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Seguirían escuchando el ruido multiplicado y monótono de los pasos cuando la columna de prisioneros los dejó poco a poco atrás, confundido con el rumor de la corriente del río. Los dos hombres se quedaron en silencio, el capitán alemán y el español recién ascendido a teniente, los dos agrandados e igualados por los abrigos grises y las gorras de plato con viseras negras que les velaban los ojos. Ya habría desaparecido la luz del sol y el frío se habría hecho más intenso y más húmedo, y en el interior del bosque, más allá del camino, la noche ya estaría avanzando, como en el fondo de algunos callejones del centro de Madrid cuando todavía hay sol en las ventanas de los edificios más altos, en el azul puro y helado de noviembre.

Mi amigo, intrigado por lo que había visto, le preguntó al alemán quiénes eran aquellos hombres, y el otro le pareció a la vez asombrado y divertido, asombrado de su ignorancia, divertido por su ingenuidad de oficial joven, casi recién llegado a la guerra, de rudo español aún no del todo digno de ser admitido en la superior fraternidad alemana a pesar de la pureza de su acento, de su valor en el frente y de su devoción por Brahms: ¡Juden!, recuerda mi amigo que le dijo el alemán, y que al pronunciar esa palabra su cara adquirió durante unos segundos una expresión inusitada, como si le hiciera participar de un secreto picante, de una broma de repente cuartelaria y grosera. Oigo ahora repetida esa palabra, Juden, y mi amigo imita el tono y el gesto de sarcasmo y desprecio del alemán, que le dio un codazo y le guiñó un ojo, equívoco otra vez, igual que cuando rememoraba aquella melodía de Brahms como rozándola con las yemas de los dedos, pero ahora chabacano, desconocido, regocijándose en una baja comicidad de borrachera o burdel.

Yo no sabía nada entonces, pero lo peor de todo era que me negaba a saber, que no veía lo que estaba delante de mis ojos. Yo me había alistado en la División Azul porque creía fanáticamente en todo aquello que noscontaban, no quiero ocultarlo ni quiero disculparme, creía que Alemania era la civilización, y Rusia la barbarie, las estepas de Asia de las que habían venido durante siglos todos los invasores salvajes de Europa. Ortega lo había dicho: Alemania era Occidente, y nosotros nos lo creíamos porque él lo decía. Alemania era la música que a mí me emocionaba, el alemán era el idioma de la poesía y de la filosofía, del derecho y de la ciencia. No sabes con qué pasión había estudiado yoalemán en Madrid, antes de nuestra guerra, qué vanidoso me ponía cuando los alemanes para los que hacía de intérprete en Rusia elogiaban mi acento. Pero esa palabra alemana, dicha en ese tono, Juden, fue como un chirrido desagradable, el aviso de algo que yo me había negado a escuchar hasta entonces, aunque seguramente lo habría oído muchas veces, ya te digo que no quiero disculparme, que no puedo decir lo que dijeron luego muchos, que no sabían, que nollegaron a enterarse de nada. No sabíamos porque no estábamos dispuestos a saber. Pero aunque yo hubiera podido olvidarme del modo en que el oficial alemán dijo Juden y de la cara de aquel hombre con gafas que torcía el cuello para seguir mirándome en el camino de Narva, ya no tenía la posibilidad de seguir siendo inocente, o creyéndome inocente. Uno puede empeñarse y lograr no saber, puede cerrar los ojos y no querer abrirlos, pero una vez que los abre, lo que sus ojos han visto ya no puede borrarlo, no puede dar marcha atrás al tiempo y hacer como que no existe lo que ya ha escuchado.

Fue primero esa palabra, Juden. Pero luego, al cabo de menos de dos horas, encontré a aquella mujer en el baile, una pelirroja guapísima, con los ojos verdes, entró en el salón lleno de gente, de ruido, de música, y la distinguió enseguida tan nítidamente como si no hubiera nadie más, y en la primera mirada que cruzó con ella supo que no era alemana, del mismo modo que ella adivinó a pesar del uniforme que él no se parecía nada a los otros militares, que no miraba ni caminaba como ellos. La ciudad estaría a oscuras, sin luces casi en las esquinas, una ciudad báltica en el invierno de la guerra, ocupada por el ejército alemán, sometida al toque de queda, cruzada por un río que empezará a helarse muy pronto, y del que sube una niebla que humedece los adoquines y los raíles de los tranvías y se vuelve más densa en la luz de los faros de los automóviles militares.

