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– Todos los jefes del Ejército han reafirmado su lealtad al régimen, General -dijo él-. Sólo falta que usted haga lo mismo. El Presidente lo espera de usted, general Chamorro.

– No permitiré que se me calumnie, no permito que se ponga en duda mi honor -repetía con vehemencia la voz de Chamorro-. Esta es una intriga cobarde y canalla contra mí. Le ordeno que me pase al general Llerena.

– Reafirma inquebrantable lealtad gobierno constituido y jefe de estado empeñado patriótica restauración nacional, firmado general Pedro Solano, Comandante en Jefe primera región militar -leyó él-. Comandante en jefe cuarta región y oficiales confirman adhesión simpatía patriótico régimen restauración nacional stop Cumpliremos constitución leyes. Firmado general Antonio Quispe Bulnes: Reitero adhesión patriótico régimen stop. Reafirmo decisión cumplir sagrados deberes patria constitución leyes. Firmado General Manuel Obando Coloma, Comandante en Jefe segunda región.

– ¿Has oído, Alberto? -rugió el general Llerena- ¿Has oído o quieres que yo te lea los telegramas de nuevo?

– El Presidente espera el telegrama de usted, general Chamorro -dijo él-. Me ha pedido que se lo diga personalmente.

– A menos que quieras cometer la locura de alzarte solo -rugió el general Llerena-. Y en ese caso te doy mi palabra que me bastan un par de horas para demostrarte que el Ejército permanece totalmente fiel al régimen, pese a todo lo que te haya hecho creer Espina. Si no envías el telegrama antes del amanecer, consideraré que has entrado en rebelión.

– El Presidente confía en usted, general Chamorro -dijo él.

– No necesito recordarte que estás al mando de una Guarnición de frontera -dijo el general Llerena-. No necesito decirte la responsabilidad que caerá sobre ti si provocas una guerra civil en las puertas mismas del Ecuador.

– Puede usted consultar por radio a los generales Quispe, Obando y Solano -dijo él-. El Presidente espera que usted actúe con el mismo patriotismo que ellos. Eso es todo lo que queríamos decirle. Buenas noches, general Chamorro.

– Chamorro tiene en estos momentos una olla de grillos en la cabeza -murmuró el general Llerena, pasándose el pañuelo por la cara empapada de sudor. Puede hacer cualquier disparate.

– En estos momentos está mentándoles la madre a Espina, a Solano, a Quispe y a Obando -dijo el comandante Paredes-. Puede ser que se escape al Ecuador. Pero no creo que arruine así su carrera.

– Mandará el telegrama antes del amanecer -dijo él-. Es un hombre inteligente.

– Si le da un ataque de locura y se alza puede resistir varios días -dijo el general Llerena, sordamente-. Lo tengo cercado con tropas, pero no me fío mucho de la Aviación. Cuando se planteó la posibilidad de bombardear el cuartel, el Ministro dijo que la idea no haría ninguna gracia a muchos pilotos.

– Nada de eso será necesario, la conspiración ha muerto sin pena ni gloria -dijo él-. Total, un par de días sin dormir, General. Voy a Chaclacayo ahora, a dar la última puntada. Luego iré a Palacio. Cualquier novedad, estaré en mi casa.

– Llaman de Palacio al señor Bermúdez, mi General -dijo un teniente, sin entrar-. El teléfono blanco, mi General.

– Le habla el mayor Tijero, don Cayo -en el cuadrado de la ventana apuntaba al fondo de la masa sombría una irisación azul: el abriguito de piel rodaba hasta sus pies, que eran rosados-. Acaba de llegar un telegrama de Tumbes. En clave, lo están descifrando. Pero ya nos damos cuenta del sentido. Menos mal ¿no, don Cayo?

– Me alegro mucho, Tijero -dijo él, sin alegría, y entrevió las caras estupefactas de Paredes y de Llerena-. No lo pensó ni media hora. Eso es lo que se llama un hombre de acción. Hasta luego, Tijero, iré allá dentro de un par de horas.

– Mejor vamos a Palacio de una vez, mi General -dijo el comandante Paredes-. Este es el punto final.

– Perdone usted, don Cayo -dijo Ludovico-. Nos quedamos secos. Despierta, Hipólito.

– Qué carajo pasa, por qué empujas -tartamudeó Hipólito-. Ah, perdón, don Cayo, me quedé dormido.

