En la misma casa me crucé alguna vez, sin coincidir, con María Angélica y con Ana Segovia, que a veces venían juntas. En el archivo de Adriano había algunas fotos de ellas, ninguna con Adriano, fotos sin mayor gracia que decían poco de sus encantos. Había en cambio una colección impresionante de fotos de Regina que había nacido para ser mejorada por los lentes de las cámaras y la luz de todas las ocasiones. Parecía siempre ligera, radiante, bañada por un aura que sólo podía existir en aquellas fotos y en el horizonte sin límites de la memoria.

Adriano murió días después de cumplir los setenta y seis años. No tuvo dolencias preparatorias. Murió de pronto, sin aviso, la noche de un día en que le hubiera gustado morir. Había entregado por la mañana una mención honorífica durante un examen profesional. Acudió al brindis que su alumno laureado ofreció antes del almuerzo. Almorzó en su casa con Cecilia Miramón, que salía de viaje por la noche. Trabajó toda la tarde revisando las pruebas de su último libro, un alegato sobre los infortunios de la legalidad en la accidentada historia política del país. Fue a cenar con Regina Grediaga en un restaurante de viejo estilo de la ciudad donde lo trataban a cuerpo de rey, lo mismo que en el club donde solíamos tener nuestras comidas. Había hecho un arte de cultivar restaurantes donde lo trataran como dueño y sólo iba a ellos. Me había dicho una vez: "Prepare desde joven un par de lugares donde comer toda su vida, una biblioteca para leer de viejo y un médico que lo ayude a salir de este mundo si su última enfermedad resulta demasiado complicada, demasiado larga, demasiado aburrida o demasiado dolorosa." Después de cenar con Regina llegó a su casa cerca de las doce, terminó de leer las pruebas y se fue a la cama con un ejemplar inglés del tratado de Spinoza, Sobre la mejora del entendimiento humano. Al irlo a despertar por la mañana con la bandeja del desayuno, Águeda chica lo encontró sin vida. Gildardo fue el primero en saber la noticia de labios de Águeda. El primero en saberlo de labios de Gildardo fui yo. María Angélica fue la segunda, pero estaba en Texas y no pudo sino tomar el avión más próximo. Cecilia fue localizada en su hotel de la ciudad donde había viajado y tomó el avión de vuelta. Ni Gildardo ni Águeda tenían los teléfonos de Ana Segovia y Regina Grediaga. Debido a todas estas coincidencias, llegué antes que nadie a casa de Adriano. Me sorprendió la desnudez de su cuarto, al que nunca había entrado. Dormía en un camastro de monje junto a una mesa de noche rústica con una lámpara de metal. Su cuerpo estaba contra la pared, puesto de perfil sobre su brazo. El libro de Spinoza estaba en el suelo, sobre la estera, como si lo hubiera dejado caer. La última cosa que subrayó esa misma noche, antes de dormir para no despertarse más, fueron estas líneas: "algo cuyo descubrimiento y logro me permita gozar de una felicidad continua, interminable y suprema". Eso andaba buscando la noche inesperada de su muerte. Quiero creer que eso tuvo, al menos como propósito, por el hecho de haberlo leído y subrayado el día de su partida.

La prensa empezó a llegar luego de que yo di la noticia de la muerte. Las autoridades se presentaron para orquestar funerales solemnes, de duelo nacional. Ana Segovia llegó antes del enviado del presidente, bañada en llanto, con lentes oscuros. Regina llegó poco más tarde con paso de eminencia secreta, concentrada en la grandeza de su pérdida. Cecilia y María Angélica llegaron por la tarde a la funeraria, poco después de la guardia que hizo el presidente, con las autoridades de la Uni versidad. Hubo deudos toda la noche, hasta la madrugada. De pronto estuvimos sólo las mujeres de Adriano y yo, con Gildardo y Águeda chica. Les conté entonces mi impresión del último amanecer de Adriano.

– Me entristece que haya muerto solo -dijo Ana Segovia.

Hubo un gran silencio, al cabo del cual se oyó la voz de Cecilia:

– Así vivió, así quería morir.

Las otras asintieron discretamente, como reconociendo el hecho. El silencio tomó de nuevo la sala donde estábamos.

– Nadie se muere acompañado -sentenció con suavidad María Angélica-. Todos hemos de morirnos solos.

