»Ana Segovia regresó con su marido buscando estabilidad para sus hijos. Admitió su propia pasión por el orden y la certidumbre, ella que había cultivado las anarquías de su temperamento como un asunto de honor. Me dio una explicación trágica de su decisión de volver al matrimonio. Dos años atrás, donando sangre para su padre anciano, la descubrieron portadora del virus de la hepatitis C, recogido años antes en otra transfusión. Salvo algún indicio de fatiga, no había nada en ella que anunciara aquella dolencia asintomática, un mal sin cura que carecía de síntomas, hasta que, una vez desatado, mataba en lapsos breves. "Como te dije, soy una mercancía dañada", recordó Ana. "Y he llegado a la conclusión de que quienes deben hacerse cargo de esas cosas son los maridos, porque los maridos, andando el tiempo, para eso son. La verdadera ayuda que necesito de ti es que no me odies por esto. Y, si es posible, que me sigas queriendo." La seguí queriendo, desde luego. A mi edad, fui su amante adúltero y clandestino, condición que estimuló mi inmodestia tanto como la imaginación de Ana.

»Por lo que hace a Regina Grediaga, vivió bajo mi protección todo el tiempo que su marido quiso someterla por escasez. Agradecieron mi intromisión sus hijos, a quienes conocí en sus visitas. Gocé aquel patronazgo porque me convertía por fin en el amor central de Regina: la pareja sentimental y la solución práctica de su vida. Finalmente, el marido de Regina aceptó la situación, fondeó los gastos de Regina a cambio de que cada año pasaran con sus hijos una vacación de invierno larga y una corta de verano. Regina y yo tuvimos la mejor de nuestras temporadas juntos, la década de nuestros años sesenta. Esos años me hicieron ver cumplidos mis sueños adolescentes con la mujer adulta de mis sueños y convirtieron a Regina en una mujer vanidosa, presumida, aristocrática, que luchaba contra su edad haciendo planes de muchacha.

»E1 itinerario de Cecilia Miramón fue más accidentado. Volvió al alcohol otras dos veces y lo dejó después de sendas crisis. Fui su amante en el alcohol, su enfermero en la sobriedad. Se hizo poco a poco mi compañera estable, la administradora de mi casa, la ordenadora de mi biblioteca, mi secretaria, mi memoria, mi enfermera. Tiene hoy cincuenta y dos años, está a punto de ser abuela, pero para mí es una muchacha, tanto, que he tenido la tentación de escribir, pretensiones literarias aparte, un equivalente moderno de aquella obrita de Balzac, La mujer de treinta años, para mostrar que la mujer de cincuenta es la mejor que puede encontrarse, si se le encuentra a tiempo, en nuestras vidas.

»Para conocer de verdad a una persona hay que comerse con ella un saco de sal, decían en mi pueblo. Yo me comí un saco de sal con cada una de mis mujeres, a lo largo de la vida. Los seres humanos no alcanzamos sino para engancharnos de verdad unas cuantas veces. Nuestro mundo sentimental es restringido, con algunos filamentos múltiples saliendo de cada núcleo, pero con unos cuantos núcleos que ordenan todo lo demás. Entre esos seres nucleares que nos ordenan y nos explican en el orden sentimental, no están siempre los que serían obvios, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos. Suelen ser fuereños: padres, hermanos, hijos sustitutos, parientes que vamos a buscar fuera de casa. Yo encontré en mis mujeres esa tribu sustituta, acabé queriéndolas más que a nadie. Las quise tanto por lo que me daban como por lo que me quitaban. Fueron historias de amor y de guerra, un enganche como el del torero con el toro, para matar o morir. Mejor dicho: para morirse en la suerte. Sabe usted que el gran torero Juan Belmonte pensaba al final de su vida que su derrota como matador invicto, al que nunca cogió un toro, era precisamente no haber cumplido ese destino: ser muerto por un toro. Su victoria sobre los toros lo hacía incompleto, porque nunca lo mató un toro, nunca se cumplió su destino de pareja cabal con el toro. Lo mismo con nuestros amores. No son sólo cantos de alegría, son también un furioso enganche vital, la rabia y la euforia a un tiempo, una pelea de afinidades que ata tanto por el placer como por el sufrimiento que da. Mis padres murieron jóvenes y yo no tuve hijos. No tuve la tentación ni el calor de la familia. Ni la genealogía ni la herencia fueron mis legados. Acaso me hice historiador tratando de fabricarme un pasado. Al final, todo eso me hizo terriblemente libre. He andado por el mundo ligero de equipaje, como quería el poeta, como si nada hubiera heredado y nada tuviera que heredar, como si nada tuviera que conservar ni que perder. Más que una carencia, he encontrado en ese vacío una libertad. Creo haber ejercido esa libertad completa sólo en dos ámbitos, el de los libros que escribí y el de las mujeres que le he contado. Sé que estará tentado de utilizar alguna vez el relato de mis mujeres. No hagamos un episodio de esto. Yo no le he contado las cosas para que las escriba, pero tampoco para mantenerlas en secreto. No me opongo a que utilice todo eso como le convenga, salvo por lo que pudieran pensar los hijos de ellas, que son también los míos por adopción, aunque no todos lo sepan. Le pido, si va a contar esa historia, que cambie los nombres y no la publique hasta que yo me muera. Creo que es una historia digna de ser contada. Créame que fue digna de ser vivida.»

