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El guía o vigilante soviético miraba ostensiblemente el reloj y ponía cara de disgusto, le recordaba que tenían que volver enseguida a la estación, que no podían perder el tren de regreso a Leningrado, pero él seguía caminando sin hacerle caso, dejándolo unos pasos atrás, rápido y un poco encorvado, como andaba cuando hemos salido del restaurante, mirándolo todo con sus ojos pequeños y sagaces, conmovido por la súbita irrealidad del tiempo, porque habían pasado treinta años y de pronto, al doblar una esquina, reconoció sin incertidumbre la plaza adoquinada y el palacio donde se celebraba el baile, los raíles de los tranvías, que tenían la misma sucia decrepitud de la fachada del palacio, según el guía la sede de los sindicatos estonios. No recordaba tantos cables colgando de un lado a otro de la plaza, y desde luego no podría haber recordado la estatua gigante de Lenin que había en el centro, en torno a la cual giraban los tranvías con sobresaltos de chatarra. Pero percibía el filo helado y húmedo del aire, el olor del río que no debía de estar muy lejos, mezclado a ese olor general de col hervida y gasolina mal quemada que le pareció el olor indeleble de la Unión Soviética. Era verdad que el tiempo no existía: escuchaba los pasos de cientos de hombres sobre la tierra apisonada de un camino y el roce de las puntas del alambre espinoso, y una cara flaca y muy pálida se volvía hacia él, una mirada lo interpelaba de nuevo tras los cristales de unas gafas de pinza, alejándose muy poco a poco en el camino y en la lejanía de los años, en la distancia invencible entre los que murieron y los que se salvaron, los que ahora estaban bajo la tierra y los que caminaban sobre ella con la ligereza frívola de quienes no saben que a cualquier parte que vayan están pisando fosas comunes y sepulturas sin nombre.

Qué raro estar de pie en la parada de tranvías, enfrente del palacio, y verse a uno mismo tal como era treinta años atrás: porque no es que me acordara, dice mi amigo, literalmente me veía, como ves por sorpresa en la calle a alguien y te cuesta reconocerlo porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Era como estar viendo a otro, tan joven, tan distinto a mí, un teniente de veintitrés años con uniforme alemán, y saber sin embargo que ese desconocido era yo mismo, porque yo podía sentir lo que él sentía en aquel momento, la excitación y el miedo de la espera, el temor a que apareciese su amigo el capitán y recelara de él o simplemente le dijera que tenía que acompañarlo al cuartel donde pasarían la noche. Porque antes de apartarse de él para bailar con un comandante de las SS ella le había dicho que dejara pasar una media hora y que la esperase al otro lado de la plaza, bajo la marquesina de la parada de tranvías. La vio alejarse entre las parejas que bailaban, abrazada ahora al hombre de uniforme negro que era más alto que ella, volviendo con disimulo la cabeza para buscarlo a él mientras le hablaba al otro. Tenía que darle tiempo a que halagara un poco a algunos amigos de su amante, que no había dejado de observarla y de vez en cuando le hacía signos secos y precisos, a que se despidiera de él diciéndole que no le hacía falta que la acompañara nadie a casa, porque vivía no muy lejos de allí, a dos paradas de tranvía. No te dejaré sola ni un momento, le había dicho él, no con temeridad, sino con la misma ausencia de incertidumbre y de miedo con que saltaba a veces sobre una trinchera sintiéndose inmune a las balas, exaltado y ligero, con una pistola en la mano, ronco de gritar órdenes a los soldados que avanzaban tras él, pisando el barro y las marañas de alambre y los bultos de cadáveres tirados en la tierra de nadie. No pienso dejarte sola, volvió a decirle, cuando ya la pieza que bailaban había terminado y ella intentaba desprenderse de él, porque el comandante de las SS esperaba su turno. Si quieres ayudarme haz lo que te he dicho, le pidió ella, mirándolo con una desesperación que le dilataba las pupilas, con anticipada lejanía, y sonriéndole enseguida al oficial alemán, que un momento antes de tomarla en sus brazos le hizo a mi amigo una educada inclinación de cabeza.