– A Chaclacayo -dijo él-. Quiero estar allá en veinte minutos.

– Las luces de la sala están prendidas, tiene usted visita, don Cayo -dijo Ludovico-. Fíjate quién está ahí, Hipólito, en el carro. Es Ambrosio.

– Siento haberlo hecho esperar, don Fermín -dijo él, sonriendo, observando el rostro violáceo, los ojos devastados por la derrota y la larga vigilia, alargando la mano-. Voy a hacer que nos den unos cafés, ojalá esté despierta Anatolia.

– Puro, bien cargado y sin azúcar -dijo don Fermín-. Gracias, don Cayo.

– Dos cafés puros, Anatolia -dijo él-. Nos los llevas a la sala y puedes volver a acostarte.

– Traté de ver al Presidente y no pude, por eso vine hasta aquí -dijo maquinalmente don Fermín-. Algo grave, don Cayo. Sí, una conspiración.

– ¿Otra más? -alargó un cenicero a don Fermín, se sentó a su lado en el sofá-. No pasa una semana sin que se descubra alguna, últimamente.

– Militares de por medio, varias guarniciones comprometidas -recitaba disgustado don Fermín-. Y a la cabeza las personas que menos se podría imaginar:

– ¿Tiene usted fósforos? -se inclinó hacia el encendedor de don Fermín, dio una larga chupada, arrojó una nube de humo y tosió-. Vaya, ahí están los cafés. Déjalos aquí, Anatolia. Sí, cierra la puerta.

– El Serrano Espina -don Fermín bebió un sorbo con una mueca de desagrado, calló mientras echaba azúcar, removió el café con la cucharilla, despacio-. Lo apoyan Arequipa, Cajamarca, Iquitos y Tumbes. Espina viaja a Arequipa hoy en la mañana. El golpe puede ser esta noche. Querían mi apoyo y me pareció prudente no desengañarlos, contestar con evasivas, asistir a algunas reuniones. Por mi amistad con Espina, sobre todo.

– Ya sé que son muy amigos -dijo él, probando el café-. Nos conocimos gracias al Serrano, se acordará.

– Al principio, parecía insensato -dijo don Fermín, mirando fijamente su tacita de café-. Después, ya no tanto. Mucha gente del régimen, muchos políticos. La Embajada norteamericana estaba al tanto, sugirió que se llamara a elecciones a los seis meses de instalado el nuevo régimen.

– Tipo desleal, el Serrano -dijo él, asintiendo-. Me apena, porque también somos viejos amigos. A él le debo mi cargo, como usted sabe.

– Se consideraba el brazo derecho de Odría y de la noche a la mañana le quitaron el Ministerio -dijo don Fermín, con un ademán de fatiga-. No se conformó nunca.

– Había confundido las cosas, comenzó a trabajar para él desde el Ministerio, a nombrar gente suya en las Prefecturas, a exigir que sus amigos tuvieran los puestos claves en el Ejército -dijo él-. Demasiadas ambiciones políticas, don Fermín.

– Por supuesto, mis noticias no lo sorprenden en lo más mínimo -dijo don Fermín, con súbito aburrimiento, y él pensó sabe portarse; tiene clase, tiene experiencia.

– Los oficiales le deben mucho al Presidente, y, por supuesto, nos tenían informados -dijo él-. Incluso de las conversaciones entre usted, Espina y el senador Landa.

– Espina quería usar mi nombre para convencer a algunos indecisos -dijo don Fermín, con una sonrisita apática y fugaz-. Pero sólo los militares conocían los planes al detalle. A mí y a Landa nos tenían en ayunas. Sólo ayer tuve suficientes datos.

– Todo se aclara, entonces -dijo él-. La mitad de los conspiradores eran amigos del régimen, todas las guarniciones comprometidas han dado su adhesión al Presidente. Espina está detenido. Sólo queda por aclarar la situación de algunos civiles. La suya comienza a aclararse, don Fermín.

– ¿También sabía que estaría esperándolo aquí? -dijo don Fermín, sin ironía. Un brillo de sudor había aparecido en su frente.

– Es mi trabajo, me pagan por saber lo que interesa al régimen -admitió él-. No es fácil, la verdad es que está siendo cada vez más difícil. Conspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional.