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Recordarás luego los titulares, la foto del canciller Hitler en un estrado de Nüremberg, gesticulando delante de una panoplia de banderas y águilas, las grandes letras que anunciaban tu destino futuro, que te atribuían una identidad de apestado, todavía ignorada para cualquiera que se cruzase contigo por esa ciudad en la que desde ahora mismo te sabes extranjero, aunque todavía no te obliguen a llevar una estrella amarilla en la solapa, o un brazalete blanco con una estrella azul. Desde ahora irás por la ciudad reconociendo a los tuyos sin que ellos lo sepan y apartando la mirada para que la vergüenza y el remordimiento no te opriman el corazón, fingiendo todavía, mientras te es posible o te está permitido, que perteneces al reino de los otros, los buenos ciudadanos arios que no tienen nada que temer y empezarán muy pronto a negarte el saludo en la escalera o a fingir que no te ven, los limpios de linaje y de sangre, fortalecidos por la convicción de la salud, seguros de que ellos están a salvo, de que no se encontrarán nunca en el número de los posibles enfermos y víctimas.

Eres Jean Améry viendo un paisaje de prados y árboles por la ventanilla del coche en el que lo llevan preso al cuartel de la Gestapo, eres Evgenia Ginzburg escuchando por última vez el ruido peculiar con que se cierra la puerta de su casa, adonde nunca va a volver, eres Margarete Buber-Neumann que ve la esfera iluminada de un reloj en la madrugada de Moscú, unos minutos antes de que la furgoneta en la que la llevan presa entre en la, oscuridad de la prisión, eres Franz Kafka descubriendo con asombro, con extrañeza, casi con alivio, que el líquido caliente que estás vomitando es sangre. Eres quien mira su normalidad perdida desde el otro lado del cristal que te separa de ella, quien entre las rendijas de las tablas de un vagón de deportados mira las últimas casas de la ciudad que creyó suya y a la que nunca volverá.

Narva

Al volver a casa he buscado en las enciclopedias ese nombre que no había oído nunca, pero que ya venía repitiendo en la imaginación durante el viaje en el taxi, y que al principio no había escuchado bien, porque mi amigo no habla muy alto y su voz se me perdía a veces en el estrépito del restaurante donde hemos ido a almorzar. Es noviembre y las tardes ya son mucho más cortas, y el horario de invierno, tan reciente todavía, trae de pronto un anochecer anticipado, un crepúsculo que casi estaba comenzando en las calles más estrechas y oscuras cuando nos hemos despedido, en la puerta del edificio donde él vive, un bloque de pisos modernos que de algún modo no concuerda con su carácter ni su edad, ni con la vida que ha llevado. Quién podría adivinar la vida de este hombre mirándolo un instante al cruzarse con él en la calle o en el portal de ese edificio anónimo, como me habría cruzado yo si no lo conociera: un viejo vigoroso, con una mirada vivísima en los ojos pequeños, pero ya algo encorvado, con el pelo muy blanco, liso, tenue, como lo tenía en su vejez Spencer Tracy, o como el de mi abuelo paterno, que también estuvo en una guerra, pero que desde luego no se marchó voluntario a ella, y tal vez no llegó a saber muy bien por qué lo llevaban, ni entendió la magnitud del cataclismo al que se vio arrastrada su vida, de la cual la mía, si me paro a pensarlo, es en parte un eco lejano.

Mi amigo tiene ochenta años, casi la edad que tenía mi abuelo paterno al morir, pero no piensa en la muerte, me dice, igual que no pensaba en ella cuando se encontraba en el frente ruso en el invierno de 1943, un alférez muy joven que iba a ser ascendido muy pronto a teniente por méritos de guerra y a ganar una Cruz de Hierro. No se piensa en la muerte cuando se tienen veinte años y a cada instante se está a punto de morir, cuando uno avanza con una pistola en la mano sobre la tierra de nadie y de golpe recibe en la cara y en el uniforme los chorros de sangre de alguien que iba a su lado y acaba de ser alcanzado por una ráfaga de ametralladora, y un instante más tarde es un despojo de vísceras tirado en el barro: no se piensa en la muerte, sino en el frío que hace, o en el rancho que tarda en llegar, o en el sueño, porque en la guerra lo peor era el frío y la falta de sueño, dice mi amigo, y toma un sorbo corto y reflexivo de vino, sentado frente a mí, más viejo que cualquiera de los comensales que hay ahora mismo en el restaurante, todos varones, uniformes en sus edades y en sus trajes de ejecutivos intermedios, alguno de ellos conversando en un inglés escaso pero desenvuelto, en ese tono demasiado alto que suele usarse en un lugar público al hablar por un teléfono móvil. Se cruzan conversaciones con la nuestra, pitidos y musiquillas de teléfonos móviles, ruidos de platos y de vasos, y yo tengo que esforzarme en no perder una parte de las palabras que me dice mi amigo, me inclino hacia él sobre la mesa, especialmente cuando dice un nombre extranjero, el de un general alemán o el de un sector ruso del frente, el nombre de esa ciudad de la que hasta ese momento yo no había sabido que existiera, una de tantas ciudades del mundo de las que uno no oirá hablar jamás, igual que tanta gente no sabe ni el nombre de mi pequeña ciudad natal, tan prolijamente real para mí, tan minuciosa en su existencia, en su censo de vivos y de muertos, de vivos a los que ya no veo casi nunca y muertos que se van quedando cada vez más atrás en el olvido, aunque de vez en cuando vuelvan de golpe a mí, como ha vuelto mi abuelo paterno, que murió hace ya catorce años.