Ese día, con esa frase, Adriano terminó la historia de sus mujeres contada por él mismo, poco después de cumplir setenta y tres años. Para ese momento, el estado de sus cinco mujeres era el siguiente: Carlota Besares había muerto de cáncer diez años antes y venía a visitarlo en sueños, enervando sus deseos. Regina Grediaga tenía setenta y dos años, cinco hijos, siete nietos y un principio de artritis en las manos que combatía tocando desastrosamente el piano. Cenaban juntos una vez por semana, hablaban de la historia militar del país y reincidían ocasionalmente en la búsqueda joven de sus cuerpos viejos. Ana Segovia tenía sesenta y cinco años y un marido con males cardiacos, algo menor que Adriano. El fantasma de una hepatitis C caminaba por su organismo duro de bailarina, sin que nadie pudiera precisar la fecha exacta de su inicio ni el término fatal de su brote. María Angélica Navarro tenía sesenta y cuatro años y era una eminente bibliotecaria en la Universidad de Texas, en Austin. Cecilia Miramón tenía cincuenta y dos años, era la madre de tres hijos y acababa de ser abuela.

Con el mismo rigor con que sostuvo el relato de sus mujeres durante nuestras comidas, Adriano dejó de hablar sobre el tema en nuestros encuentros. Comimos en el club varias veces, lo visité en su casa otras. Había madurado la idea de que lo ayudara a poner en orden su archivo personal. La suya seguía siendo la casa de un hombre soltero, cuyos únicos auxilios domésticos eran Gildardo, el chofer, y su sombra de siempre, Águeda chica, que envejecía a la par que Adriano, sentada como un ídolo en la cocina, vivo vestigio del mundo de la infancia huérfana de Adriano, su tía distante y aquel país de lealtades rurales que se habían llevado el siglo y el progreso. Cecilia Miramón se ocupaba de ordenar su biblioteca según los criterios profesionales definidos por María Angélica. Se ocupaba también de llenar los vacíos domésticos que dejaban la vejez olvidadiza de Águeda chica y la torpeza masculina de Gildardo, el chofer, tampoco un jovencito. Cecilia resolvía ambas cosas con mano enérgica y risueña, que le valió el mote de La Doñita para sugerir la bondad y la dureza de su imperio. María Angélica había convencido a Adriano de vender sus archivos a la biblioteca donde trabajaba. Adriano accedió para inducir el trato de Cecilia y María Angélica en un propósito común. Coincidí con Cecilia algunas tardes en la casa de Adriano, trabajando ella en la biblioteca y yo en los archivos. Me ganó desde el primer día la sensualidad de su sonrisa, una sonrisa que no estaba en su rostro, sino en su cuerpo todo, en la alegría de sus ademanes, en las ojeras libertinas que las esclavitudes del alcohol y la vehemencia habían dejado en sus ojos.