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– No deje entrar a nadie a casa de Landa, salvo a Zavala, Lozano -dijo él-. ¿Estaba usted durmiendo, don Fermín? Siento despertarlo, pero es urgente. Landa no quiere llegar a un acuerdo con nosotros y nos está creando dificultades. Necesitamos convencer al senador que se calle la boca. ¿Se da cuenta lo que voy a pedirle, don Fermín?

– Claro que me doy cuenta -dijo don Fermín.

– Han comenzado a correr rumores en el extranjero y no queremos que prosperen -dijo él-. Hemos llegado a un entendimiento con Espina, sólo falta hacer entrar en razón al senador. Usted puede ayudarnos, don Fermín.

– Landa puede darse el lujo de hacer desplantes -dijo don Fermín-. Su dinero no depende del Gobierno.

– Pero el suyo sí -dijo él-. Ya ve, la cosa es urgente y tengo Que hablarle así. ¿Le basta que me comprometa a que todos sus contratos con el Estado sean respetados?

– ¿Qué garantía tengo de que esa promesa se va a cumplir? -dijo don Fermín.

– En este momento, sólo mi palabra -dijo él-. Ahora no puedo darle otra garantía.

– Está bien, acepto su palabra -dijo don Fermín- Voy a hablar con Landa. Si sus soplones me dejan salir de mi casa.

– Acaba de llegar el general Pinto, don Cayo -dijo el mayor Tijero.

– Espina se ha mostrado bastante racional, Cayo -dijo Paredes-. Pero el precio es alto. Dudo que el Presidente acepte.

– La Embajada en España -dijo el general Pinto-. Dice que en su condición de general y de ex ministro, la Agregaduría militar en Londres sería rebajarlo de categoría.

– Nada más que eso -dijo el general Llerena-. La Embajada en España.

– Está vacante y quién mejor que Espina para ocuparla -dijo él-. Hará un excelente papel. Estoy seguro que el doctor Lora estará de acuerdo.

– Lindo premio por haber intentado poner al país a sangre y. fuego -dijo el general Llerena.

– Qué mejor desmentido para las noticias que corren que publicar mañana el nombramiento de Espina como Embajador en España? -dijo él.

– Si usted permite, yo pienso lo mismo, General -dijo el general Pinto-. Espina ha puesto esa condición y no aceptará otra. La alternativa sería enjuiciarlo o desterrarlo. Y cualquier medida disciplinaria contra él tendría un efecto negativo entre muchos oficiales.

– Aunque no siempre coincidimos, don Cayo, esta vez estoy de acuerdo con usted -dijo el doctor Arbeláez-. Yo veo así el problema. Si se ha decidido no tomar sanciones y buscar la reconciliación, lo mejor es dar al general Espina una misión de acuerdo con su rango.

– De todos modos, el asunto Espina está resuelto -dijo Paredes-. ¿Qué hay de Landa? Si no se le tapa la boca a él, todo habrá sido en vano.

– ¿Se le va a premiar con una Embajada a él también? -dijo el general Llerena.

– No creo que le interese -dijo el doctor Arbeláez-. Ha sido Embajador varias veces ya.

– No veo cómo podemos publicar un desmentido a los cables, si Landa va a desmentir el desmentido mañana -dijo Paredes.

– Sí, Mayor, quisiera telefonear a solas -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Suspenda el control del teléfono del senador. Voy a hablar con él y esta conversación no debe ser grabada.

– El senador Landa no está, habla su hija -dijo la inquieta voz de la muchacha y él apresuradamente la ató, con atolondrados nudos ciegos que hincharon sus muñecas, sus pies-. ¿Quién lo llama?

– Pásemelo inmediatamente, señorita, hablan de Palacio, es muy urgente -Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también-. Quiero informarle que Espina ha sido nombrado Embajador en España, senador. Espero que esto disipe sus dudas y que cambie de actitud. Nosotros seguimos considerándolo un amigo.

– A un amigo no se lo tiene detenido -dijo Landa-. ¿Por qué está rodeada mi casa? ¿Por qué no se me deja salir? ¿Y las promesas de Lora al Embajador? ¿No tiene palabra el Canciller?

– Están corriendo rumores en el extranjero sobre lo ocurrido y queremos desmentirlos -dijo él-. Supongo que Zavala estará con usted y que ya le habrá explicado que todo depende de usted. Dígame cuáles son sus condiciones, senador.

– Libertad incondicional para todos mis amigos -dijo Landa-. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupan.

– Con la condición de que ingresen al Partido Restaurador los que no están inscritos -dijo él-. Ya ve, no queremos una reconciliación aparente, sino real. Usted es uno de los líderes del partido de gobierno, que sus amigos entren a formar parte de él. ¿Está de acuerdo?

– Quién me garantiza que apenas haya dado un paso para restablecer mis relaciones con el régimen, no se utilizará esto para perjudicarme políticamente -dijo Landa-. Que no se me querrá chantajear de nuevo.

– En Fiestas Patrias deben renovarse las directivas de ambas Cámaras -dijo él-. Le ofrezco la Presidencia del Senado. ¿Quiere más pruebas de que no se tomará ninguna represalia?

– No me interesa la Presidencia del Senado -dijo Landa y él respiró: todo rencor se había eclipsado de la voz del senador-. Tengo que pensarlo, en todo caso.

– Me comprometo a que el Presidente apoye su candidatura -dijo él-. Le doy mi palabra que la mayoría lo elegirá.

– Está bien, que desaparezcan los soplones que rodean mi casa -dijo Landa-. ¿Qué debo hacer?

– Venir a Palacio de inmediato, los líderes parlamentarios están reunidos con el Presidente y sólo falta usted -dijo él-. Por supuesto, será recibido con la amistad de siempre, senador.

– Sí, los parlamentarios ya están llegando, don Cayo -dijo el mayor Tijero.

– Llévele este papel al Presidente, Mayor -dijo él-. El senador Landa asistirá a la reunión. Sí, él mismo. Se arregló, felizmente, sí.

– ¿Es cierto? -dijo Paredes, pestañeando-. ¿Viene aquí?

– Como hombre del régimen que es, como líder de la mayoría que es -murmuró él-. Sí, debe estar llegando. Para ganar tiempo, habría que ir redactando el comunicado. No ha habido tal conspiración, citar los telegramas de adhesión de los jefes del Ejército. Usted es la persona más indicada para redactar el comunicado, doctor.

– Lo haré, con mucho gusto -dijo el doctor Arbeláez-. Pero como usted ya es prácticamente mi sucesor, debería irse entrenando a redactar comunicados, don Cayo.

– Lo hemos estado correteando de un sitio a otro, don Cayo -dijo Ludovico-. De San Miguel a la plaza Italia, de la plaza Italia aquí.

– Estará usted muerto, don Cayo -dijo Hipólito-. Nosotros dormimos siquiera unas horitas en la tarde.

– Ahora me toca a mí -dijo él-. La verdad, me lo he ganado. Vamos al Ministerio un momento, y después a Chaclacayo.

– Buenas noches, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Aquí la señora Ferro no quiere…

– ¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? -dijo él.

– Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche -dijo la mujer-. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.

– Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado -dijo el doctor Alcibíades-. Pero ella no…

– Está bien, diez minutos, señora -dijo él-. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?

– Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas -dijo el doctor Alcibíades-. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.

– Le dije que la sacara con los guardias -dijo él.

– Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado -dijo el doctor Alcibíades-. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.

– Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también -dijo él-. ¿Hizo circular el comunicado?

– A todos los diarios, agencias y radios -dijo el doctor Alcibíades-. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?

– Yo le daré la buena noticia -dijo él-. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.