»Apenas la vi supe que sus demonios habían regresado, y yo con ellos. Traía una falda de cuero rojo, con una blusa negra ceñida a su talle robusto, sus pechos grandes, sus brazos redondos. Tenía el pelo esponjado como la copa de una Jacaranda, las mejillas resaltadas con sombras violeta, los labios pintados del rojo de la falda. No hacía falta tenerla cerca para saber que había bebido, pero lo comprobé cuando se acercó a besarme. "Estoy fugada del convento", me dijo. "Y te vine a ver." Tuve el impulso moral de rehusarla, luego la aceptación salvaje de que no quería salvarla de sí misma, sino tenerla al precio que fuera, al precio que tuvieran que pagar su salud o mi conciencia. Casi me mata esos días, de alcohol, desvelo y amores. Habría sido la mejor manera de morir, pienso ahora, infartado entre sus piernas ebrias, en la orilla del escándalo, muerto de adulto en los brazos de una mujer que podría ser tu hija y que fue tu pervertidora. Eso sí es eutanasia. Me perdí en ella tres semanas. Luego, sin decir palabra, Cecilia desapareció. La busqué por todas partes, moribundo de culpa, hasta el punto de contratar una agencia de investigadores privados para que la rastrearan. Un día me llegó una carta suya pidiéndome dinero. Vivía en una comuna en un antiguo real minero convertido ahora en santuario del peyote, cacto ritual de los huicholes. Le mandé dinero con la súplica, inútil, de que volviera. Semanas después llegó una nueva carta, pidiendo más dinero. Dispuse que le situaran en ese pueblo una cantidad fija al mes, para arraigarla al menos y saber dónde estaba. Se fue poco a poco la fatiga de su aparición huracanada, quedó la nostalgia de su cuerpo joven, nuevamente encendido por el alcohol. Conforme su perfume fuerte cedió el paso, el sueño de María Angélica regresó, terso, prometedor, como había sido la primera vez. Me orienté en su búsqueda. María Angélica había dejado el instituto, trabajaba como bibliotecaria en una empresa privada que formó un centro de estudios históricos en torno a una famosa biblioteca comprada como pie de acervo. El affaire con Galio Bermúdez había terminado en el desastre previsto, acaso buscado por ella misma. Cuando María Angélica le abrió la puerta, Galio ocupó el territorio con desparpajo napoleónico, se mudó a casa de ella y estableció ahí su cuartel trabajo. Llenó la casa de libros, botellas, alumnos, amigos, conocidos, reduciendo implacablemente los espacios de María Angélica y sus hijos. No sé cuánto tardó en evaporarse el amor. María Angélica tardó un año en sacar a Galio de sus dominios, luego de que lo había expulsado de sus ilusiones. Fue un desalojo penoso. Supe sus detalles por casualidad justamente en los tiempos en que la buscaba de nuevo. María Angélica confió el asunto al despacho de abogados del que yo me había retirado. El abogado que llevó su pleito contra Galio me puso al tanto. Le habían encargado una misión imposible: debía echar al inquilino sin coacción física o legal, por la vía de la conciliación, ya que María Angélica no quería cargar sobre sus hombros el bochorno de un desalojo judicial. Le sugerí al abogado enviar una carta presentando el caso al secretario de Estado a quien Galio le prestaba entonces servicios de asesoría política, redacción de discursos y libelos anónimos. Galio fue persuadido por el secretario de que se mudara. Al efecto le habilitó un departamento que fue desde entonces su vivienda: cueva y oficina. María Angélica supo de mi intervención, me envió un mensaje de agradecimiento con el abogado. Le envié de regreso un capítulo del libro sobre los franciscanos, pidiéndole su opinión. Me respondió por escrito su opinión con numerosas correcciones bibliográficas y de latines, que nunca han sido mi fuerte. Le envié de regreso el manuscrito completo. Me devolvió un pliego de sugerencias de su puño y letra, un puño suave y una letra fina, como un pañuelo bordado a mano. En un sobre aparte venía una nota preguntando si asistiría al congreso de aquel otoño en la Universidad de Chicago. No me había tomado la molestia de responder la forma de participación en el congreso, ni había pensado ir. Decidí que iría, envié parte del libro como ponencia y respondí afirmativamente a la pregunta de María Angélica. Un mes después coincidí con ella en el lobby del hotel que sería sede del congreso, la noche misma de mi llegada.
»Los congresos, como le consta a usted, han sido mis alcahuetes. Me habían regalado hasta ese momento una de mis tres aventuras sin consecuencias, que he omitido en este relato, y mi reconciliación con Ana. El congreso de Chicago me devolvió la compañía de María Angélica. No la había visto en dos años. Noté que había invertido algo en su atuendo, lo mismo que en sus lentes, cuya estudiada sobriedad no excluía una armazón ligera con terminaciones de ojo de gato. Había unas líneas tenues de pintura en sus ojos, sus pestañas estaban finamente separadas por un rimel discreto. El efecto global mejoraba sus ojos, siempre bellos por inteligentes, aunque siempre ocultos tras unas gafas sin gracia y unos peinados que no despejaban su frente. Ahora se había cortado el pelo para dejarse un casquete de muchacho, lo cual despejaba su rostro, haciéndolo parecer más fresco. Había adelgazado también, aunque después descubrí que sólo usaba ropas que ceñían mejor su cuerpo, pródigo y bello, como me constaba a mí, bajo las ropas monacales, intencionadamente desaliñadas, con que lo había ocultado toda la vida. Me recibió con un beso en la mejilla. Su leve humedad recordó y alborotó mis sueños. Hablamos un rato de mi libro, luego del suyo, mientras tomábamos un martini. En un giro de la charla, María Angélica preguntó:
»"¿Y cómo están tus mujeres?"
«"Perdidas todas", dije. "Incluyéndote a ti."
»"La pareja quiere exclusividad", sonrió María Angélica. Sonreí yo también:
»"Todas ustedes tuvieron más hombres que yo mujeres."
»"Sí", dijo María Angélica. "Pero a través de los años. No todos al mismo tiempo. No ¡cinco al mismo tiempo!, como tú."
»"A1 mismo tiempo, nunca", precisé. "Cada vez con cada una y cada una aparte de la otra."
"¿Propones tu promiscuidad como un ascetismo, la abundancia como una fidelidad?", preguntó María Angélica.
Cometí el error de ponerme serio y le dije algo así como:
»"No te engañé, ni te quise menos por el hecho de amar a las otras."
»"Esta no es la mejor conversación para un reencuentro amoroso", cortó María Angélica.
«"¿Estamos en un reencuentro amoroso?", pregunté yo.
»"La ocasión es propicia", dijo María Angélica. "Luego de ver opciones, puedo decir que no eres el peor acompañante que puede haber en este congreso. Además, mi memoria anda alcahueta en estos días."
»"¿Qué anda haciendo tu memoria?"
«"Recordándote", dijo María Angélica.
«"Enfermedad de historiadora: recordar", dije yo.
»''Adrianasis recurrentis', definió María Angélica.
»"Suena terrible", admití.
»"Pero se siente bien", dijo María Angélica. "Eso sí te lo puedo asegurar: se siente bien."
«"¿Me estás coqueteando?"
»"¿A qué van las mujeres mayores a un congreso de historia sino a coquetear?"
«"Las mujeres mayores no coquetean", dije.
«"Sólo con hombres mayores", devolvió María Angélica.
«Fue nuestro reencuentro. Nos quedamos en Chicago una semana después del congreso, en una intimidad suficiente para que pudiera contarle mi pérdida de Carlota.
«Quiero seguirle contando, pero estoy exhausto, la pila se descarga fácilmente en estos días. Si le interesa el fin de la historia, le propongo venir a mi casa a tomar café un par de veces, mañana y pasado mañana, por ejemplo. Yo trataré de terminar en esas sesiones. No falta mucho, salvo el paso del tiempo, que no se siente pasar.»
No pude visitarlo al día siguiente, pero al otro sí, y aunque Adriano tenía que dar una clase, pudimos tomar un café demorado. Llegó pronto al tema y se demoró en su memoria: