«Me refugié en Carlota y en la visita semanal de Regina, pero la falta de las otras le daba a las que quedaban un aire de escasez y a mi búsqueda de sus amores un tono de angustia que no ayuda a la fiesta amorosa. El amor es un asunto optimista, le gusta reír, cree en la abundancia de la vida. Su pérdida es todo lo contrario. Yo había tenido tres pérdidas distintas que, como la santísima trinidad, se condensaban en una sola calamidad del ánimo. Era como si me hubieran succionado la esperanza, como si me hubieran devuelto al lugar de la soledad elegida que al final de cuentas, salvo por esas mujeres, había sido mi vida. Quise bien a las que quedaron, las quise con gratitud, me ocupé de sus cosas con una aplicación supersticiosa, como sugiriendo a los hados que tomaran nota de mis afanes y tuvieran por mí la piedad que despiertan quienes cuidan su huerto. Pero los hados carecen de emociones; abundan en esa impasibilidad que se parece a la saña. En lugar de consuelo, enviaron dos fulminaciones. La primera sobre Carlota. Había acudido a la consulta sobre la segunda reconstrucción estética de sus pechos. Tenía de la primera unos pechos pequeños y morenos, de pezones erguidos, intocados por la maternidad y la lactancia. Con los años, en un cuerpo esbelto, de músculos firmes, sintió colgarse aquellas joyas: perdieron su contorno de manzana. Carlota quiso reconstruirlas y aun aumentarlas para ganar sobre las obras reductoras del tiempo no sólo juventud sino volumen. El médico encontró al palparla unas fibras enigmáticas que se resolvieron pronto en la evidencia de un cáncer de mama. Los médicos sugirieron la urgente extirpación del seno con la secuela radiológica del caso. La noche del día en que recibió ese diagnóstico, Carlota y yo cenamos en su casa sus guisos sibaritas. Tuvimos después nuestros amores. Con ninguna de mis mujeres, he de decirlo, la cama fue una fiesta tan fiesta como con Carlota. Al terminar trajo champaña y me contó su ida al consultorio como si hablara de otra gente. "Tengo que operarme", dijo. "Pero no me operaré. Prefiero morir ahora completa que vivir mutilada hasta los cien años. ¿Qué opinas?" "Te prefiero mutilada pero viva a los cien años", le dije. "Prefieres eso porque te acobarda la idea de la muerte", dijo. "A mí no. A mí me horroriza la idea de una vida inútil, mutilada." Le repetí la sentencia célebre de aquel escritor norteamericano: "Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor." "Nada es preferible al dolor", dijo Carlota. "No voy a operarme. Nadie me va a cortar los senos, aunque me infeste de cáncer. Cuando empiece el dolor de verdad, escogeré la nada, como dice tu escritor. Quiero saber si me ayudarás en ese momento." "Te ayudaré en lo que quieras", dije, y no volvimos a hablar del tema. A la siguiente semana me anunció un viaje largo. Había ocho lugares del mundo que siempre había querido conocer. Quería conocerlos ya, uno tras otro, ahora que las nociones de "mañana" y "después" se le habían reducido. Me pidió que fuera con ella. Pequé entonces de la única cosa, la única, de la que me arrepiento en mi vida: me negué a acompañarla. Tenía conferencias acordadas, algún prólogo que entregar, alguna ceremonia académica. Tenía sobre todo, pienso ahora, miedo de Carlota enferma, de la muerte que iba ya caminando en ella. Miedo de ese pensamiento obsesivo, miedo de saberla indefensa, mortal. El hecho es que se fue de viaje. Fue como si la perdiera para siempre.

