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– No se trata de eso -dijo el comandante Paredes-. El Presidente…

– Sabe todo, con pelos y señales -dijo él-. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.

– Joderlo a ése es lo más fácil del mundo -sonrió Paredes-. Por el lado de su vicio.

– Por ese lado no -dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo-. Por el único que no.

– Ya sé, ya me lo has dicho -sonrió Paredes-. El vicio es lo único que respetas en la gente.

– Su fortuna es un castillo sobre la arena -dijo él-. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.

– No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante -dijo Paredes.

– ¿Es cierto lo del cambio de gabinete? -dijo él-. Hay que retener a Arbeláéz en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.

– Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención -dijo Paredes-. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.

– No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa -dijo él.

– Ya sé, no te estoy criticando -dijo Paredes-. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un Ministro de Gobierno ficticio y otro real.

– Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo -dijo él-. El Ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.

– Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso -dijo Paredes-. No van a levantar cabeza mucho tiempo.

– Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos -dijo él, riendo-. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.

– ¿Qué más quieren que haga? -dijo Paredes-. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los Ministerios, a las Embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.

– No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder -dijo él-. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?

– No -dijo Paredes-. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.

– Las organizo yo hace años -bostezó él-. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.

– ¿Te has vuelto loco? -dijo Paredes.

– El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta -dijo él-. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.

– Estás delirando -dijo Paredes-. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.

– Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos -dijo él-. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.

– Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra -dijo Paredes.

– Porque la derecha las educó así, haciéndoles creer que era el enemigo -dijo él-. Pero se las puede educar de nuevo, haciéndoles ver que el Apra ya cambió. Los apristas darán a los militares todas las garantías que quieran.

– En lugar de ir a buscar a Landa al aeropuerto, anda a consultar a un psiquiatra -dijo Paredes-. Este par de días sin dormir te han hecho daño, Cayo.

– Entonces, el 56 subirá a la Presidencia algún señorón -dijo él, bostezando-. Y tú y yo nos iremos a descansar de todos estos trajines. Bueno, a mí no me molesta la idea; por lo demás. No sé para qué hablamos de esto. Las cuestiones políticas no nos incumben. Tu tío tiene sus consejeros. Tú y yo a nuestros zapatos. A propósito ¿qué hora es?

– Tienes tiempo -dijo Paredes-. Yo me voy a dormir, estoy rendido con la tensión de estos dos días. Y esta noche, si me da el cuerpo, me voy a desquitar con una farra. Tú no tendrás ánimos ¿no?

– No, no ha despertado; don Cayo, desde Chaclacayo como usted lo ve -dijo Ludovico, señalando a Hipólito-. Perdóneme que vaya tan despacio, pero es que yo también estoy hecho polvo de sueño y no quiero chocar. Llegaremos al aeropuerto antes de las once, no se preocupe.

– El avión llega dentro de diez minutos, don Cayo -dijo Lozano, con voz ronca y extenuada-. Traje dos patrulleros y algunos hombres. Como viene en un avión de pasajeros, no sabía en qué forma…

– Landa no está detenido -dijo él-. Lo recibiré yo solo y lo llevaré a su casa. No quiero que el senador vea este despliegue policial, llévese a la gente. ¿Todo lo demás en orden?

– Todas las detenciones sin problemas -dijo Lozano, sobándose la cara sin afeitar, bostezando-. Lo único, un pequeño incidente en Arequipa. El doctor Velarde, ese apristón. Alguien le pasó la voz y escapó. Estará tratando de llegar a Bolivia. La frontera está advertida.

– Está bien, puede irse, Lozano -dijo él-. Mire a Ludovico y a Hipólito. Ya están roncando de nuevo.

– Ese par han pedido su traslado, don Cayo -dijo Lozano-. Usted dirá.

– No me extraña, ya están hartos de las malas noches -sonrió él-. Está bien, búsqueme otro par, que sean menos dormilones. Hasta luego, Lozano.

– ¿Quiere entrar al puesto a sentarse, señor Bermúdez? -dijo un teniente, saludando.

– No, Teniente, gracias, prefiero tomar un poco de aire -dijo él-. Además, ahí está el avión. Despiérteme a ese par, más bien, y que acerquen el auto. Yo voy a adelantarme. Por aquí, senador, aquí está mi coche. Suba, por favor. A San Isidro, Ludovico, a la casa del senador Landa.

– Me alegro que vayamos a mi casa y no a la cárcel -murmuró el senador Landa, sin mirarlo-. Espero que podré cambiarme de ropa y darme un baño, siquiera.

– Sí -dijo él-. Siento mucho todas estas molestias. No tuve más remedio, senador.

– Como si se tratara de asaltar una fortaleza, con ametralladoras y sirenas -susurró Landa, la boca pegada a la ventanilla-. Faltó poco para que a mi mujer le diera un síncope cuando se presentaron en "Olave". ¿También ordenó que me hicieran pasar la noche en una silla, pese a mis sesenta años, Bermúdez?

– Es esta casa grande, la del jardín, ¿no señor? -dijo Ludovico.

– Usted primero, senador -dijo él, señalando el amplio, frondoso jardín, y un instante, alcanzó a verlas: blancas, desnudas, correteándose entre los laureles, riéndose, sus talones blancos y rápidos sobre el césped húmedo-. Siga, siga, senador.

– ¡Papá, papacito! -gritó la muchacha, abriendo los brazos, y él vio su cara de porcelana, sus ojos grandes y asombrados, sus cabellos cortos, castaños-. Acabo de hablar por teléfono con la mami y está muerta de susto. ¿Qué pasó, qué pasó, papi?