No era necesario añadir nada más, y lo sabían. Todas las palabras sobraban, salvo las que ella enfundaba en la boca. Sin embargo, la muchacha agregó:
– Sé lo que estás sufriendo. Pero terminarás olvidando, como yo… El destino siempre es olvidar.
Desde la perspectiva de una dama, quizá eso sea sencillo, pensó Rulfo.
De repente descubrió que era muy difícil orbitar cerca del ecuador de aquel rostro sin posarse sobre él. Aproximó sus labios a los de ella. Se besaron hasta escuchar el silencio.
Entonces él se apartó y la miró: no descubrió en su expresión emoción alguna, salvo la única, la de siempre, la que incendiaba los ojos de ambos. Comprendió que solo les unía aquel deseo de venganza: cuando lo satisficieran, si es que lo hacían, escogerían caminos distintos y no volverían a verse.
– Gracias -dijo ella, inesperadamente.
– ¿Porqué?
– Fuiste tú quien me hizo despertar del todo. Yo era débil, ahora soy fuerte. Te lo debo a ti.
– ¿Crees que lograremos algo?
– Sí. -Ella intentó sonreír-. No se lo esperan. Intentaré dejar a Saga fuera de juego. Si lograra herirla, las otras quedarán muy débiles. Entonces quizá huyan, o quizá podamos dañarlas con armas normales…
Rulfo percibió que la muchacha deseaba darle más esperanzas de las que realmente sentía. Ballesteros los interrumpió.
– Ya estoy listo.
Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio.
– Vamos a intentarlo -dijo Rulfo.
XIV. CONJUNCIÓN FINAL
La noche era luminosa y sorprendentemente fría. El hombre que conducía conectó la calefacción. Los otros dos pasajeros no se lo agradecieron: parecían sumidos en densas cavilaciones. Solo de vez en cuando la muchacha musitaba algo relacionado con la dirección a seguir. No podía anticiparla: iba conociéndola conforme el automóvil se desplazaba por la ciudad.
Enfilaron la carretera de Burgos. Tomaron una desviación, luego otra menos notoria. Llegaron a un cruce y optaron por una de las vías secundarias. Recorrieron una explanada de campo despejado. Media hora de soledad después apenas perturbada por el paso de otros vehículos, la muchacha señaló una masa de oscuridad y árboles a la izquierda, a medio camino entre dos pueblos. Aparcaron en la cuneta, junto a una señal de prohibido adelantar, bajaron del coche y el hombre de cabellos blancos sacó algunos objetos del maletero.
Se introdujeron en un bosque de troncos delgados. Las ramas agrietaban el círculo helado de la luna y los murciélagos bordaban el aire con sus alas puntiagudas. Tras varios minutos de caminata silenciosa llegaron a un claro entre campos de cultivo. Más allá, sobre un cadalso de monte, destacaban pequeñas luces, quizá un caserío.
– Aparecerán ahí -dijo la muchacha sin vacilación. Y señaló el claro.
Ballesteros volvió a asegurarse por tercera o cuarta vez de que la escopeta estaba cargada y los cartuchos de repuesto a su disposición. El metal, muy frío, casi helado, le hizo lamentar no haber tomado la precaución de coger un par de guantes. Sonrió al pensarlo.
Dentro de poco el frío habrá dejado de importarte.
Era consciente del miedo que sentía, de lo mucho que todavía apreciaba aquella existencia tan amarga y, no obstante, tan insustituible. Se encontraba sentado en la tierra y apoyado de espaldas a un tronco. Durante la tensa espera se imaginaba contemplándose a sí mismo en aquella posición, con la escopeta sobre los pantalones de pana, y le resultaba imposible determinar qué estaba haciendo allí, cómo había ido a parar a aquel sitio en medio del campo y qué era lo que en realidad aguardaba.
La muchacha, a su derecha, agazapada tras un matorral, charlaba en voz baja con Rulfo. ¿De qué? Imagos y rituales. Apenas entendía media palabra de la conversación. Este asunto nos atañe a nosotros, no a ti, le había dicho Rulfo días antes. De repente le acometió un acceso de pánico. Sintió la tentación de salir huyendo. «Ahí os quedáis», quiso gritarles. «Tú lo has dicho, no es cosa mía.»