Pero mi amigo no me cuenta cómo era el lugar donde se celebraba el baile, y yo, sin preguntarle, me lo voy imaginando mientras le escucho hablar, quizás como uno de esos edificios oficiales que he visto en los países nórdicos, columnas blancas y estucos de un amarillo pálido: una plaza empedrada, con los adoquines brillantes por la humedad de la noche, atravesada por raíles y cables de tranvías, y al fondo esa mansión particular requisada o ese edificio público que es el único donde están iluminadas las ventanas, y del que la música irradia hacia la plaza con el mismo brillo inusitado de la luz eléctrica en las grandes arañas barrocas del salón de baile. Luz repentina y cegadora en la ciudad a oscuras, música en el silencio atemorizado de las calles.

Viniendo del frente, aquel lugar tendría una resplandeciente irrealidad como de espejismo cinematográfico, la rareza de una olvidada normalidad civil que sigue existiendo aunque el soldado apenas sepa recordarla. Pero mi amigo sigue contando tan ajeno a esa clase de detalles como al sabor de la comida que picotea sin hacerle caso o a las carcajadas de los ejecutivos bancarios que en la mesa de al lado festejan a alguien o brindan en español y en inglés por el éxito de una operación financiera. Lo borra todo, el salón de baile de 1943 y el restaurante de ahora mismo, el sonido de la orquesta y el de los teléfonos móviles, el brillo de los correajes en los uniformes alemanes y el crujido de las botas negras sobre el parquet reluciente, los taconazos de los saludos, el apocamiento que debió de sentir al encontrarse entre tantos desconocidos, casi todos militares de más rango que él. Lo único que queda en su relato es la figura de la mujer con la que estuvo bailando, y que ni siquiera tiene nombre en el recuerdo, o quizás mi amigo lo ha dicho y yo no he llegado a escucharlo, y ahora tengo la tentación de inventarle uno, Gerda o Grete, o Anicka, Anicka se llamaba una mujer que fue amiga en el campo de exterminio de Milena Jesenska.

Me fijé en ella nada más entrar en el salón. Había oficiales del ejército y de las SS, uniformes azules de la Luftwaffe. Entre todos aquellos militares el único que no era alemán era yo. Quizás por eso la mujer se me quedó mirando en cuanto pasé cerca de ella, igual que yo noté enseguida que ella no era alemana. Una pelirroja alta, con un vestido escotado, de una tela muy ligera, con medias de seda, con un perfume en el pelo y en la piel que me gustaría oler de nuevo antes de morirme. Tú eres muy joven todavía y no sabes que hay cosas que no borra el tiempo. Cuánto ha pasado, mi amigo calcula mentalmente, abstraído, con la sonrisa atrapada en un recuerdo cuya dulzura no pueden transmitir las palabras: cincuenta y seis años, y era noviembre, igual que ahora, y conserva intacta la sensación de abrazar su cintura notando bajo la tela la firmeza suave de un cuerpo más deseable aún después de tanto tiempo sin mujeres.

Estaba de pie, muy seria, junto a un hombre corpulento, vestido de civil, con un ostentoso traje a rayas, y por el modo en que se hablaban sin mirarse los dos tenían un cansino aire conyugal. Mi amigo no me explica si le costó vencer la timidez, si bailó con otras mujeres antes de acercarse a ella, y como no está inventando una historia no tiene necesidad de episodios intermedios, de decirme qué había sido del capitán que iba con él. Ahora mismo, en su memoria, él está a solas con la mujer pelirroja, como contra un fondo negro, y la mujer ni siquiera tiene nombre, porque mi amigo lo ha olvidado o porque yo no lo he entendido, y no quiero atribuirle uno, el de alguna mujer que tuviera un destino idéntico al que seguramente le esperaba a ella.