abrigo a las llamas extrajo el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me lo tendió.

– De los dos libros que escribiste el año pasado, éste era el bueno -dijo.

Le observé remover mis ropas ardiendo en el fuego.

– ¿Cuándo se dio cuenta?

Vidal se encogió de hombros.

– Incluso a un tonto vanidoso es difícil engañarle para siempre, David.

No acerté a saber si había rencor en su voz o sólo tristeza.

– Lo hice porque creí que le ayudaba, don Pedro.

– Ya lo sé.

Me sonrió sin acritud.