Conservaba la prestancia del baile, los músculos duros, el andar ligero. Los años habían añadido carnes bien surtidas a sus formas esbeltas y un aire de sabiduría perversa a sus siempre hermosas facciones. Acepté que ninguna de mis mujeres me había gustado tanto como Ana, ninguna competía con ella en la naturalidad de su belleza. Me hirvió la sangre de verla, debo confesar, como les hierve sólo a los adolescentes, aunque lo único adolescente que quedaba en mí era el paso frenético con que me enfilaba a los sesenta. Cambié mis planes. Me quedé al coctel que siguió a la presentación del libro. En un momento de la lectura del abate, Ana me descubrió entre el auditorio. La vi ponerse roja, sonreír, lamerse los labios con aquel tic suyo que servía por igual sus momentos de rabia y de turbación. Pero no había rabia en sus ojos ni en su gesto. Había un apuro gozoso, como de quien recibe en bata la visita de amigos imprevistos. No hice sino mirarla y turbarla, especialmente cuando empezó a hablar. Los nervios la pusieron elocuente, más descreída que nunca. Leí en sus andanadas jacobinas una complicidad con nuestro pasado, con el momento en que nos conocimos, con nuestros años de burlones desencuentros en la materia. Repitió un viejo chiste común, supe que lo dijo para mí: "Como ustedes saben", sonrió, "no creo en la iglesia católica. Creo en el pueblo que cree en esa iglesia. Pero no acepto que crea en ninguna otra. Si es inevitable que el pueblo tenga una religión, por lo menos que sea la verdadera." Al terminar la entretuvieron algunos lectores que pedían autógrafos. Me acerqué al coctel, donde me alcanzó el abate. "Hacen una extraña pareja usted y Ana", le dije. "En el fondo ella cree más de lo que dice y usted cree menos de lo que acepta." Alzó una copa de vino me dijo, sonriendo con levedad angélica: "Usted, como historiador, sabe que hay algo profundamente verdadero en todo esto. Yo, como creyente, sé que hay algo profundamente incierto que sólo puede creer la fe" Pensé, comparativamente, que seguía habiendo entre Ana y yo algo fresco que no habían matado los años, también algo viejo, que no podría remozar ninguna frescura. Era el turno de la novedad, sin embargo, la hora de mi reencuentro con Ana Segovia. Así fue. Vino a mí entre los invitados al coctel, las mejillas encendidas, los ojos húmedos. Me abrió los brazos, tomándome por debajo del saco. Sentí su cuerpo lleno y su voz en mi oído: "¿Te gusté? Dime que te gusté"."Como una virgen", dije. "Eso es lo que ando, virgen" me dijo. "¿Puedes cenar después de esto?"
»Cenamos con el abate de la basílica, que se retiró a buenas horas, no sin darle término a un buen vino rojo. Antes de marcharse, preguntó: "¿Ustedes se casaron alguna vez por el rito de la Santa Madre Iglesia?" "Sólo por el rito de la carne", dijo Ana. "Es un hecho de la historia que los ritos de la Santa Ma dre Iglesia duran más que los de la carne", consagró el abate. "También son más aburridos", dijo Ana. "Mucho más", dijo el abate. "Mucho más." Cuando se hubo marchado, Ana me dijo: "El abate es mi cómplice. Quiere que me case de nuevo. Según sus registros, por primera vez. Es su manera de coquetearme." "Creo que estoy atrasado de noticias respecto de tus matrimonios", le dije. "Me divorcié hace seis meses, luego de tres separaciones", me informó Ana. "Pero como estaba casada sólo por lo civil, para el abate ese matrimonio no cuenta. Está empeñado en que me case por primera vez. Si no vistiera yo los hábitos que visto, dice, impediría que se prolongara esta situación irregular. Es un viejo coqueto, como todos los curas libertinos." "Nunca pensé que me provocarías con un cura libertino pasado de años", dije, haciéndome cargo de su estrategia. "Me gustan los hombres mayores", dijo Ana. "Tienen un no sé qué de historiadores arrepentidos." "Si empezamos a hablar de la edad terminaremos hablando de doctores", le dije. "Cuéntame de tus hijos." Eran adolescentes, uno rubio como el padre, el otro moreno como Ana, uno obsesivo como el padre, el otro fantasioso como Ana. Uno se había ido a vivir con el padre, el otro se había quedado con Ana. "Nada tan difícil como vivir con un hombre aburrido", dijo Ana. "El tedio es una epidemia que lo va invadiendo todo, objetos y personas. Hasta las alegrías se vuelven rutinarias, los colores pierden el brillo, la vajilla nueva parece vieja, nadie se ríe con los programas cómicos de la televisión. Llegué a ser auténticamente la loca de la casa porque tomaba clases de baile y cantaba en la regadera. Mi marido, mi segundo marido, es decir mi segundo exmarido, es el mejor hombre del mundo, pero es el rey del tedio. Lo único que le enciende de la sangre son los negocios. Hubiera querido ser su negocio en vez de su esposa. Pero no quiero hablar de eso. Mejor háblame de ti. ¿En qué andas? ¿Sigues con tu novia de la infancia?" "Se fue del país", dije. "No sé nada de ella." "Menos mal", dijo Ana. "Me pudre su competencia desleal. Me cae bien ella, pero me pudre pensar que es tu amor imposible. No se puede competir con un amor imposible. Me pudren los amores imposibles." "Prefiero los posibles", dije. "Mientes, como todos", dijo Ana. "A los hombres les encantan los amores imposibles: su mamá, su prima mayor, su novia de adolescencia. Son los reyes de los amores imposibles y nosotras, las mujeres de carne y hueso que sí pueden tener, somos las peor es nada, sustituías imperfectas del amor imposible. ¡Qué mal me caen!"
