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II

– ¿OTRO café, Cayo? -dijo el comandante Paredes-. ¿Usted también, mi General?

– Ustedes me arrancaron el visto bueno pero no me han convencido, me sigue pareciendo estúpido hablar con él -el general Llerena arrojó los telegramas al escritorio-. Por qué no mandarle un telegrama ordenándole que venga a Lima. O, sino, lo que propuso ayer Paredes: sacarlo de Tumbes por tierra, subirlo a un avión en Talara y traerlo.

– Porque Chamorro es traidor pero no imbécil, General -dijo él-. Si usted le manda un telegrama cruzará la frontera. Si la policía se presenta en su casa la recibirá a balazos. Y no sabemos cuál será la reacción de sus oficiales.

– Yo respondo de los oficiales de Tumbes -dijo el general Llerena, alzando la voz-. El coronel Quijano nos ha estado informando desde el principio y puede asumir el mando. No se negocia con conspiradores, y menos cuando la conspiración está sofocada. Esto es un disparate, Bermúdez.

– Chamorro es muy querido por la oficialidad, mi General -dijo el comandante Paredes-. Yo sugerí que se detuviera a los cuatro cabecillas al mismo tiempo. Pero ya que tres han dado marcha atrás, pienso que la idea de Cayo es la mejor.

– Le debe todo al Presidente, me lo debe todo a mí -el general Llerena golpeó el brazo del sillón-. De cualquier otro podía esperarse una cosa así, pero de él no. Chamorro tiene que pagármelas.

– No se trata de usted, General -lo amonestó él, afectuosamente-. El Presidente quiere que esto se arregle sin líos. Déjeme proceder a mi manera, le aseguro que es lo mejor.

– Chiclayo al teléfono, mi General -dijo una cabeza con quepi, desde la puerta-. Sí, pueden usar los tres teléfonos, mi General.

– ¿El comandante Paredes? -gritó una voz ahogada entre zumbidos y vibraciones acústicas-. Le habla Camino, Comandante. No puedo localizar al señor Bermúdez, para informarle. Ya tenemos aquí al senador Landa. Sí, en su hacienda. Protestando, sí. Quiere telefonear a Palacio. Hemos seguido las instrucciones al pie de la letra, Comandante.

– Muy bien, Camino -dijo él-. Soy yo, sí. ¿Está cerca el senador? Pásemelo. Voy a hablarle.

– Está en el cuarto de al lado, don Cayo -los zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y renacía-. Incomunicado, como usted indicó. Lo hago traer ahora mismo, don Cayo.

– ¿Aló, aló? -reconoció la voz de Landa, trató de imaginar su cara y no pudo-. ¿Aló, aló?

– Siento mucho las molestias que le estamos dando, senador -dijo, con amabilidad-. Nos precisaba dar con usted.

– ¿Qué significa todo esto? -estalló la iracunda voz de Landa-. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?

– Quería informarle que está detenido el general Espina -dijo él, con calma-. Y el General está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.

– ¿Yo, en un complot contra el régimen? -no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante-. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.

– Yo no me figuro nada, sino el general Espina -se disculpó él-. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.

– Que me pongan un avión a Lima inmediatamente -rugió el senador-. Yo alquilo un avión, yo lo pago. Esto es completamente absurdo, Bermúdez.

– Muy bien, senador -dijo él-. Páseme a Camino, voy a darle instrucciones.

– He sido tratado como un delincuente por sus soplones -gritó el senador-. A pesar de mi condición de parlamentario, a pesar de mi amistad con el Presidente. Usted es el responsable de todo esto, Bermúdez.

– Guárdeme a Landa ahí toda la noche, Camino -dijo él-. Despáchemelo mañana. No, nada de avión especial. En el vuelo regular de Faucett, sí. Eso es todo, Camino.

– Yo alquilo un avión, yo pago -dijo el comandante Paredes, colgando el teléfono-. A ese señorón le va a hacer bien pasar una noche en el calabozo.

