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Cerré los ojos, en parte por pudicia y en parte porque me escocían. Cuando volví a abrirlos, Paz ya se había quitado los pantalones, las bragas, el zapato y el calcetín del pie izquierdo y trajinaba con el derecho, elevando la pierna. Fue entonces cuando decidí intervenir, y salí de mi escondite gritando desaforadamente y agitando el bastón y el puño cerrado.

Ahora, y solo ahora, puedo ser capaz de admitir que mi actuación fue un poco ridícula. Recuerdo que grité, en efecto, pero «gritar» no describe adecuadamente todos los saltos que daba, los amagos quijotescos de golpear seres invisibles con mi bastón, mi enconada furia y mis deseos de defender la vida y sorprender a la muerte soñando, para matarla.

– ¡No! ¡Atrás! ¡No bailes! -dije, entre otras cosas-. ¡Deja y que me enfrente a él! ¡Sabrá quién es Baltasar Párraga…!

«Gritar» no define mi ánimo exultante, desprovisto de temores por primera vez desde la muerte de mi esposa, ni la lección que obtuve aquella noche y que aquí ofrezco de buena gana a quien le interese: solo el valor de la temeridad es digno aliado en un combate difícil. A veces, una sola locura a tiempo es preferible a cien razonamientos demorados. El primer golpe (nos enseña, ay, la ética, por desgracia) lo asesta siempre el mal, pero, una vez en pugna, ¿qué nos impide a nosotros ser también los primeros en devolverlo? Así pues, me lancé a correr y a gritar como un condenado del infierno a quien Dios, por especialísimo privilegio, indultara de repente.

A partir de aquel momento solo recuerdo imágenes dispersas: Paz chilló y cruzó las manos sobre sus partes íntimas; Ángel no dijo nada, pero se levantó de un salto y echó a correr. Ella corrió tras él, no sin antes recoger el pantalón para cubrirse mejor lo que ocultaban sus manos. Creo que les di un susto de muerte. Y creo que también a la muerte le di un susto de muerte.

Cuando de Paz ya solo quedaba la idea de su nombre, una vez apagada la casete a bastonazo limpio, destrozada la litrona y recobrado el control, comprobé que aquel obsesionante ritmo había casi desaparecido del mundo. ¡Casi!, porque aún lo escuchaba bajo mis pies, empequeñecido pero amenazador:

– Crec, crec, crec-crec.

Me arrodillé en la arena y me encorvé todo lo que me permitió el lumbago, para ver mejor: ¡allí estaba, redondo y negro como una hostia de misa satánica (aunque, ahora que lo pienso mejor, era elíptico como un ojo de pez), un pequeño cangrejo que se alejaba dejando un curioso rastro sobre la arena: cinco líneas paralelas sobre las que, de trecho en trecho, sus pinzas grababan oquedades!

«¡Ah, mi siniestro compositor -pensé-, ¡así que éste es el pentagrama de tu espantosa música!» El cangrejo corría de perfil a toda velocidad, repiqueteando con sus pinzas al tiempo que registraba en la arena las notas del odioso ritmo. Pero no me preocupé demasiado: yo era más rápido, y solo tenía que extender la mano para cazarlo con mi sombrero. Eso intenté hacer.

¡Ay, los mortales somos probados una y otra vez en este valle de lágrimas: se examina así si valemos para el de la eterna alegría! Lo que sucedió entonces constituyó una cruel prueba del destino que el metal del que estoy hecho recibió como un martillazo en un yunque: tropecé, caí de bruces en la arena y mi asesino me esquivó y se introdujo con rapidez por una rendija entre dos rocas tan negras como él, fuera de mi alcance.

Las rocas formaban parte de un promontorio alargado y estrecho que penetraba en el mar por un lado y en la arena por otro. Gemebundo y dolorido, amén de fatigado y torpe, me acerqué todo lo rápido que pude al promontorio.

Deduje que sería absurdo que pretendiera escapar por el lado que daba a las olas. La salida hacia tierra, sin embargo, una oquedad poligonal y oscura (¡la oquedad central!), parecía mucho más probable. Allí decidí esperarle, bastón en mano. No sabía qué forma escogería esta vez para huir, pero si era algo que pudiese ser golpeado, a buen seguro que en aquel lugar iban a terminar sus crueles días. ¡Ay, mi habilísimo oponente había razonado lo mismo que yo!