«Pasamos dos días juntos, sin separarnos más que para ir al baño. Era todo lo contrario de su marido: ocurrente, despierta, deliciosa en la mesa y en la cama, como dicen que deben ser las mujeres deliciosas. Sin embargo me había hartado de ella alguna vez, de sus arrestos sanguíneos, del ritmo imantado de sus días, de su conversación vivaz, de sus amores encendidos. Me había hartado alguna vez de todo eso tanto como ella se había hartado del bajo perfil temperamental de su marido. Recordé todo aquello, pero aun así le propuse a Ana que tratáramos de nuevo, que quizá el abate tenía razón, que debíamos corregir la irregularidad de su celibato. "El mío puede corregirse, aunque sea temporalmente", me dijo. "Pero el tuyo no tiene redención, ni bajo el rito católico. Nada me haría más feliz que vivir contigo, pero nada me haría más infeliz en poco tiempo. Porque tú en el fondo eres una cabra loca que no quiere corral. Eres neurótico desde chiquito. Imagínate ahora de grande. Sobre todo, yo creo que tienes dañada la parte del cerebro que dice compañía. Yo quiero ser tu novia, tu concubina o tu amasia, como dice el código civil, pero tu esposa otra vez, ni para heredarte. Además, estaría vendiéndote una mercancía dañada y yo abomino a los mercaderes tramposos, es decir, a todos los mercaderes. Por lo pronto, hazme el resumen de estos días: ¿te di gato por liebre?" "Sólo liebre", dije. "¿De manera que quieres volverme a ver?", preguntó. "Quiero", dije. "Pues como decía mi marido: ponle fecha." "Ponla tú", le dije. "Yo sólo puedo el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado o el domingo de la próxima semana", dijo Ana. "El lunes", dije yo. "Eso es mañana. Demasiado cerca", dijo Ana. "Te invito a comer a mi casa pasado mañana. ¿Quieres conocer mi casa? Mis hijos no están." "Quiero", dije yo. "¿Quieres conocer a mis hijos?", preguntó Ana. "También", dije yo. "Me gusta eso, pero no podrás conocerlos pasado mañana. Pasado mañana nos pondremos de acuerdo. Iremos en todo esto día por día. Ojalá dure más que todos nuestros días." Así fijó Ana Segovia las reglas del más duradero y libre de nuestros acuerdos.
»Volví a mi encierro durante algunas semanas. Ana me llamaba por teléfono para contarme de las locuras que iba colectando la difusión de su libro. Una monja había quemado la obra en un convento. Un creyente lo había dejado como exvoto en el altar de la virgen con su huella digital impresa al pie de la portada. Los defensores de la aparición habían hecho su tirada habitual contra los libros que recordaban la anacronía de los documentos que la probaban. No había faltado quien le dijera que era parte de la conspiración masónica y atea. Estaba encantada. Antes de que regresara María Angélica, me convenció de que nos viéramos. "No pretendo tus amores, nada más tu compañía", me dijo. "Los amores que nos quedan son sólo compañía", le dije. "Algo de agua puede sacarse todavía de la vieja noria", dijo. Algo salió, desde luego, pero mientras Ana dormía sobre mi pecho insomne, pensé que prefería ese reposo gregario a la guerra santa de su cuerpo despierto; quería más su conversación que sus gemidos, más su fraternidad que su deseo. No era una preferencia muy galante, pero era la más amorosa de que era capaz. Hubiera querido decirle: "No quiero tu amor, ni la exclusividad que eso implica. Quiero la maravilla de tus nalgas, pero te quiero sobre todo a ti, tranquila, risueña, envejeciendo conmigo, dejando que el tiempo nos lime y nos mate juntos, sin ninguna otra exigencia.