Seguí pasando páginas. La mayoría de las anotaciones eran de gastos y operaciones menores relacionadas con el despacho. Tuve que recorrer varias páginas más repletas de crípticos recordatorios para encontrar otro en el que se mencionase a Marlasca. De nuevo se trataba de un pago en metálico entregado a través del tal Marcel, probablemente uno de los pasantes del despacho.

Aviso de caja (379-a/29-12-04), 15.000 pesetas a cuenta fondo D. M. Entrega con Marcel. Playa del Bogatell, junto paso a nivel.

9 horas. Persona de contacto se identificará.

La Bruja del Somorrostro, pensé. Después de muerto, Diego Marlasca había estado repartiendo importantes cantidades de dinero a través de su socio. Aquello contradecía la sospecha de Salvador de que Jaco hubiera huido con el dinero. Marlasca había ordenado los pagos en persona y había dejado el dinero en un fondo tutelado por el bufete de abogados. Los otros dos pagos insinuaban que poco antes de morir, Marlasca había tenido tratos con un taller de escultura funeraria y con algún turbio personaje del Somorrostro, tratos que se habían traducido en una gran cantidad de dinero cambiando de manos. Cerré el cuaderno más perdido que nunca.

Me disponía a abandonar aquel lugar cuando, al volverme, advertí que una de las paredes del salón de lectura estaba cubierta de retratos nítidamente enmarcados sobre un lienzo de terciopelo granate. Me aproximé y reconocí el rostro adusto e imponente del patriarca Valera, cuyo retrato al óleo dominaba todavía el despacho de su hijo. El abogado aparecía en la mayoría de imágenes en compañía de una serie de prohombres y patricios de la ciudad en lo que parecían diferentes ocasiones sociales y eventos cívicos. Bastaba repasar una docena de aquellos retratos e identificar al elenco de personajes que posaban sonrientes junto al viejo letrado para constatar que el despacho de Valera, Marlasca y Sentís era un órgano vital en el funcionamiento de Barcelona. El hijo de Valera, mucho más joven pero a todas luces reconocible, aparecía también en alguna de las imágenes, siempre en segundo plano, siempre con la mirada enterrada en la sombra del patriarca.

Lo sentí antes de verle. En el retrato aparecían Valera padre e hijo. La imagen estaba tomada a las puertas del 442 de la Diagonal, al pie del despacho. Junto a ellos aparecía un caballero alto y distinguido. Su rostro aparecía también en muchas de las otras fotografías de la colección, siempre mano a mano con Valera. Diego Marlasca. Me concentré en aquella mirada turbia, el semblante afilado y sereno contemplándome desde aquella instantánea tomada veinticinco años atrás. Al igual que el patrón, no había envejecido un solo día. Sonreí amargamente al comprender mi ingenuidad. Aquel rostro no era el que aparecía en la fotografía que me había entregado mi amigo el viejo ex policía.

El hombre que conocía como Ricardo Salvador no era otro que Diego Marlasca.

La escalera estaba a oscuras cuando abandoné el palacio de la familia Valera. Crucé el vestíbulo a tientas y, al abrir la puerta, las farolas de la calle proyectaron hacia el interior un rectángulo de claridad azul a cuyo término me encontré con la mirada del portero. Me alejé de allí a paso ligero rumbo a la calle Trafalgar, de donde partía el tranvía nocturno que dejaba a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo, el mismo que tantas noches había tomado con mi padre cuando le acompañaba a su turno de vigilante en La Voz de la Industria.

El tranvía apenas llevaba pasaje y me senté delante. A medida que nos aproximábamos al Pueblo Nuevo el tranvía se internó en un entramado de calles tenebrosas cubiertas de grandes charcos velados por el vapor. Apenas había alumbrado público y las luces del tranvía iban desvelando los contornos como una antorcha a través de un túnel. Finalmente avisté las puertas del cementerio y el perfil de cruces y esculturas recortado contra el horizonte sin fondo de fábricas y chimeneas que inyectaban de rojo y negro la bóveda del cielo. Un grupo de perros famélicos merodeaba al pie de los dos grandes ángeles que custodiaban el recinto. Por un instante permanecieron inmóviles mirando los faros del tranvía, sus ojos encendidos como los de los chacales, y luego se desperdigaron en las sombras.

