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– La verdad que sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Llevo casi tres días sin dormir.

– Los que nos ocupamos de la seguridad, somos los únicos que trabajan de veras en este Gobierno -dijo él.

– ¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? -dijo el doctor Alcibíades.

– Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente -dijo él-. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.

– Quiero saber qué pasa con mi esposo -dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear-. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.

– Si las miradas mataran ya sería yo cadáver -sonrió él-. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.

– Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? -repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa?-. ¿Por qué no me han dejado verlo?

– La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo ¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?

– Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo -alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, seria la primera vez-. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.

– No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted -dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado-. Disculpe, no quería ofenderla.

– Por qué está preso, cuándo lo va a soltar -repitió la mujer-. Dígame qué van a hacer con mi marido.

– A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios -dijo él-. Rara vez una mujer, y nunca una cómo usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.

– ¿Va a seguir burlándose de mí? -murmuró, trémula, la mujer-. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.

– Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido -¿qué es lo Que quería, en el fondo; a qué no se atrevía?-. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.

– Basta de groserías, está hablando con una señora -dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer-. Trate de portarse como un caballero.

– No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa -murmuró él-. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.

– He venido a proponerle un negocio -balbuceó la mujer-. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.

– Ahora está más claro -asintió él-. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir cuánto dinero?

– Le he traído los pasajes para que los vea -dijo ella, con ímpetu-. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.

– No está mal, señora -me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo-. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?

– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.

– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…

– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.

– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?

– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.

– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.