Pero claro que es cosa tuya. Por supuesto que sí.
Descifró los signos de su reloj. Cinco minutos para las doce. Un búho preguntaba algo con insistencia en algún lugar. Ballesteros se esforzó por entenderlo.
Claro que es cosa tuya.
Pensó en sus pacientes. Pensó en sus hijos. Recordó a Julia. Todas las noches dedicaba unos minutos a recordarla, y aquélla no iba a ser una excepción. Supuso que quizá estaba a punto de reunirse con ella, y que, posiblemente, eso era lo que había venido a hacer allí. Sin embargo -se preguntó-, ¿dónde encajaba el cielo o el paraíso en un mundo dominado por el azar de los versos? ¿Dónde encaja Dios, Julia? ¿Tú ya lo sabes?
Su fe se había convertido en un punto remoto y luminoso, como las estrellas que contemplaba. Apretó el arma contra el pecho, confiando tan solo en que sabría hacer bien las cosas, en que haría todo lo que debiera. Y si algo se torcía… Bueno, estaba completamente seguro de que volvería a reunirse con Julia, dondequiera que ella se encontrase.
En la soledad de la espera, Ballesteros le dijo a su mujer que aún la amaba.
– ¿Cómo es el ritual de Conjunción?
– Bastante complejo. Lo primero de todo es recitar la filacteria de Anulación al revés para Activar la imago: o sea, devolverle los poderes originales…
– ¿Devolverle los poderes? Pero, entonces, Akelos…
– Akelos está muerta físicamente, y el hecho de devolverle los poderes no tiene ninguna importancia. Si la imago no se Activara, el ritual no serviría, ya que la Conjunción no puede hacerse sobre imagos Anuladas. Luego comienza el verdadero ritual. Se recitan ciertos versos y se modifican. A veces se recitan al revés. Puede durar más de una hora.
El hombre la miró y asintió.
– ¿Cuándo vas a intervenir?
– Cuanto antes mejor. Es necesario impedir que el coven se una del todo. Se hace más fuerte conforme más tiempo pasa.
Él volvió a asentir y apretó su brazo. Ella le devolvió fugazmente la sonrisa sospechando que el hombre quería darle ánimos. Pero no los necesitaba. Por dentro era pura tensión, puro deseo de venganza. Sabía que había llegado el momento de despertar del todo o dormir para siempre. No lo haría para vengar a Akelos, si bien su amiga había sido igualmente vejada. Tampoco para resarcirse del infierno en que Saga había convertido su vida, cada uno de los gritos de dolor con que había medido el tiempo desde que tomara el poder, los ultrajes y humillaciones a que la había sometido, aquella filacteria en su espalda que la había transformado en una hermosa figura de barro.
No. Por encima de cualquier otra cosa, lo haría por él, y por lo que Saga le había hecho.
Ése había sido su error. El más grave.
Mientras aguardaba tras los matorrales contemplando la oscuridad, pensó que aquello era lo que verdaderamente le había dado fuerzas para dominar el verso-cuchillo y desear usarlo.
Tu error. Tu gran error.
Intentó relajarse. Sabía que tendría una sola oportunidad. El plan que había trazado era arriesgado: herir a Saga gravemente. Matar su forma corporal. Comprendía que ya nada podía hacer por salvar a su hijo, pero si la dama número doce caía, su venganza se vería satisfecha. No iba a perder nada por intentarlo, o por lo menos nada que le importase, y, con suerte, tendría éxito. Necesitaba una oportunidad. Lo que sucediera después le resultaba indiferente.
Con tal de que el cuchillo que llevaba en la boca alcanzara su destino, nada le importaba.
¿Qué podía fallar? ¿Qué…?
Presentía una amenaza tan honda como la noche cerniéndose sobre ellos.
Sin embargo, si aquel verso cumplía con su obligación, ella podría morir en paz.