Me acuerdo de esa sentencia de Pascal, mundos enteros nos ignoran. Y sin embargo esa ciudad extranjera va cobrando una presencia en mi imaginación que le ha concedido mi amigo al decir su nombre en un restaurante de Madrid: la primera vez que me lo dijo no le presté atención, porque me importaba más la historia que él me estaba contando, y luego volvió a decírmelo y yo no lo capté, tal vez porque lo borró un fragmento de conversación en la mesa cercana o la señal tan aguda de un teléfono móvil. Así que interrumpí su relato y volví a preguntarle el nombre de la ciudad, de la que hasta ese momento yo sólo había comprendido que se encuentra en Estonia. Pero quién puede imaginar cómo es Estonia, qué hay detrás de ese nombre, dentro de él, como en el interior de aquellas pequeñas campanas de cristal con paisajes nevados que había antes en las casas, y en las que caía la nieve cuando se las agitaba: cae la nieve también en el invierno de esa ciudad estonia, una ciudad pequeña, dice mi amigo, de provincias, junto a un río que se llama igual que ella, Narva, el río Narva, por el que bajaban grandes bloques de hielo, me dice, acordándose de pronto, y ese pormenor rescatado le permite saber que fue a principios del invierno cuando llegó a la ciudad.

Luego he vuelto a casa en un taxi, desde la soleada anchura otoñal del oeste de Madrid hasta las calles ya sombrías del centro, en las que la noche está más cerca, la noche y también el frío algo húmedo de los atardeceres de invierno, niebla y humedad y olor a bosque en el camino que discurre junto a un río que está empezando a helarse y que desemboca en el Báltico trece kilómetros más allá de la ciudad que lleva su nombre. Iba en un taxi por Madrid pero viajaba por los recuerdos y los lugares que me había relatado mi amigo, y en los diez o quince minutos de la carrera cabían tantos años lejanos como en la vida de alguien, igual que en el Madrid que yo apenas miraba por la ventanilla podía ver también la capital oscura y en ruinas a la que mi amigo volvió después de sus aventuras en la guerra de Europa, ya descreído, pero aún no desengañado del todo, guardando con pudoroso orgullo su Cruz de Hierro, que conserva todavía como un talismán de su juventud ya remota, casi improbable en la distancia.

Oía sin prestar atención las voces de la radio del taxi y la diatriba del taxista contra algo, contra el gobierno o contra el estado del tráfico, pero pensaba en ese nombre, lo paladeaba sin decirlo, me hacía el propósito de buscarlo en la Enciclopedia Británica en cuanto llegara a casa, Narva, donde mi amigo estuvo en 1943 y adonde volvió treinta años más tarde con el propósito más bien imposible de encontrar a alguien, a una mujer a quien había visto una sola vez, una noche, en un baile para oficiales alemanes al que él fue invitado porque era uno de los pocos españoles de la División Azul que hablaba alemán, y también porque le gustaba Brahms y en un cierto momento había tarareado un pasaje melódico de su tercera sinfonía: la guerra estaba hecha de casualidades así, de cadenas de azares que lo arrastraban a uno o lo salvaban, y su vida podía depender no de su grado de heroísmo, de cautela o de astucia, sino de que se inclinara para atarse una bota un segundo antes de que llegase una bala o una esquirla de metralla al punto del aire donde había estado su cabeza, o de que un compañero le cambiase el turno de una patrulla de exploración de la que no regresaría nadie vivo. Él se había salvado así muchas veces, al filo mismo de una desgracia que abatía a otros, por casualidades, por fracciones de segundo: quién sabe si al ir a esa ciudad de Estonia con un permiso de dos días no había eludido también una ocasión segura de morir, si la melodía tan querida de Brahms, uno de los nombres entonces sagrados sobre los que fundaba su amor por Alemania, no había cambiado sutilmente el curso de su vida, no sólo preservándola, sino obligándole también a que empezara a abrir los ojos, a descubrir un espanto para el que nada lo había preparado, y que le dejó una huella mucho más duradera que el vértigo insensato del coraje y el peligro.