Callaron de nuevo, dejando que las palabras hicieran todo el camino en sus cabezas.

– Cenamos juntos la noche anterior -dijo Regina Grediaga, al cabo de otro intervalo-. Estaba contento con su nuevo libro. Fumó un puro para celebrarlo.

– Estaba contento -repitió Cecilia-. Yo lo vi al mediodía. Lo dejé trabajando en sus cosas como un niño.

– Igual se murió solo -dijo Ana Segovia-. Creo que a todas nos hubiera gustado estar ahí.

Le temblaron los labios cuando dijo eso. Los ojos de Regina Grediaga acabaron de humedecerse. María Angélica cruzó los brazos, bajó la cabeza. Cecilia miró al frente y dejó correr dos hilos de llanto sobre sus mejillas hinchadas, sin que hubiera otra seña de dolor en su rostro.

Recordé que en una de nuestras últimas conversaciones, respecto de la soledad doméstica de su vida, Adriano me había dicho: "He vivido con la libertad de un rey. Moriré en la soledad de un mendigo." No repetí eso, sino aquello otro que le había oído decir varias veces, después de la muerte de Carlota: "Hay que pedir a los dioses una vida corta o larga, pero una muerte súbita."

– Odiaba la idea de una enfermedad larga -les dije-. Creo que le hubiera gustado su muerte.

Los restos de Adriano fueron incinerados al otro día. Siguiendo sus instrucciones, la urna fue enterrada ("sembrada" dijo el orador) en el jardín de la escuela de historia donde Adriano enseñó medio siglo. En algún momento de la ceremonia vi a sus mujeres conversar bajo la sombra de un liquidámbar. Exhaustas, enlutadas, oían una historia gesticulante de Ana Segovia y añadían comentarios vivaces. Recordé al verlas juntas las palabras que el mismo Adriano me había dicho: Quién pudiera tomarlas desde la primera vez, tenerlas la segunda y la tercera, en todas sus edades, ser el dueño de todas sus estaciones, de todas sus vueltas, sus cambios de piel, sus renacimientos milagrosos.

Pensé que a su manera él había podido hacerlo con ellas, y ellas con él.

Semanas después, recibí un citatorio para acudir a la lectura del testamento de Adriano. Adriano aseguró hasta el fin de sus días a Gildardo y Águeda chica. El resto de su fortuna lo heredó en partes iguales a las señoras invisibles de su vida: Regina Grediaga Ana Segovia, María Angélica Navarro y Cecilia Miramón. Su única propiedad inmueble era la casa. Águeda chica podría vivir en ella sin restricción alguna. Cuando muriera, la casa debía venderse, lo mismo que sus cuadros y antigüedades, y el monto repartirse en las proporciones previstas para todo lo demás.

Cecilia Miramón recibió en custodia la biblioteca de Adriano para finiquitar su envío a la universidad que la había comprado por consejo de María Angélica Navarro. Yo recibí el encargo de ordenar su archivo para los mismos efectos. Parte del archivo lo marcó Adriano mismo como reservado para abrirse treinta años después de su muerte. Incluía sus cartas personales, entre ellas las de sus mujeres.

También un diario -veintidós cuadernos de pasta dura con sus notas- y el manuscrito de su libro sobre Carlos García Vigil, junto con los papeles del propio Vigil, materia prima del libro.

Respeté su mandato de que nadie viera los materiales reservados: fui el primero en no consultarlos. Tomé ventaja, en cambio, del resto del archivo, como su primer usuario, para un posible libro sobre Adriano y su obra. Antes de enviar los archivos a sus custodios, añadí a los materiales reservados las notas que había tomado en mis comidas con Adriano sobre la extravagante historia de sus mujeres. Releyendo esas notas pensé algo más: quise dejar mi propio testimonio, una huella corsaria en la vida de Adriano. Escribí el presente relato y lo incluí, junto con las notas respectivas, en los documentos reservados. Pienso que no debo usar esos materiales para mi libro, pero tampoco dejar que se pierdan en un tiempo sin registros. Son las historias de Adriano que todos querremos conocer un día, el rastro de su populosa soledad, lo que él llamaba su vida agitada y fiel, carne gemela de sus libros, memoria inesperada de su porvenir. Termino estas líneas efímeras con la vanidosa certidumbre de haber tocado las puertas de una vida que ha de ser más larga y más digna de ser contada que la mía.