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– Claro.

Se dirigieron al comedor y cerraron la puerta. De pronto, al sentarse frente a frente, Ballesteros se encontró ridículo sosteniendo aquella escopeta. La dejó sobre la mesa con cuidado. Rulfo había encendido un cigarrillo.

– Eugenio -dijo con calma, tras un silencio-, ya has llegado hasta aquí. Nos has ayudado mucho. Sin ti, no hubiéramos podido hacer nada. Pero creo que a partir de este punto debemos seguir solos. Este asunto nos atañe únicamente a Raquel y a mí. Hace días pensaba de otra manera. Creía que yo también estaba invitado a una fiesta que no me incumbía. Creía que Akelos había buscado mi ayuda, al igual que la tuya, por mera casualidad… Después he sabido que no es así. Yo era el receptáculo, y este problema me involucra tanto como a Raquel. Además, han matado a dos de mis mejores amigos, tras torturarlos con saña.

– ¿Dos…? -murmuró Ballesteros, que recordaba solo a Susana.

Rulfo asintió en silencio.

– Acaban de dar la noticia. El ático de César se ha incendiado. Todo el vecindario ha sido evacuado. Hay varios heridos, pero los únicos fallecidos son Susana y él. Me da igual que se tratara de una chispa caída de la chimenea o que fueran ellas directamente, lo cierto es que los han matado. No van a dejar testigos. -Hizo una pausa antes de proseguir. Inhaló el humo del cigarrillo y lo soltó en lentas volutas-. Esto no te incumbe. Tienes otras cosas que proteger. Vete de aquí. Creo que tu hija vive en Londres, ¿no…? Pues haz las maletas y vete con ella. Sé que me vas a decir que no servirá de nada, pero, al menos, inténtalo. Si te quedas, será mucho peor. Una vez le aconsejé lo mismo a César y Susana, y no me hicieron caso. No quiero repetir la experiencia.

El médico observó un instante su expresión rígida, pálida. Está vacío por dentro. No le importa morir. Lo único que le queda es preocupación por los demás.

– ¿Vamos a perder? -preguntó.

– Míralo de esta forma. Tenemos una posibilidad contra un millón. Y, aunque pudiéramos hacerle daño a una de ellas, a Saga, por ejemplo, quedarían las otras. Seremos muy afortunados si el sábado por la noche logramos escapar. Pero piensa cómo será nuestra vida a partir de entonces.

– ¿Qué ocurre? -Ballesteros sentía escalofríos, pero decidió sonreír-. ¿Se ha marchado otra vez el Salomón Rulfo apasionado y ha venido el derrotista…? Te recuerdo que hemos hecho salir a la pieza clave de la debilidad del grupo, ¿no decías eso…? Y tenemos la sorpresa de nuestra parte. Quizá nos llevemos un susto el sábado, pero ellas se llevarán dos. -Señaló la escopeta-. Uno por cada cañón.

– Hace una semana me decías que estaba loco por intentar pelear. ¿Y ahora?

– Hace una semana no había visto todo lo que he visto desde entonces. Cuando recuerdo la imagen de Julia amenazándome me enfurezco. La habitación de mi hija aún sigue llena de sangre. Y aún siento entre los dedos la repugnancia de esa cosa que sacamos de la bañera y que después hablaba y parecía una mujer. Tengo miedo, Salomón, mucho más del que he pasado en toda mi vida, incluyendo aquella vez dentro del coche, con Julia a mi lado, mirándome… Pero he descubierto que el miedo me vuelve peligroso.

– ¿Peligroso para quién?

Por un instante, Ballesteros lo miró sin decir nada.

– No lo sé, quizá para mí mismo, pero sé que no voy a abandonaros ahora. Tú opinas que no me atañe, y te equivocas. Mi padre solía decir que hay cosas que solo les suceden a unos cuantos hombres pero atañen a todos los hombres, y todos los hombres deben reaccionar ante ellas.

Rulfo soltó una breve y desgarbada risita.

– El miedo no te ha vuelto peligroso: te ha vuelto poeta.

– Exacto. Poeta, y, por lo tanto, peligroso.

Se miraron un instante. Rulfo imitó su sonrisa.

– Eres la mejor persona del mundo…, o la más estúpida.

– Entonces ya somos dos. Bebamos para celebrarlo. -Ballesteros sirvió whisky.

