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Cuando salió de la habitación se hallaba pálida y ojerosa.

– ¿Quieres café? -ofreció Rulfo. Ella negó con la cabeza-. Tienes que tomar algo.

– Y descansar -terció Ballesteros.

– Estoy bien. -Dirigió hacia ellos sus densos ojos oscuros-. Existe una posibilidad. -Los dos hombres la observaron atentamente-. Encontré un verso simple. Creo que incluso yo puedo manejarlo. Frente al coven es como intentar luchar con un alfiler, lo sé. Pero la dama número trece nos ha dado acceso: estarán desprotegidas. Si logro dirigirlo bien, hasta un alfiler puede hacerles daño…

– Entiendo -reflexionó Ballesteros-. Es como si tuvieras un tirachinas y hubieras descubierto que golpeando en el centro de una diana podemos fastidiarlas.

Ella asintió.

– ¿Qué posibilidades hay de que lo impidan? -indagó Rulfo.

La muchacha respiró hondo, como si hubiera esperado aquella pregunta.

– Solo una: que descubran el acceso. Pero es muy remota, porque hemos obrado por nuestra cuenta. Hemos hecho salir a la última dama. Creo recordar que no existen versos capaces de avisarlas, de ponerlas en guardia. Pero eso era antes, ¿comprendes…? No pasa ni un solo día sin que aparezcan…, en multitud de idiomas…, millones de versos nuevos… O bien una de ellas puede aprender a recitar de otra manera uno antiguo…

– ¿Y si lo descubren? -preguntó Ballesteros.

– Entonces se anticiparán a nosotros… y el alfiler será solo un alfiler. Pero es poco probable. Descubrir un acceso es casi imposible. Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio del que pendían, como un eco, sus últimas palabras.

– En cualquier caso -dijo Rulfo-, no tenemos otra elección.

La joven Jacqueline se encontraba en el interior de una habitación sin ventanas, insonorizada, cubierta de cortinas y alfombras, todo en color bermellón: era su rapsodomo, la cámara de los recitados. Cada dama poseía al menos uno. Su servidumbre no podía penetrar allí, ni siquiera sabían de su existencia. Se hallaba en la zona más aislada de la casa, y varias filacterias escritas en las jambas de la puerta hubiesen impedido la entrada incluso a otras damas.

Estaba desnuda y arrodillada en el centro de aquel reducido espacio, los brazos abiertos en actitud de oración, con el símbolo de Saga, el pequeño espejo de oro, colgando de su delgado cuello. A su alrededor y sobre ella, sobre sus muslos blancos y sobre la alfombra, había sangre. Era suya. Dos clavos largos y gruesos taladraban sus rótulas y Jacqueline se apoyaba sobre sus pequeñas cabezas en terrible equilibrio. Otros dos perforaban sus muñecas atravesándolas de parte a parte y asomando varios centímetros por el otro lado.

No sentía ningún placer. Todo lo contrario: un dolor gélido, devorador, la atenazaba, y se hacía más insoportable cuanto más tiempo permanecía descargando el peso sobre los clavos. Sus labios temblaban, su rostro estaba bañado en sudor; su corazón y su cerebro, embotados de sufrimiento, se hallaban a punto de claudicar. Desde luego, fuera del rapsodomo no se habría atrevido a tanto. Pero allí dentro Jacqueline no era Jacqueline sino la otra. La cosa que habitaba en sus ojos.

Y esa cosa la obligaba, a veces, a realizar actividades muy desagradables.

Pero necesarias, ya lo sabes.

Para recitar versos de poder era preciso, en ocasiones, utilizar algo más que un velo como mordaza, o bailar hasta el agotamiento, o consumir algún tipo de droga. Ella había descubierto que un verso emitido en un instante de terrible dolor podía provocar efectos insospechados. La voz era un instrumento maravilloso: se dejaba tañer por todos los estados de ánimo posibles. No sonaba igual con la fatiga, la alegría, la exaltación o la tristeza. Y no sonaba igual con el dolor más exquisito. Concentrar esa sensación en las palabras era como amplificar por mil o un millón el resultado. Y mutilar a Jacqueline no le importaba en absoluto, ya que, con una filacteria apropiada después de la sesión, no quedaría ni rastro de las heridas que le había infligido.