Descendí del tranvía todavía en marcha y empecé a rodear los muros del camposanto. El tranvía se alejó como un barco en la niebla y apreté el paso. Podía oír y oler a los perros siguiéndome en la oscuridad. Al ganar la parte trasera del cementerio, me detuve en la esquina del callejón y les lancé una piedra a ciegas. Oí un lamento agudo y pisadas rápidas alejándose en la noche. Enfilé el callejón, apenas un pasaje atrapado entre el muro y la hilera de talleres de esculturas funerarias que se apilaban uno tras otro. El cartel de Sanabre e Hijos se balanceaba a la lumbre de un farol que proyectaba una luz ocre y polvorienta a unos treinta metros de allí. Me acerqué a la puerta, apenas una reja asegurada con cadenas y un candado herrumbroso. Lo destrocé de un tiro.

El viento que soplaba desde el extremo del callejón, impregnado con salitre del mar que rompía apenas a un centenar de metros de allí, se llevó el eco del disparo. Abrí la reja y me adentré en el taller de Sanabre e Hijos. Aparté la cortina de tela oscura que enmascaraba el interior y dejé que la claridad del farol penetrase en la entrada. Más allá se abría una nave profunda y angosta poblada por figuras de mármol congeladas en la tiniebla, sus rostros a medio esculpir. Me adentré unos pasos entre vírgenes y madonas que sostenían infantes en sus brazos, damas blancas con rosas de mármol en la mano elevando su mirada al cielo y bloques de roca en los que empezaban a dibujarse miradas. El polvo de la piedra podía olerse en el aire. No había nadie allí excepto aquellas efigies sin nombre. Iba a darme la vuelta cuando lo vi. La mano asomaba tras el perfil de un retablo de figuras con una tela al fondo del taller. Me acerqué lentamente y su silueta se fue desvelando centímetro a centímetro. Me detuve al frente y contemplé aquel gran ángel de luz, el mismo que el patrón había llevado en su solapa y que había encontrado en el fondo del baúl en el estudio. La figura debía de levantar dos metros y medio y al contemplar su rostro reconocí los rasgos y sobre todo la sonrisa. A sus pies había una lápida. Grabada en la piedra se leía una inscripción.

David Martín

1900-1930

Sonreí. Si algo tenía que reconocerle a mi buen amigo Diego Marlasca era el sentido del humor y el gusto por las sorpresas. Me dije que no debía de extrañarme que, en su celo, se hubiese adelantado a las circunstancias y me hubiera preparado una sentida despedida. Me arrodillé frente a la lápida y acaricié mi nombre. Pasos leves y pausados se escuchaban a mi espalda. Me volví para descubrir un rostro familiar. El niño vestía el mismo traje negro que llevaba cuando me había seguido semanas atrás en el paseo del Born.

– La señora le verá ahora -dijo.

Asentí y me incorporé. El niño me ofreció su mano y la tomé.

– No tenga miedo -dijo guian dome hacia la salida.

– No lo tengo -murmuré.

El niño me condujo hacia el final del callejón. Desde allí podía adivinarse la línea de la playa, que quedaba oculta tras una hilera de almacenes dilapidados y restos de un tren de carga abandonado en una vía muerta cubierta por la maleza. Los vagones estaban carcomidos por la herrumbre y la locomotora había quedado reducida a un esqueleto de calderas y rieles esperando el desguace.

En lo alto, la luna asomó por las grietas de una bóveda de nubes plomizas. Mar adentro se vislumbraban algunos cargueros sepultados entre las olas y, frente a la playa del Bogatell, un osario de viejos cascos de pesqueros y buques de cabotaje escupidos por el temporal y varados en la arena. Al otro lado, como un manto de escoria tendido a espaldas de la fortaleza de tiniebla industrial, se extendía el campamento de barracas del Somorrostro. El oleaje rompía a escasos metros de la primera línea de cabanas de caña y madera. Plumas de humo blanco reptaban entre los tejados de aquella aldea de miseria que crecía entre la ciudad y el mar como un infinito vertedero humano. El hedor a basura quemada flotaba en el aire. Nos adentramos por las calles de aquella ciudad olvidada, pasajes abiertos entre estructuras trabadas con ladrillos robados, barro y maderos que devolvía la marea. El niño me condujo hacia el interior, ajeno a las miradas desconfiadas de las gentes del lugar. Jornaleros sin jornal, gitanos expulsados de otros campamentos similares en las laderas de la montaña de Monjuic o frente a las fosas comunes del cementerio de Can Tunis, niños y ancianos desahuciados. Todos me observaban con recelo. A nuestro paso, mujeres de edad indefinible calentaban al fuego agua o comida en recipientes de latón frente a las barracas. Nos detuvimos ante una estructura blanquecina a cuyas puertas había una niña con cara de anciana que cojeaba sobre una pierna carcomida por la polio y arrastraba un cubo en el que se agitaba algo grisáceo y viscoso. Anguilas. El niño señaló la puerta.