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Pero un instante antes de lanzarla, se dio cuenta de que algo marchaba mal.

Las damas no se movían, no reaccionaban.

Estaban esperándolo. Es una trampa.

Sintió que la espalda se le convertía en un lago de hielo. Casi pudo contemplar cómo el Dámaso Alonso que su boca había pulido y afilado con tanto esfuerzo perdía potencia y estallaba inofensivo antes de llegar al claro dejando un eco musical en el aire, como el que podría producir una cancioncilla infantil en un patio de recreo.

Las damas rompieron el círculo y sus caras se volvieron hacia ella. Girasoles terribles. Ninguna parecía sorprendida. Todas sonreían.

Veloz como el ataque de un pigargo, Saga hizo vibrar la noche con su voz.

El viento es un can sin dueño
Que lame la noche inmensa

El impacto, descomunal, dio de lleno en la muchacha. Le segó la respiración, la voluntad, los sentidos. Su boca lanzó un quejido extraño, un grito de urogallo, al tiempo que su cuerpo se levantaba en el aire y saltaba varios metros hacia atrás. Rulfo se sorprendió a sí mismo pensando con absoluta frialdad que ni siquiera la escopeta de Ballesteros habría provocado un efecto semejante a aquel dístico de Dámaso. Incluso cayó en la cuenta de la ironía: Saga había contraatacado con el mismo poeta.

Todo sucedió muy rápido. El cuerpo de la muchacha quebró varias ramas antes de desplomarse entre los matorrales levantando nubes de polvo. Entonces, como si alguien tirara de sus pies, se acercó deslizándose por la tierra y se detuvo junto a ambos hombres boca arriba, el jersey arrollado sobre el pecho hasta descubrir el vientre. Pero estaba viva. Jadeaba y movía la cabeza. Su mirada se cruzó una fracción de segundo con la de Rulfo y éste pudo advertir que no había miedo en aquellos ojos sino una especie de pesadumbre, de infinita tristeza, como si le pidiera perdón por el fracaso. De pronto, a la misma centelleante velocidad a la que ocurría todo, con un desagradable ruido de desgarro, emergieron de sus tobillos y muñecas finas tiras hialinas, tan delgadas que apenas se veían. Su aparición casi no provocó salida de sangre. Las cintas ejecutaron una rápida cabriola en el aire y empezaron a enroscarse alrededor de sus extremidades y de los troncos cercanos, atando y extendiendo sus miembros en una equis forzada. La muchacha se arqueó y lanzó un aullido imprevisto, insoportable. Un berrido de dolor puro. Ballesteros no pudo dejar de comprender lo que estaba ocurriendo. Sus nervios. Son los nervios de sus brazos y piernas. Dios mío, la está atando con sus propios nervios.

– Te has atrevido a usar la poesía contra nosotras… -dijo Saga desde el claro, y varias damas la corearon como un eco: «Te has atrevido… la poesía…». La número doce prosiguió, grave, inmutable-: En la mansión te dejamos vivir a usura. Ahora nos devolverás también los intereses. Nos dirás cómo obtuviste un acceso. Hablarás, aunque sea sin lengua…

La muchacha se contorsionaba con la boca abierta, presa de un dolor que la enmudecía, que hacía trizas su voluntad y sus fuerzas. Los nervios se abrían paso por su carne como el crecimiento de una planta maligna. Surgían de su vientre, empujaban los ojos fuera de las órbitas, roían el marfil de los dientes, se deslizaban como gusanos por sus vértebras. Infinitos látigos de fibras, vías de clavos y cristal roto, alarmas punzantes, puercoespines enfermos de rabia.

Ballesteros fue el primero en reaccionar. No sabía lo que hacía ni lo que contemplaba. Era médico, pero nunca había visto, ni sospechado, ni podido imaginar nada semejante a lo que le estaba sucediendo a la muchacha. Se puso en pie con mucha más agilidad de la esperable para su corpulencia. Su semblante parecía tallado en mármol. Sus brazos temblaron al alzar la escopeta y apuntar.

– ¡No! -le advirtió alguien (la voz de Rulfo, quizá)-. ¡Sal de aquí…! ¡Lárgate…!