»Para ese momento estaba asustado con mis pérdidas, muerto de miedo, temblando en el rincón. Me preguntaba lo que se preguntan todos los que pierden algo: ¿por qué yo? ¿Quién me acosa? Tardé años en darme la respuesta correcta: nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a ti porque les toca a todos; nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos, aunque no sea sino por el hecho de envejecer, que nos hace vulnerables y acerca paso a paso el momento de la debilidad final, la debilidad hacia la cual conspira cada minuto de nuestra vida, cada uno de nuestros actos. La juventud es igual al tamaño de la negación de la propia muerte. La vejez es igual al reconocimiento de su cercanía. Refrendé entonces mi viejo alivio no sólo de asumirme mortal sino de poder decidir el momento de mi muerte. Cada noche, en medio de mis pérdidas, me echaba en la cama a preguntarme: ¿puedes soportar este dolor o es la hora de ponerle término? Curiosamente, la certeza de que podía terminarlo todo en cualquier momento ampliaba mi capacidad de resistencia al dolor y a la pérdida, ponía las cosas más allá, me volvía en cierto sentido invulnerable. Saber que podía quitarme la vida me permitió seguir viviendo. Bajo beneficio de inventario, por decirlo así. Tenía nostalgias invencibles de María Angélica Navarro y de Ana Segovia. Cecilia me visitaba en sueños, ebria, disponible como antes, y la tenía como antes, sin los remordimientos de despertar todavía pegado a su cuerpo, diciéndome: "No te importa ella, te importas tú. Quisieras tenerla aun al precio de su vida." En los límites de aquellas pérdidas, en medio de los lamentos melancólicos por ellas, fue creciendo poco a poco, como una hierba entre las piedras, la idea, tan contraria a mi temperamento -estoico diría yo, otros dirían cobarde- de que podía hacer algo para recobrarlas. Podía no sólo penar la pérdida de mis mujeres, aceptar las decisiones adversas del destino, pagar mis errores. Podía también ganarlas de nuevo, imponer mis deseos, cobrarles algo de lo mucho que las había querido. En esas andaba, sacando fuerzas de flaqueza, rebotando luego de tocar fondo, cuando el fondo acabó de abrirse bajo mis pies. Y ese bajar al fondo fue que el marido de Regina, hasta entonces próspero, quebró de pronto, como un palo seco. Los acreedores se le vinieron encima, tuvo que dejar el país mientras su fortuna era confiscada, su casa embargada, sus cuentas bancarias congeladas. Durante un tiempo no pudo siquiera pagar los gastos de su familia. Regina era una mujer fantasiosa, irresistible en un sentido, pero económicamente inútil. Desconocía el trabajo y la autonomía, no sabía sino del reino de sus afectos y sus debilidades, a las que se entregaba con pasión de niña consentida, en busca de su propia dicha tiránica, impermeable a los mandatos de la realidad. Un viejo conocido mío del mundo abogadil fue el ejecutor del juicio contra el marido de Regina. Me acerqué a negociar con él para que dejara libre al menos una rendija de liquidez. Accedió a regañadientes y Regina pudo obtener de su marido lo necesario para no ahogarse del todo en la quiebra. Suficiente también para que su marido pudiera sacar a la familia del país y reunirse con ella fuera. "Yo no me voy", dijo Regina en un alarde. "Me ha engañado toda la vida. Me ha hecho vivir en un castillo de oropel como si fuera de oro." Mandó a sus hijos solos y, con el pretexto de seguir de cerca los azares legales del litigio, se quedó conmigo, sola en su domicilio, pero conmigo, que hice las veces de consejero legal. La situación práctica de soltería le alegró el ánimo. Era una muñeca sujeta al trato de otros que salía por un momento de su casa y jugaba a ser independiente. Jugamos aquel juego juntos hasta que la realidad nos alcanzó bajo la forma de una llamada perentoria del marido, exigiéndole que acudiera a cumplir con sus responsabilidades. "Me voy por mis hijos, no por él", dijo Regina para que me quedara claro que esta vez era a mí a quien amaba, no al otro. Igual, por tercera vez en nuestra vida, me dijo adiós con las cartas abiertas: entre los otros y yo, prefería nuevamente al otro, rechazarme era una manera de quererme, de decirme la verdad precisamente porque me quería y era impensable entre nosotros una mentira.