Ahora estaba preparando el recitado de su Eliot secreto.

Su Eliot iba a resonar como nunca antes en el rapsodomo y en el mundo.

Era abrumador pensar que la naturaleza escucharía palabras que no se habían pronunciado de esa forma jamás. Se encontraba tan nerviosa y entusiasmada por aquel hecho que solo el brutal tormento de sus rodillas y muñecas le impedía perder la concentración. Le estremecía explorar nuevas vías, conocer cosas, ser la primera en crear o destruir. Aquel nuevo Eliot era el último paso que había decidido dar antes de sentirse tranquila del todo.

Porque lo cierto era que continuaba inquieta.

El ritual de la Conjunción Final estaba previsto para la noche siguiente. Tras él, Akelos, la traidora, quedaría por fin destruida. Sería un placer que nadie podría arrebatarle. Ya había arrasado su cuerpo físico, la frágil anatomía de Lidia Garetti, durante horas de incansable goce. Esa noche haría lo mismo con su espíritu. Nadie volvería a saber de Akelos. Nadie volvería a recordarla. Nadie se atrevería a vetar sus decisiones. Nadie la traicionaría jamás.

Pero la telaraña del destino era compleja. Tocabas un hilo y, en el extremo opuesto, otro se movía.

– Después de la Conjunción Final quedaréis tranquila -le había dicho Madoo.

Quizá. Solo quizá.

Aquella madrugada, poco antes de encerrarse en su rapsodomo, se había reunido con sus hermanas de confianza, y en primer lugar con Madoo, en quien confiaba tanto como en ella misma. Madoo no era una dama, pero se convertiría pronto en una cuando apareciera una vacante. Su aspecto era el de una adolescente pelirroja, pero ése era solo su aspecto. Tenía otros muchos aspectos y formas menos agradables. Ella era la joven a quien Rulfo había seguido durante la fiesta la última noche de octubre. Madoo era algo más que los ojos y oídos de Saga, más que su voluntad y sus extravagantes deseos: era su servidora, su amiga, su alma gemela.

La debilidad de Saga era Madoo. Por lo mismo, también era su fuerza.

La nueva Akelos se presentó después. Sus versos no habían logrado concretar la niebla del futuro, le dijo. Todo permanecía incierto. Los dados se encontraban aún en el aire. Pero, por lo demás, las cosas seguían su curso. La número dos vigilaba bien, y nada podía escapar a sus ojos. La número diez había espiado al coven siguiendo sus órdenes y observado el comportamiento de las hermanas, y no había descubierto ninguna traición. Todo estaba preparado para la Conjunción Final, no había nada que temer. Raquel y sus amigos eran simples ajenos indefensos. Las damas pensaban en ellos de la misma forma que un niño pensaría en el juguete mas frágil de todos los que posee. Después de la Conjunción, quedarían eliminados.

Vía libre.

Quizá Madoo tenía razón. Cuando todo pasara, ella volvería a sentir que pisaba suelo firme. Pero había decidido asegurarse con una precaución adicional: el recitado de su Eliot secreto. Ni siquiera había confesado este propósito a Madoo, porque, pese a la confianza y amistad que las unía, sabía que también ella era capaz de traicionarla.

Ya.

Con las manos crispadas, temblando de dolor, a punto de desangrarse, los labios de Jacqueline se separaron y emergió un estridor creciente. Echó la cabeza hacia atrás y los músculos del cuello se engrosaron como si adquirieran vida propia. Los clavos hundidos en los huesos de sus rodillas y muñecas le habían arrancado gritos y lágrimas, y ahora le hicieron brotar el verso desde un espacio recóndito de sus cuerdas vocales. Lo lanzó al aire del rapsodomo, a su mismo techo,

Old timber

en una sola línea verbal quebrada

to new fires

y agónica.