– ¿Una hija de Landa salió elegida Miss Perú el año pasado, no? -dijo él, y la vio, borrosa contra el telón de sombras de la ventana, quitándose un abrigo de piel, descalzándose-. ¿Cristina o algo así, no? Por las fotos parecía una linda muchacha.

– A mí los métodos de usted no me convencen -dijo el general Llerena, mirando la alfombra con malhumor-. Las cosas se resuelven mejor y más rápido con mano dura, Bermúdez.

– Llaman al señor Bermúdez de la Prefectura, mi General -dijo un Teniente, asomando-. El señor Lozano.

– El sujeto acaba de salir de su casa, don Cayo -dijo Lozano-. Sí, lo está siguiendo un patrullero. Rumbo a Chaclacayo, sí.

– Está bien -dijo él-. Llame a Chaclacayo y dígales que Zavala está por llegar. Que lo hagan entrar y que me espere. Que no lo dejen salir hasta que yo llegue. Hasta luego, Lozano.

– ¿El pez gordo está yendo a su casa? -dijo el general Llerena-. ¿Qué significa eso, Bermúdez?

– Que ya se dio cuenta Que la conspiración se fue al agua, General -dijo él.

– ¿Y para Zavala se va a resolver todo tan fácil? -murmuró el comandante Paredes-. Él y Landa son los autores intelectuales de esto, ellos empujaron al Serrano a esta aventura.

– El general Chamorro en el teléfono, mi General -dijo un capitán, desde la puerta-. Sí, los tres teléfonos están conectados con Tumbes, mi General.

– Le habla Cayo Bermúdez, General -con el rabillo del ojo vio la cara arrasada por el desvelo del general Llerena, y la ansiedad de Paredes, que se mordía los labios-. Siento despertarlo a estas horas, pero se trata de algo urgente.

– General Chamorro, mucho gusto -una voz enérgica, sin edad, dueña de sí misma-. Diga, en qué puedo servirlo, señor Bermúdez.

– El general Espina fue detenido esta noche. General -dijo él-. Las guarniciones de Arequipa, de Iquitos y de Cajamarca han reafirmado su lealtad al gobierno. Todos los civiles comprometidos en la conspiración, desde el senador Landa hasta Fermín Zavala, están detenidos. Le voy a leer unos telegramas; General.

– ¿Una conspiración? -susurró, entre ruidos dispares, el general Chamorro-. ¿Contra el gobierno, dice usted?

– Una conspiración sofocada antes de nacer -dijo él-. El Presidente está dispuesto a pasar la esponja, General. Espina saldrá del país, los oficiales comprometidos no serán molestados si actúan razonablemente. Sabemos que usted prometió apoyar al general Espina, pero el Presidente está dispuesto a olvidarlo, General.

– Yo sólo doy cuenta de mis actos a mis superiores, al Ministro de Guerra o al Jefe de Estado Mayor -dijo la voz de Chamorro con altanería, luego de una larga pausa de eructos eléctricos-. Quién se ha creído usted. Yo no doy explicaciones a un subalterno civil.

– ¿Aló, Alberto? -el general Llerena tosió, habló con más fuerza-. Te habla el Ministro de Guerra, no el compañero de armas. Sólo quiero confirmarte lo que has oído. También debes saber que se te da esta oportunidad gracias al Presidente. Yo propuse llevarte ante un Consejo de Guerra y procesarte por alta traición.

– Yo asumo la responsabilidad de mis actos -repuso, con indignación, la voz de Chamorro; pero algo había comenzado a ceder en ella, algo que se traslucía en su mismo ímpetu-. Es falso que yo haya cometido ninguna traición. Respondo ante cualquier tribunal. Siempre he respondido, y tú lo sabes.

– El Presidente sabe que usted es un oficial destacado y por eso quiere disociarlo de esta aventura descabellada -dijo él-. Sí, le habla Bermúdez. El Presidente lo aprecia y lo considera un patriota. No quiere tomar ninguna medida contra usted, General.

– Yo soy un hombre de honor y no permitiré que mi nombre sea manchado -afirmó el general Chamorro con violencia-. Esta es una intriga fraguada mis espaldas. No lo voy a permitir. Yo no tengo nada que hablar con usted, páseme al general Llerena.