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– ¿A quién te refieres?

– Era lógico. No podíamos seguir vivos sabiendo todo lo que sabíamos, pero no quiso matarnos. Te hizo revivir, curó nuestras heridas, borró todos los rastros de lo sucedido, incluyendo nuestros recuerdos…

Los ojos grises del médico estaban abiertos como platos.

– Salomón, ¿estás seguro de que esa terapia ala que vas es efectiva?

Rulfo no contestó. La imagen de ella inclinándose sobre Ballesteros y luego sobre él, para después alejarse en dirección al grupo, era lo último que su mente albergaba al despertar en su propio dormitorio aquel domingo de noviembre del año anterior. Siempre había creído que se había tratado de un sueño, pero ahora estaba casi seguro de que todo había sido muy real: las damas, la tragedia de César y Susana, la verdad sobre Beatriz Dagger… Casi seguro. Aunque, para seguir con vida, tenga que continuar creyendo que lo he soñado, pensó.

Y con idéntica certidumbre supo, contemplando el asombrado semblante de su amigo, que ellas ya no los molestarían jamás, por que habían dejado de importarles. Habían importado mientras formaban parte del plan, de las palabras, del verso. Pero ya eran simples personas. Y seguían viviendo.

Se preguntó vagamente si también ella sería feliz, y deseó que así fuera. Ahora que volvía a liderar el grupo, quizá había encontrado el lugar eterno que le correspondía. Incluso era probable que la antigua Akelos hubiese regresado también. En cuanto a su hijo… ¿Qué le había dicho ella aquella noche, antes de que viajaran al bosque? «El destino siempre es olvidar.» Tenía razón, y ahora lo comprendía. La vida, la verdadera vida, se encontraba en el presente, capturada en una polaroid sobre la mesa, con sus grandes ojos abiertos al mundo. La primera nieta de Eugenio Ballesteros.

– No te preocupes. -Sonrió-. Estoy bien, Eugenio. Y todo ha terminado.

Su amigo le miró en un silencio breve, íntimo y afectuoso como un abrazo.

– Me alegro, fuera lo que fuese -dijo por fin.

La compañía de Sofía Jiménez le agradaba cada vez más. Y era evidente que el sentimiento era recíproco. Un día, ella le habló con franqueza: era divorciada, no pretendía emprender una nueva relación de amores y fracasos mutuos. Solo deseaba mucha amistad, un poco de pasión, inmensa comprensión. Era justo lo que Rulfo quería, y así se lo dijo. Siguieron viéndose, y a ella le hizo feliz, especialmente, un detalle.

– Aún no me has dedicado ningún poema. Y eso que dices que eres poeta. Pero no creas que te lo reprocho: me agrada. Lo contrario hubiera sido una inmadurez.

A partir de ese momento empezó a darle vueltas al tema Una tarde soleada, recién entrada la primavera, abrió un cuaderno y se enfrentó a la página en blanco. Le invadió una sensación familiar. Cogió un lápiz. Supo que aquél sería, sin duda, su último poema. Ya sentía llegar el silencio, el silencio de cuerpo de nube y colores de sueño. Pensó que quizá viviera muchos años más. Incluso era posible que llegara a ser tan feliz como Ballesteros lo era con sus hijos, pero ya nadie le arrebataría aquel hondo silencio del cuerpo.

Amado silencio.

Empezó a escribir.

En la ventana aún dura el sol
Ya no hay palabras
Sentir

De repente se detuvo. Le ocurría algo.

Comprendió que carecía por completo de inspiración. Las Musas me han abandonado. Del todo. Constatar aquella ausencia casi le hizo reír. Sin embargo, siguió escribiendo.

Desciendo
Solo desciendo
Y qué veo
Qué es lo que veo
Ahí
Abajo
Qué
?