»E1 hecho es que Regina se fue del país, con ella salió de mi vida la última de mis mujeres. Su cosecha y su dispersión fueron como una metáfora agrícola. Un año las tuve juntas, el año siguiente las perdí. Entonces vino la soledad. Con ella vinieron también los años prolíficos, los muchos libros, hijos del vacío vital, de la cabeza sin ilusiones buscando en qué ocuparse, como el arte barroco, para no mirar de frente su vacío. El placer fue en aquellos años el refugio de los libros, un placer seco, ascético, el placer del artesano que pule obsesivamente una superficie porque hacerlo lo aísla del mundo y lo olvida de sí. En medio de aquella soledad, como en medio de mis pérdidas, siguió creciendo sin embargo la mata de la recuperación, la voluntad del regreso. Carlota fue el primer síntoma de que aquella mata, nacida como un oasis en medio del desierto, podía florecer. Volvió de su viaje bronceada y ardiente, con una mirada febril y una figura liviana, que cabía en sus tallas de los treinta años, treinta años atrás. Al final de una noche en que le confié mis pérdidas, me dijo: "Lo mío va viento en popa. Los médicos me dan un año de vida." Puse la cabeza entre sus senos y le pedí: "No te dejes morir." Dijo: "Me estoy dejando vivir lo que me toca. No quiero una vida a medias." "Te quiero viva, aunque sea a medias", le dije. "A medias me tienes ya", me dijo. "Y todo ha de completarse pronto." El fin de aquel año de las pérdidas, luego del año de la dicha mayor, empezó con la agonía de Carlota. No tuvo otros síntomas externos que una pérdida paulatina de peso. Luego vinieron los primeros dolores, no en el pecho, sino en la columna, a donde el mal se había extendido. Se rehusó a internarse. Yo traje un médico militar que dispuso lo necesario en materia de analgésicos mayores, asumió frente a Carlota que, cuando ella dijera, la ayudaría a transitar con una sobredosis como hacia el sueño de una borrachera. Contratamos enfermeras para que la atendieran noche y día. Les ordenó quitarse el uniforme y utilizar sus vestidos, de modo que parecieran sus damas de compañía, no las centinelas de su enfermedad. Yo iba a verla todas las noches y le leía hasta que conciliaba el sueño. Había tenido siempre la manía de peinarme las cejas. Ahora me las peinaba sin cesar con sus manos como si me tallara, mirándome largamente, como si quisiera memorizar lo que veía. Una de esas noches me dijo: "Aparte de la morfina, sólo me alivia del dolor recordarnos. Me toco ahí abajo, te pienso y algo vibra todavía, me consuelo. ¿Sería una perversión pedirte que me toques tú?" Inauguré entonces la hermosa y triste rutina de tocarla antes de leerle. La toqué casi todas las noches, con excitación y nostalgia, hasta el día de su tránsito. Un día llegué y la encontré exhausta, la mirada ardiente, punzante del dolor. "No va más", me dijo. "Esta tarde cité al médico para terminar esto. ¿Tienes algo que alegar?" "Tengo algo que decirte", le dije, y me puse frente a ella a decirle sin ahorrar palabra ni dulzura lo mucho que la había querido, lo mucho que la había llorado, lo mucho que temía como un niño su ausencia. Se lo dije largamente hasta que corrieron por su rostro ostensibles lágrimas de felicidad. "Hay una cosa final que quiero confesarte", me dijo. "La que quieras", contesté. "Siempre estuve celosa de tus otras mujeres. Eres el único hombre, después de aquel primero, del que estuve celosa, celosa como una idiota. ¿Fingí bien que no me importaba?" "Perfectamente", dije. "Me importaba muchísimo. Nada me fastidió tanto la vida como ser mayor que tú, no poderte hacer mi marido, tenerte en casa, darte hijos, ahuyentar a las otras, ser mantenida por ti. Todo eso. Hasta llegar a ser tu viuda y quedarme con tu dinero. No porque fuera dinero, sino porque era tuyo. Bueno, estas son mis últimas palabras para ti: Tú has sido mi gran amante y mi mejor marido", me dijo. "Trata de no ser mi viudo, por favor." "Le prometí que no sería su viudo, pero lo fui un largo rato, lo soy aún. Por momentos, la pérdida de Carlota es tan viva que parece haberse ido ayer.»