Treinta años después se vio de nuevo, desde el otro lado de la plaza, vio su propia figura solitaria junto a la parada de los tranvías y la claridad que proyectaban, sobre los adoquines humedecidos por la niebla, los ventanales del palacio donde seguía celebrándose el baile, y escuchó muy debilitada la música de la orquesta, y los pisotones que él mismo daba queriendo calentarse los pies, y que repetía el eco en el ancho espacio desierto. Era al mismo tiempo el teniente joven que contaba los minutos sobresaltándose de ilusión y desengaño cada vez que se abría la puerta del palacio y el hombre de cincuenta y tantos años que lo veía esperar, y sentía la impaciencia gradualmente angustiosa de quien no sabe lo que va a suceder el próximo minuto y la piedad melancólica de verlo todo en el pasado, de saber que el hombre joven continuará esperando más de una hora, a cada minuto más aterido y desolado, y volverá al salón de baile en busca de la mujer pelirroja, y ya no la verá, ni a ella ni al protector con el ampuloso traje negro, el único civil entre tantos uniformes, ni tampoco al comandante de las SS que se inclinó tan ceremonioso ante él cuando se la arrebataba. La estuvo buscando en la pista de baile, y luego en una sala donde se servían bebidas y canapés, y recorrió pasillos en los que no había nadie y salones y bibliotecas iluminados por grandes arañas de cristal.

Y ya no la vi más, dice, haciendo un gesto con las dos manos alzadas, como para indicar algo que se deshace en el aire. Se le ocurrió que tal vez había salido sin que él la viera y ahora lo estaba esperando en la parada del tranvía, y que si no se daba prisa ella iba a cansarse y se marcharía, y ya no le sería posible averiguar su dirección. Pero en el vestíbulo se encontró al capitán con el que había venido, que llevaba buscándolo mucho rato, le dijo, se había hecho muy tarde y tenían que marcharse al cuartel.

Ya no hay conversaciones ni teléfonos móviles a nuestro alrededor. Sin darnos cuenta nos hemos quedado los últimos en el restaurante. Un camarero le ayuda a mi amigo a ponerse el chaquetón azul marino, que le acentúa el gesto abrumado de los hombros. Viéndolo caminar delante de mí hacia la salida me acuerdo de lo que he olvidado mientras le escuchaba, que es un hombre de ochenta años. En la calle nos sorprende una luz rubia y prematura de atardecer, un punto tenue de humedad en el aire. Mí amigo se ofrece a llevarme a casa en el coche. Todavía disfruto mucho conduciendo, aunque de vez en cuando algún bruto de ésos se mete conmigo al verme tan viejo. «Anda, viejo, y vete a que te amortajen», me dijo el otro día uno en un semáforo. Yo le pregunté, «¿a que me amortajen vivo o muerto?», y el tío se puso colorado, subió la ventanilla y me adelantó con un acelerón. Las creencias son muy dañinas, si lo sabré yo, pero el problema es la especie, la nuestra. Somos primates agresivos, mucho más peligrosos que los gorilas o los chimpancés, llevamos la crueldad y el ansia de dominación en el cerebro, por no hablar de esa parte más antigua que es la de nuestros antepasados los reptiles. Todo está en Darwin, para nuestra desgracia. Y no me cuentes esa teoría de ahora, que para la evolución de la especie ha sido más útil el instinto de cooperación que la lucha por la vida y la supervivencia de los fuertes. Cooperan unos primates para aplastar a otros, y el que se queda fuera está condenado. Mira lo bien que cooperaban entre sí los nazis, y los comunistas, cuántos millones y millones de muertos han dejado unos y otros. Pero no sólo ellos, piensa en Bosnia, o en Ruanda, hace nada, ayer mismo, un millón de personas asesinadas en unos pocos meses, y no con los adelantos técnicos que tenían los alemanes, sino a machetazos y a palos. Quién sabe qué horrores estarán pasando en este mismo momento, mientras tú y yo charlamos. Yo ya no duermo mucho por las noches, me despierto y me quedo en la oscuridad esperando el amanecer, y entonces me acuerdo de todos los muertos que yo he visto, los que eran amigos míos o los desconocidos, todos los muertos que se quedaban pudriéndose en la tierra de nadie, entre nuestras líneas y las posiciones de los rusos, los muertos que veíamos en las cunetas de las carreteras según nos íbamos acercando al frente, o amontonados en camiones, tiesos por el frío. Es una pura casualidad que yo no fuese uno de ellos, y cuando estoy acostado, a oscuras, sabiendo que no me voy a dormir, sin ganas de encender la luz y coger un libro, me parece que los veo a todos, uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que les olviden, y que se pierda del todo lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que algunos de vosotros repitáis lo que os hemos contado.