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Qué cantidad mínima de patria, qué dosis de arraigo o de hogar necesita un ser humano, se preguntaba Jean Améry, acordándose de su huida de Austria en 1938, tal vez en la noche del 15 de marzo, en el expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga, de su viaje atribulado y clandestino a través de las fronteras de Europa hasta el refugio provisional de Amberes, donde conoció la incertidumbre absoluta de los judíos desterrados, la hostilidad del nativo hacia los extranjeros, las humillaciones de la policía y de los funcionarios que examinan papeles y atribuyen o niegan permisos y hacen volver al día siguiente y al otro y miran al refugiado como a un sospechoso de un delito, el más grave de todos, que es el de haber sido despojado de la nacionalidad que uno creía inalienablemente suya y no ser aceptado por completo en ninguna otra parte. Uno necesita al menos una casa en la que sentirse seguro, dice Améry, una habitación de la que no puedan echarlo con malos modos en medio de la noche, de la que no deba huir a toda prisa al oír pasos en las escaleras y silbatos de la policía.

Eres quien ha vivido siempre en la misma casa y en la misma habitación y recorrido las mismas calles camino de la oficina en la que permaneces de ocho a tres todos los días de lunes a viernes y también eres quien huye sin sosiego y no encuentra amparo en ninguna parte, quien atraviesa fronteras de noche por sendas de contrabandistas, quien viaja con papeles falsos o dudosos en un tren y permanece insomne mientras los demás pasajeros duermen ruidosamente a tu lado, temiendo que los pasos que se acercan por el corredor sean los de un policía, calculando el tiempo que falta para llegar a la frontera, para que los hombres de uniforme que estudien tus papeles te indiquen con un gesto que te quedes a un lado, y entonces los otros viajeros, los que llevan pasaportes en regla y no temen nada, te mirarán con caras de sospecha, y también de alivio, porque el infortunio que ha caído sobre ti los deja indemnes a ellos, que empiezan a ver en tu cara los síntomas de la culpa, del delito, de la diferencia, que es aún más letal por no ser perceptible a simple vista, y por ser independiente de la voluntad y de los actos de uno, una marca que no se ve y sin embargo no puede borrarse, una mancha indeleble que no está en la cara ni en la presencia exterior, sino en la sangre, la sangre del judío o la del enfermo, la de quien sabe que será expulsado si se descubre su condición. Encerrado en su cuarto de enfermo, en un sanatorio para tuberculosos, Franz Kafka recuerda los comentarios antisemitas que ha hecho otro enfermo en la mesa del comedor y escribe una carta acuciado por el insomnio y la fiebre: La situación insegura de los judíos, inseguros en sí mismos, inseguros entre los hombres, explica perfectamente que crean que sólo se les permite poseer lo que aferran en las manos o entre los dientes, que además sólo esa posesión de lo que está al alcance de sus manos les da algún derecho a la vida, y que lo que alguna vez han perdido no lo recuperarán jamás, se aleja tranquilamente de ellos para siempre.

En la habitación de un hotel de Port Bou Walter Benjamín se quitó la vida porque ya no le quedaba otro camino por el que seguir huyendo de sus perseguidores alemanes. A Jean Améry, cuando lo detuvo la Gestapo, cuando fue interrogado y torturado luego por las SS, se le atribuían dos identidades posibles de enemigo y de víctima: podía ser un alemán, desertor del ejército, y en ese caso lo fusilarían por traidor después de un consejo de guerra; podía ser un judío, y entonces sería enviado a un campo de exterminio. A Jean Améry lo habían detenido en Bruselas, donde él y su pequeño grupo de resistentes de lengua alemana imprimían octavillas y las tiraban de noche en las proximidades de los cuarteles de la Wehrmacht, jugándose la vida a cambio de la fútil esperanza de que a algún soldado alemán se le removiera la conciencia al leerlas. A Jean Améry, que entonces se llamaba Hans Mayer, lo detuvieron en mayo de 1943. A Primo Levi sólo unos meses más tarde, armado con su pequeña pistola que no sabía manejar, no más dañina para el III Reich que las octavillas de Améry. Ninguno de los dos había profesado el judaísmo, y Primo Levi se consideraba sobre todo italiano, igual que Améry nunca pensó hasta 1935 que él fuera otra cosa que un austriaco. Pero los dos, al ser detenidos, al ser confrontados con la elección de una identidad, eligieron declararse judíos, unirse al número de las víctimas absolutas, los que eran condenados no por sus actos ni por sus palabras, no por profesar una religión o una ideología, no por arrojar octavillas que no iban a influir sobre nadie ni por echarse al monte sin ropas ni calzado de invierno y sin más armas que una pistolilla ridícula, sino por el simple hecho de haber nacido.