Pero, naturalmente, él ya se había largado. Ya no estaba allí sino en su consulta o en su casa, frente a la televisión, en su modesta soledad. El hombre que empuñaba la escopeta y apuntaba hacia la hilera de doce figuras no era él, sino una réplica enloquecida. Nada de lo que hacía o veía era real.

La luz se disolvió mucho antes que el atronador sonido, pero cuando éste también se deshizo, Ballesteros pudo comprobar dos cosas: que había logrado disparar ambos cañones simultáneamente y que las damas seguían en pie, ilesas, contemplándolo.

Dadme tiempo, pidió mentalmente, comprendiendo que era un deseo absurdo e inútil. Tan solo dadme tiempo.

Abrió la escopeta y sacó los cartuchos de repuesto. Dadme tiempo. Introdujo el primero. Escuchó una voz en la hilera de mujeres y vio que la que ocupaba el puesto número cuatro, una joven de pelo moreno y rostro inocente cuyo símbolo de serpiente se deslizaba por el desfiladero de los pechos, había comenzado a decir algo mientras sonreía. Vio la muerte en aquella sonrisa.

Daré tu corazón por alimento

No comprendió si aquello era un verso, ni reconoció quién podía ser el autor ni lo que provocaba, pero supo, con absoluta seguridad, que todo había terminado. Es el fin, pensó durante esa débil fracción de segundo, mientras la dama recitaba. Quiso recordar a Julia. Quiso hacerlo de forma consciente, mientras aún era dueño de sus ideas, sus apetencias, su voluntad. Te amo, pensó. Súbitamente, un espantoso, frenético dolor, hondo y firme como un mordisco de rottweiler, engarfió su cabeza. Soltó la escopeta, se tambaleó, golpeó el tronco de un árbol.

Ya no logró pensar otra cosa.

Chorros compactos de sangre salieron despedidos de la nariz, ojos, boca y oídos del médico como si su cráneo hubiese reventado por dentro. Su grito se convirtió en un gorgoteo incomprensible y su corpachón volvió a golpear el árbol una, dos veces más. Hubo una pausa. Ballesteros, aún de pie, se sujetó las sienes como si quisiera comprobar exactamente qué había ocurrido en aquella calabaza. Entonces otra séptuple bocanada lo arrojó al suelo.

Rulfo no sintió miedo, solo una hondísima pena que angostaba su garganta y humedecía sus ojos. Hubiese deseado, más que nada en el mundo, evitarle aquel final a sus amigos. Era él quien había fracasado, no ellos.

Decidió que no podía defraudarlos.

Aferró el cuchillo, se incorporó, avanzó hacia el claro. Pero no se apresuró: caminó pausadamente, con inusitada calma, como si se dispusiera a dar la mano o besar los labios de aquellas doce figuras inmóviles. Distinguió el fofo y blancuzco cuerpo de la mujer obesa y cambió de rumbo, dirigiéndose hacia ella.

La dama lo contemplaba bizqueando, los labios cárdenos alargados como los de un extraño saurio. Empezó a recitar.

– Comme le fu… -Se detuvo, sacudió la cabeza, corrigió-: Comme le fruit foi… No, me estoy equivocando… Comme le fufu… -Las damas reaccionaron con un hilarante estallido de carcajadas. La mujer obesa se ruborizó-. No me pongáis nerviosa, hermanas… -Rulfo seguía acercándose. Su mirada expresaba algo atemorizador, pero la mujer obesa no estaba atemorizada en absoluto-. ¡Ah, ya…! -Gotitas de saliva salieron despedidas de su boca mientras recitaba, apuntando a Rulfo con el dedo:

Comme le fruit se fond en jouissance

En el momento en que alzaba el puñal una debilidad irrevocable le hizo caer de rodillas con un sonido de saco vacío y desplomarse de bruces sobre la hierba. Quedó más que inmóvil: quedó fláccido, sintiendo que el peso del cuchillo le fracturaba los dedos, escuchando la voz de la dama desde las alturas.

– ¿Por qué os reíais? Ya soy vieja, no lo recuerdo bien todo…