– La corista.
– ¿Irene Sabino?
Le oí suspirar, irritado.
– Antes de morir, el señor Marlasca dejó un fondo de capital bajo la administración y tutela del despacho desde donde debían efectuarse una serie de pagos a una cuenta a nombre de un tal Juan Corbera y de María Antonia Sanahuja.
Jaco e Irene Sabino, pensé.
– ¿De cuánto era el fondo?
– Era un depósito en divisa extranjera. Creo recordar que rondaba los cien mil francos franceses.
– ¿Dijo Marlasca de dónde había sacado ese dinero?
– Somos un bufete de abogados, no un gabinete de detectives. El despacho se limitó a seguir las instrucciones estipuladas en la voluntad del señor Marlasca, no a cuestionarlas.
– ¿Qué otras instrucciones dejó?
– Nada especial. Simples pagos a terceras personas que no tenían relación alguna con el despacho ni con su familia.
– ¿Recuerda alguna en especial?
– Mi padre se encargaba de esos asuntos personalmente para evitar que los empleados del despacho tuviesen acceso a información digamos que comprometida.
– ¿Y no le pareció extraño a su padre que su ex socio quisiera hacer entrega de ese dinero a desconocidos?
– Por supuesto que le pareció extraño. Muchas cosas le parecieron extrañas.
– ¿Recuerda adonde se debían enviar aquellos pagos?
– ¿Cómo quiere que lo recuerde? Hace por lo menos veinticinco años de aquello.
– Haga un esfuerzo -dije-. Por la señorita Margarita.
La secretaria me lanzó una mirada de terror, a la que correspondí guiñándole un ojo.
– No se le ocurra ponerle un dedo encima -amenazó Valera.
– No me dé ideas -corté-. ¿Cómo lleva la memoria? ¿Se le va refrescando?
– Puedo consultar en los dietarios privados de mi padre. Es todo.
– ¿Dónde están?
– Aquí, entre sus papeles. Pero me llevará unas horas…
Colgué el teléfono y contemplé a la secretaria de Valera, que se había echado a llorar. Le tendí un pañuelo y le di una palmada en el hombro.
– Venga, mujer, no se me ponga así, que ya me voy. ¿Ve cómo sólo quería hablar con él?
Asintió aterrada, sin apartar los ojos del revólver. Me cerré el abrigo y le sonreí.
– Una última cosa.
Alzó la mirada temiendo lo peor.
– Apúnteme la dirección del abogado. Y no intente liarme, porque si me miente volveré y le aseguro que dejaré en la portería esta simpatía natural que me caracteriza.
Antes de salir pedí a la señorita Margarita que me mostrase dónde tenía el cable de la conexión telefónica
y lo corté, ahorrándole así la tentación de avisar a Valera y decirle que me disponía a hacerle una visita de cortesía o de llamar a la policía para informarlos de nuestro pequeño deseocuentro.
El abogado Valera vivía en una finca monumental con aires de castillo normando enclavada en la esquina de las calles Girona y Ausiás March. Supuse que había heredado de su padre aquella monstruosidad junto con el despacho, y que cada piedra que la sostenía estaba forjada con la sangre y el aliento de generaciones enteras de barceloneses que nunca hubieran soñado con poner los pies en un palacio como aquél. Le dije al portero que llevaba unos papeles del despacho para el abogado, de parte de la señorita Margarita, y, tras dudarlo un instante, me dejó subir. Ascendí las escalinatas sin prisa bajo la mirada atenta del portero. El rellano del piso principal era más amplio que la mayoría de viviendas que recordaba de mi infancia en el viejo barrio de la Ribera, a apenas unos metros de allí. El aldabón de la puerta era un puño de bronce. Tan pronto lo sujeté para llamar me di cuenta de que la puerta estaba abierta. Empujé suavemente y me asomé al interior. El recibidor daba a un largo pasillo de unos tres metros de anchura con paredes revestidas de terciopelo azul recubiertas de cuadros. Cerré la puerta a mi espalda y escruté la penumbra cálida que se entreveía al fondo del corredor. Una música tenue flotaba en el aire, un lamento de piano de aire elegante y melancólico. Granados.
– ¿Señor Valera? -llamé-. Martín.