Eres quien desde la mañana del 19 de septiembre de 1941 tiene que salir a la calle llevando bien visible sobre el pecho una estrella de David impresa en negro sobre un rectángulo amarillo, igual que los judíos en las ciudades medievales, pero ahora con todo tipo de precisiones reglamentarias sobre su tamaño y disposición, minuciosamente explicadas en el correspondiente decreto, que también prevé las sanciones para quien salga sin la estrella o intente disimularla, tapándola, por ejemplo, con una carpeta o con los paquetes de la compra, o incluso con el brazo que sostiene un paraguas. En el gueto de Varsovia, la estrella era azul, y el brazalete blanco.

Eres cualquiera y no eres nadie, quien tú inventas o recuerdas y quien inventan y recuerdan otros, los que te conocieron hace tiempo, en otra ciudad y en otra vida, y se quedaron de ti como una imagen congelada de quien eras entonces, una de esas fotos olvidadas que a uno le extrañan y hasta le repelen cuando vuelve a verlas al cabo de los años. Eres quien imaginaba porvenires quiméricos que ahora te parecen pueriles, y quien amó tanto a mujeres de las que ahora ni te acuerdas, y quien te avergüenzas de haber sido, quien fuiste a veces sin que lo supiera nadie. Eres lo que otros, ahora mismo, en alguna parte, cuentan de ti, y lo que alguien que no te ha conocido cuenta que le han contado, y lo que alguien que te odia imagina que eres. Cambias de habitación, de ciudad, de vida, pero hay sombras y dobles tuyos que siguen habitando en los lugares de los que te marchaste, que no han dejado de existir porque tú ya no estés en ellos. De niño corrías por la calle imaginando que cabalgabas, y eras al mismo tiempo el jinete que espolea al caballo con gritos de vaquero de película y el caballo que corre al galope, y también el niño que veía esa cabalgada en una película, y el que al día siguiente se la cuenta con fervor a sus amigos que no fueron a verla al cine de verano, y el que escucha a otro contar historias o películas, con la mirada atenta y las pupilas brillantes, el que pide un cuento más para que su madre no se vaya y apague la luz, el que termina de contarle un cuento a su hijo y ve en su mirada, reconociéndose en ella, todo el entusiasmo nervioso de la imaginación, las ganas de seguir escuchando, de que no se quede en silencio la voz afectuosa que cuenta ni se haga la oscuridad en la habitación rápidamente invadida por las sombras del miedo.

Cambias de vida, de habitación, de cara, de ciudad, de amor, pero aun despojándote de todo queda algo que permanece siempre, que está en ti desde que tienes memoria y mucho antes de alcanzar el uso de razón, el núcleo o la médula de lo que eres, de lo que nunca se ha apagado, no una convicción ni un deseo, sino un sentimiento, a veces amortiguado, como una brasa oculta bajo las cenizas del fuego de la noche anterior, pero casi siempre muy agudo, latiendo en tus actos y tiñendo las cosas de una duradera lejanía: eres el sentimiento del desarraigo y de la extrañeza, de no estar del todo en ninguna parte, de no compartir las certidumbres de pertenencia que en otros parecen tan naturales o tan fáciles, la seguridad con que muchos de ellos se acomodan o poseen, o se dejan acomodar o poseer, o dan por supuesta la firmeza del suelo que pisan, la solidez de sus ideas, la duración futura de sus vidas. Eres siempre un huésped que no está seguro de haber sido invitado, un inquilino que teme que lo expulsen, un extranjero al que le falta algún papel para regularizar su situación, un niño gordito y apocado entre los fuertes y los brutos del patio de la escuela, el lento de los pies planos entre los soldados del cuartel, el afeminado y retraído entre los agresivamente machos, el alumno modelo que se muere por dentro de soledad y vergüenza y quisiera ser uno de esos réprobos de la clase que se burlan de él, el padre de familia embalsamado de tedio y rencor conyugal que mira de soslayo a las mujeres mientras pasea del brazo de la suya un domingo por la tarde, por una calle de su ciudad de provincia, el empleado interino que no acaba de lograr un contrato fijo, el negro o el marroquí que salta a una playa de Cádiz desde una barca clandestina y se interna de noche en un país desconocido, empapado, muerto de frío, huyendo de los faros y las linternas de los guardias civiles, el republicano español que cruza la frontera de Francia en enero o febrero de 1939 y es tratado como un perro o como un apestado y enviado a un campo de concentración, a la orilla hosca del mar, encerrado en una geometría siniestra de barracones y alambradas, la geometría y la geografía natural de Europa en esos años, desde las playas infames de Argelès-sur-Mer donde se hacinan como ganado los republicanos españoles hasta los últimos confines de Siberia, de donde regresó viva Margarete Buber-Neumann para ser enviada no a la libertad sino al campo alemán de Ravensbrück.