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– Buenos días -murmuró él y rápidamente la desnudó y empujó hacia las sábanas donde dos formas femeninas la recibieron, ávidas.

– Ya te explicaré, corazón -Landa se desprendió de su hija, se volvió hacia él-. Pase, Bermúdez. Llama a Chiclayo y tranquiliza a tu madre, Cristina, dile que estoy bien. Que no nos moleste nadie. Asiento, Bermúdez.

– Le voy a hablar con toda sinceridad, senador -dijo él-. Haga usted lo mismo y así ganaremos tiempo los dos.

– La recomendación está demás -dijo Landa-. Yo no miento nunca.

– El general Espina fue detenido, todos los oficiales que le habían prometido ayuda se han reconciliado con el régimen -dijo él-. No queremos que esto trascienda, senador. Concretamente, vengo a proponerle que reafirme su lealtad al régimen y que mantenga su, posición de líder parlamentario. En dos palabras, que se olvide de lo que ha ocurrido.

– Primero tengo que saber qué ha ocurrido -dijo Landa; tenía las manos en las rodillas, permanecía absolutamente inmóvil.

– Usted está cansado, yo estoy cansado -murmuró él-. ¿No podemos ganar tiempo, senador?

– Saber de qué se me acusa, primero -repitió Landa, secamente.

– De haber servido de enlace entre Espina y los jefes de las guarniciones comprometidas -dijo él con un dejo resignado-. De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en "Olave” a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos.

Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas. Todas las pruebas que usted quiera. Pero ya no se trata de eso. No queremos explicaciones. El Presidente está dispuesto a olvidar todo esto.

– Se trata de no tener en el Senado a un enemigo que conoce al régimen en cuerpo y alma -murmuró Landa. mirándolo fijamente a los ojos.

– Se trata de no quebrar la mayoría parlamentaria -dijo él-. Además, su prestigio, su nombre y sus influencias son necesarias al régimen. Sólo hace falta que usted acepte, senador, y no ha pasado nada.

– ¿Y si me niego a seguir colaborando? -murmuró Landa en voz casi inaudible.

– Tendría usted que salir del país -dijo él con un gesto contrariado-. Tampoco necesito recordarle que usted tiene muchos intereses relacionados con el Estado, senador.

– Primero el atropello, después el chantaje -dijo Landa-. Reconozco sus métodos, Bermúdez.

– Usted es un político experimentado y un buen jugador, sabe de sobra lo que le conviene -dijo él, con calma-. No perdamos tiempo, senador.

– ¿Cuál va a ser la situación de los detenidos? -murmuró Landa-. No los militares, que, por lo visto, arreglaron bien sus cosas. Los otros.

– El régimen tiene consideración especial con usted, porque le debemos servicios -dijo él-. Ferro y los demás deben al régimen todo lo que son. Se estudiarán los antecedentes de cada uno y según eso se tomarán medidas.

– ¿Qué clase de medidas? -dijo el senador-. Esa gente confió en mí como yo confié en esos generales.

– Medidas preventivas, no queremos encarnizarnos contra nadie -dijo él-. Quedarán detenidos por un tiempo, algunos serán desterrados. Ya ve, nada muy serio. Todo dependerá, por supuesto, de la actitud suya.

– Hay algo más -vaciló apenas el senador-. Es decir…

– ¿Zavala? -dijo él y vio a Landa pestañear, varias veces-. No está detenido y si usted se aviene a colaborar, él tampoco será molestado. Esta mañana conversé con él y está ansioso por reconciliarse con el régimen. Debe estar en su casa ahora. Hable usted con él, senador.

– No puedo darle una respuesta ahora -dijo Landa, luego de unos segundos-. Deme algunas horas, para reflexionar.

– Todas las que usted quiera -dijo él, levantándose-. Lo llamaré esta noche, o mañana, si prefiere.

– ¿Sus soplones me van a dejar en paz hasta entonces? -dijo Landa, abriendo la puerta del jardín.

– No está usted detenido, ni siquiera vigilado; puede ir donde quiera, hablar con quien quiera. Hasta luego, senador. -Salió y cruzó el jardín, sintiéndolas a su alrededor, elásticas y fragantes, yendo y viniendo y volviendo entre las matas de flores, rápidas y húmedas bajo los arbustos-. Ludovico, Hipólito, despierten; a la Prefectura, rápido. Quiero que me controle las llamadas de Landa, Lozano.

– No se preocupe, don Cayo -dijo Lozano, alcanzándole una silla-. Tengo un patrullero y tres agentes ahí. El teléfono está intervenido hace dos semanas.

– Consígame un vaso de agua, por favor -dijo él-. Tengo que tomar una pastilla.

– El Prefecto le preparó este resumen sobre la situación en Lima -dijo Lozano-. No, no hay ninguna noticia de Velarde. Debe haber cruzado la frontera. Uno solo de cuarenta y seis, don Cayo. Todos los otros fueron detenidos, y sin incidentes.

– Hay que mantenerlos incomunicados, aquí y en provincias -dijo él-. En cualquier momento van a comenzar las llamadas de los padrinos. Ministros, diputados.

– Ya comenzaron, don Cayo -dijo Lozano-. Acaba de llamar el senador Arévalo. Quería ver al doctor Ferro. Le dije que nadie podía verlo sin autorización de usted.

– Sí, échemelos a mí -bostezó él-. Ferro tiene amarrada a mucha gente y van a mover cielo y tierra para sacarlo.

– Su mujer se presentó aquí esta mañana -dijo Lozano-. De armas tomar. Amenazando con el Presidente, con los Ministros. Una señora muy guapa, don Cayo.

– Ni sabía que Ferrito era casado -dijo él-. ¿Muy guapa, ah sí? La tendría escondida por eso.

– Se lo nota agotado, don Cayo -dijo Lozano-. Por qué no va a descansar un rato. No creo que haya nada importante hoy.

– ¿Se acuerda hace tres años, cuando los rumores sobre el levantamiento en Juliaca? -dijo él-. Nos pasamos cuatro noches sin dormir y como si nada. Estoy envejeciendo, Lozano.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -y el rostro expeditivo y servicial de Lozano se endulzó-. Sobre los rumores que corren. Que habrá cambio de gabinete, que usted subirá a Gobierno. No necesito decirle lo bien que ha caído esa noticia en el cuerpo, don Cayo.

– No creo que le convenga al Presidente que yo sea Ministro -dijo él-. Voy a tratar de desanimarlo. Pero si él se empeña, no tendré más remedio que aceptar.

– Sería magnífico -sonrió Lozano-. Usted ha visto qué falta de coordinación ha habido a veces por la poca experiencia de los Ministros. Con el general Espina, con el doctor Arbeláez. Con usted será otra cosa, don Cayo.

– Bueno, voy a descansar un rato a San Miguel -dijo él-. ¿Quiere llamar a Alcibíades y decírselo? Que me despierte sólo si hay algo muy urgente.

– Perdón, me quedé dormido otra vez -balbuceó Ludovico, sacudiendo a Hipólito-. ¿A San Miguel? Sí, don Cayo.

– Váyanse a descansar y recójanme aquí a las siete de la noche -dijo él-. ¿La señora está en el baño?

– Sí, prepárame algo de comer, Símula. Hola, chola. Voy a dormir un rato. Estoy en ayunas hace veinticuatro horas.

– Tienes una cara espantosa -se rió Hortensia-. ¿Te portaste bien anoche?

– Te engañé con el Ministro de Guerra -murmuró él, escuchando en sus oídos un zumbido tenaz y secreto, contando los latidos desiguales de su corazón-. Que me traigan algo de comer de una vez, estoy cayéndome de sueño.

– Deja que te arregle la cama -Hortensia sacudía las sábanas, cerraba la cortina y él sintió como si se deslizara por una pendiente rocosa, y a lo lejos, percibía bultos moviéndose en la oscuridad; siguió resbalando, hundiéndose, y de pronto se sintió agredido, brutalmente extraído de ese refugio ciego y denso-. Hace cinco minutos que te grito, Cayo. De la Prefectura, dicen que es urgente.

– El senador Landa está en la embajada argentina desde hace media hora, don Cayo -sentía agujas en las pupilas, la voz de Lozano martillaba cruelmente en sus oídos-. Entró por una puerta de servicio. Los agentes no sabían que daba a la Embajada. Lo siento mucho, don Cayo.

– Quiere escándalo, quiere vengarse de la humillación -lentamente recuperaba la noción de sus sentidos, de sus miembros, pero su voz le parecía la de otro-. Que su gente siga ahí, Lozano. Si sale, deténgalo y que lo lleven a la Prefectura. Si Zavala sale de su casa, deténgalo también. ¿Aló, Alcibíades? Localíceme cuanto antes al doctor Lora, doctorcito, me precisa verlo ahora mismo. Dígale que llegaré a su oficina dentro de media hora.