Al no obtener respuesta me aventuré lentamente por el pasillo, siguiendo el rastro de aquella música triste. Avancé entre los cuadros y las hornacinas que albergaban figuras de vírgenes y santos. El pasillo estaba jalonado por arcos sucesivos velados por visillos. Fui atravesando velo tras velo hasta llegar al final del corredor, donde se abría una gran sala en penumbra. El salón era rectangular y tenía las paredes cubiertas de estanterías de libros, del suelo al techo. Al fondo se distinguía una gran puerta entreabierta y más allá la tiniebla parpadeante y anaranjada de una hoguera.
– ¿Valera? -llamé de nuevo levantando la voz.
Una silueta se perfiló en el haz de luz que proyectaba el fuego desde la puerta entornada. Dos ojos brillantes me examinaron con recelo. Un perro que me pareció un pastor alemán pero que tenía todo el pelaje blanco se aproximó lentamente. Me quedé quieto, desabotonando lentamente el abrigo y buscando el revólver. El animal se detuvo a mis pies y me miró, dejando escapar un lamento. Le acaricié le cabeza y me lamió los dedos. Después se dio la vuelta y se acercó a la puerta tras la que brillaba el resplandor del fuego. Se detuvo en el umbral y me miró de nuevo. Le seguí.
Al otro lado de la puerta encontré una sala de lectura presidida por un gran hogar. No había más luz que la que desprendían las llamas y una danza de sombras parpadeantes reptaba por las paredes y el techo. En el centro de la sala había una mesa sobre la que reposaba un gramófono del que emanaba aquella música. Frente al fuego, de espaldas a la puerta, había un gran butacón de piel. El perro se acercó al sillón y se volvió de nuevo a mirarme. Me aproximé hasta allí, justo lo suficiente para ver la mano que descansaba sobre el brazo del sillón, sosteniendo un cigarro encendido que desprendía una pluma de humo azul que ascendía limpiamente.
– ¿Valera? Soy Martín. La puerta estaba abierta…
El perro se tendió a los pies de la butaca, sin dejar de mirarme fijamente. Me acerqué lentamente y rodeé el sillón. El abogado Valera estaba sentado frente al fuego, con los ojos abiertos y una sonrisa leve en los labios. Vestía un traje de tres piezas y en en la otra mano sostenía un cuaderno de piel sobre el regazo. Me coloqué frente a él y le miré a los ojos. No pestañeaba. Entonces advertí aquella lágrima roja, una lágrima de sangre, que le descendía lentamente por la mejilla. Me arrodillé frente a él y tomé el cuaderno que sostenía. El perro me lanzó una mirada desolada. Le acaricié la cabeza.
– Lo siento -murmuré.
El cuaderno estaba anotado a mano y parecía una suerte de dietario con entradas de párrafos fechados y separados por una línea breve. Valera lo tenía abierto por la mitad. La primera entrada de la página en la que se había quedado indicaba que la anotación correspondía al 23 de noviembre de 1904.
Aviso de caja (356-a/23-11-04), 7.500 pesetas, a cuenta fondo D. M. Envío con Marcel (en persona) a la dirección proporcionada por D. M. Pasaje detrás del cementerio viejo – taller de escultura Sanabre e Hijos.
Releí aquella entrada varias veces, intentando arañarle algo de sentido. Conocía aquel pasaje de mis años en la redacción de La Voz de la Industria. Era una miserable callejuela hundida tras los muros del cementerio del Pueblo Nuevo en el que se anudaban talleres de lápidas y esculturas funerarias y que iba a morir a una de las rieras que cruzaban la playa del Bogatell y la ciudadela de chabolas que se extendía hasta el mar, el Somorrostro. Por algún motivo, Marlasca había dejado instrucciones para que se pagase una suma considerable a uno de aquellos talleres.
En la página correspondiente al mismo día aparecía otra anotación relacionada con Marlasca que indicaba el inicio de los pagos ajaco e Irene Sabino.
Transferencia bancaria desde fondo D. M. a Cuenta Banco Hispano Colonial (oficina calle Fernando) n.° 008965-2564-1. Juan Corbera – María Antonia Sanahuja. 1.a Mensualidad de 7.000 pesetas. Establecer programa de pagos.