– Haz lo que quieras -dijo Rulfo-, pero no confíes en tu escopeta. La única que realmente puede ayudarnos, la única que puede hacer algo, se encuentra ahora mismo en tu despacho leyendo versos e intentando recordar cómo se recitan. Si ella no lo logra, ninguna escopeta del mundo servirá… Nada de lo que hagamos servirá para nada.

– Me encanta la gente como tú, tan optimista y llena de esperanza -repuso Ballesteros, y alzó los vasos-. Brindemos por Raquel. Ya lo creo que lo logrará. Tiene que lograrlo.

Un poema es un bosque lleno de trampas.

Recorres las estrofas ignorando que un solo verso, uno solo pero suficiente, afila las uñas aguardándote. Da igual que sea hermoso o no, posea valor literario o carezca de él por completo: allí te aguarda, cargado de veneno, centelleante y mortal, con sus escamas de berilo.

La muchacha había pasado horas enteras durante los últimos días intentando capturar alguno de esos ejemplares. Sabía que era bastante improbable que en tan corto período de tiempo pudiera llegar a aprender algo verdaderamente mortífero, pero el éxito obtenido con la dama número trece le había dado nuevas esperanzas. Ahora deslizaba el dedo, palpaba, hojeaba los libros buscando un destello en la oscuridad de la tinta. El verso de poder se hallaría encajado entre los demás como una veta en la roca. Era preciso un trabajo de atenta minería para extraerlo y aislarlo en todo su relampagueante aspecto. Cualquier error (despreciar una palabra, añadir otra) lo dejaría inservible.

Había establecido rápidamente sus prioridades. Los griegos y latinos clásicos eran muy fuertes, pero había decidido que no podía fiarse de su capacidad para pronunciar esas lenguas. Shakespeare resultaba excesivo: si lo manipulaba sin experiencia corría el riesgo de saltar por los aires. Algunos tercetos de Dante contenían, sin duda, suficiente poder para arrasar el coven, pero temía no saberlos recitar con la adecuada maestría. En cuanto a Milton, damas como Herberia lo usaban con efectos devastadores, pero solo en filacterias. Era difícil luchar con Milton.

Necesitaba un poema de resultados inmediatos cuyo recitado fuera relativamente sencillo. Había comprendido que no podía elegirlo entre los más complejos.

Era miércoles por la noche, pero el reloj del despacho de Ballesteros indicaba que, en realidad, ya era la madrugada del jueves. Disponía de setenta y dos horas. Se frotó los párpados, extenuada, y las letras bailaron ante sus ojos.

Una oportunidad, dame una oportunidad, y quizá te sorprenda, Saga.

Cerró un libro de Ezra Pound y cogió una selección de Dámaso Alonso.

Fue pasando las páginas con cuidado, inclinada hacia delante, la luz del flexo crudamente volcada sobre el texto. No se detenía ante la belleza de las palabras, la pulcritud de las estrofas, la importancia de los poemas o su posible significado. No intentaba captar eso. Quería que un verso la hiriera. Quería descubrir en una palabra reflejos de cuchillo, filo de hoja de afeitar, dureza de diamante. Quería encontrar un puñal de sílabas para hundirlo en el pecho de Saga. Estaba rastreando en busca de una bala de plata, una línea que poder cargar en la recámara de su boca para disparar a Saga entre los ojos.

Eran poemas cortos. Leyó «La victoria nueva» y prosiguió con «Viento de siesta» y «Elemental». Se detuvo en este último.

Viento y agua muelen pan,

viento y agua.

Arrugó la página con los dedos. Jadeaba. Tiró de la hoja casi hasta arrancarla.

Eran palabras sumamente simples. Las releyó.

Viento y agua muelen pan,

viento y agua.

Lo supo. Allí estaba. Ésa podía ser su arma.

Aquellos dos versos eran un cuchillo acerado, fácil de manejar incluso por gargantas inexpertas. Solo un cuchillo, pero hasta un cuchillo era capaz de matar. El secreto se encontraba en la aliteración de las tres palabras que contenían la letra ene: Viento, muelen, pan. Aislada de éstas, agua tendría que emerger en un grito brevísimo. Ignoraba: cuál podía ser el efecto total de las líneas, pero pensó que hasta ella, en el plazo de tiempo del que disponía, podría llegar a convertirlas en un dardo.