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Había habido una inspección de nuestro sector y el comandante de mi batallón me pidió que hiciera de guía de los oficiales alemanes. Los estuve acompañando varios días, y aunque los alemanes no confiaban mucho en nosotros, uno de ellos, un capitán casi tan joven como yo, simpatizó conmigo, y todo porque me gustaba Brahms, mira qué cosas pasaban en la guerra. Íbamos callados, los tres oficiales alemanes y yo, junto a un parapeto entre dos nidos de ametralladoras, en uno de esos días tranquilos en los que parecía que nada iba a moverse en el frente, y sin darme mucha cuenta yo tarareaba algo. Entonces aquel capitán empezó a tararear lo mismo que yo, pero no de cualquier manera, sino con todas sus notas, y empezó a andar más despacio, para disfrutar mejor del recuerdo de la música. Mi amigo tararea también, con la boca cerrada y los ojos entornados, y la música que enuncia puedo seguirla con más claridad que muchas de sus palabras, a pesar del ruido del restaurante, las voces y los cubiertos y los teléfonos móviles: la reconozco enseguida porque a mí también me gusta mucho, una melodía poderosa y sentimental que tiene algo de música de cine, una de esas músicas de cine que ya estaban antes de que el cine existiera. Caí en la cuenta enseguida, antes de que el alemán me lo dijera, el tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. Ahora los otros dos oficiales se habían quedado atrás señalándose el uno al otro, sin duda con reprobación, alguna deficiencia de las defensas españolas, y el capitán, a mi lado, entornaba los ojos y movía ligeramente la cabeza, y con la mano derecha parecía que dibujaba la música en el aire, el dedo índice enguantado de negro era la batuta con la que se dirigía a sí mismo, con la que me mostraba a mí las líneas onduladas de la melodía, la repetición de un tema tristísimo que parece al mismo tiempo la máxima expresión del dolor y su consuelo más misericordioso. Me contó que en la vida civil era profesor de Filosofía en un Gimnasium y que tocaba el clarinete en la orquesta de su ciudad y en un grupo de cámara. Yo mencioné entonces el quinteto para clarinete de Brahms y el alemán se emocionó hasta un extremo un poco embarazoso de amaneramiento, pero ésas no son las palabras exactas que ha dicho mi amigo: le noté de pronto, dice, que tenía pluma, como decís ahora, a pesar del uniforme y de lo alto y lo fuerte que era, me dijo que cuando tocaba ese concierto había partes en las que le costaba contener las lágrimas, en las que le faltaba el aire para seguir soplando el clarinete. Siempre era como si tocara esa música por primera vez, y cada vez era más honda, más difícil, más triste, con toda la pesadumbre de la vida de Brahms. Sólo había otro quinteto para clarinete que le gustara tanto como el de Brahms: yo lo adiviné enseguida y se lo dije, el de Mozart, y la emoción de la música recordada y de la complicidad que había establecido entre nosotros le animó a decirme, bajando un poco la voz, que también le gustaba mucho Benny Goodman, aunque en Alemania ya era imposible encontrar discos suyos. Pero entonces los otros oficiales se unieron a nosotros, y el capitán cambió de cara, se volvió tan rígido como antes, tan militar como ellos, y ya no volvió a hablarme de música, casi no me dirigió la palabra hasta que nos despedimos. Eran muy raros aquellos alemanes, dice mi amigo, uno no sabía nunca lo que se les pasaba por la cabeza, lo que estaban pensando o lo que sentían cuando se lo quedaban mirando a uno con esos ojos tan claros, con esa dedicación y esa intensidad que ponían en todo. El caso es que unas semanas más tarde el comandante de mi batallón me llamó para decirme que tenía unos días de permiso, porque los oficiales alemanes a los que yo acompañé como guía e intérprete habían quedado muy contentos conmigo y le habían pedido que me autorizara a asistir a un baile en esa ciudad de la retaguardia, Narva. En la estación me recogió el capitán aficionado a Brahms y a Benny Goodman. Me acuerdo que íbamos entrando a la ciudad por una carretera junto a un río, a la orilla de un bosque, y de que aún había algo de sol, pero ya empezaba a hacer mucho frío.

Quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban río abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde, que es la misma que había en la calle cuando hemos salido del restaurante, y los pesados abrigos grises con anchas solapas de los dos uniformes alemanes, así como la envergadura tan desigual de los dos hombres, el español un poco desmedrado, al menos por comparación con el capitán aficionado al clarinete, los dos con guantes negros, con gorras de viseras negras, con las solapas levantadas contra el frío, hablando de música, recordando pasajes tristes de Brahms y de Mozart, rápidas canciones de George Gershwin tocadas por la orquesta de Benny Goodman, que desde hacía años no sonaba en las emisoras de radio alemana.

Entonces vi algo que no he olvidado nunca. Mi amigo deja sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, bebe un sorbo de vino con uno de esos gestos vivaces y un poco furtivos a los que ya me voy acostumbrando, tan raros en un hombre de ochenta años, esa vivacidad como de tener muchas tareas por delante en la vida, cosas que aprender, libros que reseñar para las revistas especializadas de su profesión, en la que es una eminencia internacional, citas, viajes al extranjero. Se pone ahora muy serio y habla mirándome con sus ojos pequeños y como emboscados bajo las cejas blancas y las arrugas de los párpados, pero no me parece que esté viéndome, o que se encuentre del todo en el mismo lugar y en el mismo tiempo que yo, en un restaurante de Madrid, ruidoso de voces y de pitidos de teléfonos móviles. Vi venir hacia nosotros un cortejo de gente que llenaba toda la anchura del camino, hombres nada más, algunos casi niños y otros tan viejos que andaban tambaleándose y se apoyaban los unos en los otros. Iban ordenados, muy juntos pero en formación, todos callados, con las cabezas bajas, como en esos entierros que se veían antes pasar por las calles estrechas de los pueblos, y los que encabezaban la marcha sostenían algo delante de ellos, un palo horizontal como esas barreras de los puestos fronterizos, del que colgaba una maraña de alambre espinoso que debía de arañarles las piernas mientras caminaban. Se oían los pasos y el ruido del alambre al arrastrar por el suelo, y el de los fusiles de los guardias al rozar con los uniformes. El alemán y yo nos quedamos también callados y nos apartamos a un lado del camino. Había muchos hombres, no sé cuántos, algunos centenares quizás, vigilados por unos pocos soldados de las SS, y cada cinco o seis filas llevaban otras barras horizontales con alambre espinoso, me imagino para que se enredaran en él si alguien rompía la formación o intentaba escaparse. Yo nunca había visto caras tan flacas y tan pálidas, ni siquiera en los prisioneros rusos, ni aquella manera de andar que tenían esos hombres, marcando el paso pero arrastrando los pies, mirando al suelo con los hombros hundidos. Me acuerdo de un viejo con la barba larga y muy blanca, pero sobre todo de un hombre joven, que iba en la primera fila, en el centro, muy alto, amarillo, con cara de muerto, con uno de esos abrigos largos que había entonces y una gorra azul marino, como si lo estuviera viendo, igual que te veo a ti, con unas gafas de pinza, y con la cara muy oscura de barba, ni de eso me he olvidado, no porque llevara días sin afeitarse, sino porque tenía la barba muy cerrada, más oscura todavía por lo pálido que estaba. Él fue el único que levantó un poco la cabeza, aunque no mucho, y se me quedó mirando, pasaba a mi lado e iba volviéndose hacia mí, hacia mí sólo, torciendo el cuello tan largo, con la nuez muy saliente, al alemán no lo miraba. Giró la cabeza y me siguió mirando entre las cabezas hundidas de los otros, como si quisiera decirme algo sólo con los ojos, que parecían más grandes en la cara tan demacrada y tan flaca.