Al cabo de unos minutos eternos emergió de la negra abertura un aliento amargo de pez podrido, una hedionda brisa expulsada por las rocas como el aire de un fuelle (se me ocurre otra comparación que me callaré por ser de mal gusto): duró unos pocos segundos y se desvaneció enseguida ante mis asombrados ojos y mi no menos sorprendido olfato. «¡Así es como te escapas!», comprendí. No hay asesino cabal que no tenga planeada su fuga por si las cosas se tuercen, y lo que había ocurrido era un buen ejemplo de esta verdad. Era inútil que intentara atraparlo en aquel momento: ¿cómo arrestar, enjuiciar y condenar a un soplo mortífero y vigoroso sin encarnación alguna? Solo Dios puede encarcelar a un alma.

Pero mi intuición detectivesca imaginó una celada casi infalible, un golpe maestro para derrotar a mi adversario ahora que tan seguro se debía de sentir con su nueva apariencia. Decidí poner en práctica mi plan en los días posteriores. Solo me agobiaba un temor, aunque pequeño.

Si fracasaba, la próxima víctima sería yo.

4 RONDA Y CAPTURA DEL ASESINO

«Desafíalo en tu terreno -me decía una voz interior-. ¡Ven y lucha conmigo!», grité en mi pensamiento. Sabía lo que debía hacer: no era demasiado difícil, pero requería absoluta concentración y exquisita destreza manual.

La misma noche de mi encuentro con el cangrejo, ya en casa y después de tomar las notas pertinentes, me dediqué a prepararlo todo. Entré en la pequeña salita de estar de la planta baja, en la que apenas paso el tiempo desde que murió Eloísa, y abrí la ventana que da al maltrecho huerto amurallado. Desempolvé la mesa camilla, desnuda de manteles, que constituía el único mobiliario de la habitación. Cogí el tablero de ajedrez, que se combaba aburrido en uno de los despenseros, y lo coloqué sobre la mesa, aunque la ondulación de la madera no permitía mantenerlo estable. No era extraño que estuviese tan estropeado, ya que el ajedrez no acepta solitarios, como los naipes, ¿y con quién iba a jugar yo en mis ratos de ocio? ¡Ahora, sin embargo, contaba con un potente contrincante!

Después vino lo más delicado: la copa con las cenizas de mi padre.

Mi padre quiso que incineraran sus restos y los guardara yo. Decía que estaba harto de vivir cerca del cementerio y no deseaba seguir allí después de muerto. La historia de nuestra familia, desde que el primer Párraga se estableció en esta casa solariega en las afueras de Roquedal y compró los terrenos adyacentes, ha sido la de una lucha constante contra la muerte: el camposanto, al principio pequeño, iba creciendo cada vez más conforme nosotros perdíamos tierras. Después de la guerra civil, el pueblo de los muertos nos desplazó hacia el otro lado de la carretera (antes poseíamos propiedades en ambas zonas), y nos redujo al habitáculo de nuestra propia casa. Ahora, cuando el único Párraga que queda soy yo, el cementerio ha terminado convirtiéndose en un lugar excelente para vivir, lleno de flores, lápidas limpias y mármol moderno, y nuestra casa ya no es nada más que un viejo cementerio.

No se me ocurrió mejor instrumento que una cuchara sopera para coger, con suma delicadeza, un puñado de la ceniza que, muchos años atrás, me había mirado con ojos amables y enseñado algunas de las cosas que sé sobre la vida. Deposité la pirámide de suave polvo gris sobre la mesa, y, ayudado por una cucharilla de café, comencé a distribuir el gran montón (debería decir el «montón padre», pero ocasionaría molestos equívocos) en pequeños terrones, dieciséis en total, rellenando dos de las hileras de un extremo del tablero, en la misma disposición que las fichas del ajedrez al comienzo de la partida: un poco de ceniza en cada escaque hasta completar, como he dicho, dieciséis. Había calculado bien desde el principio y no me hizo falta echar mano de más polvo, así que cubrí de nuevo la copa y la devolví con meticulosidad al anaquel correspondiente, donde están las velas y el retrato blanquinegro de mi progenitor, Raimundo Párraga. «Mano a mano otra vez, papá -le dije al bondadoso rostro de opulento bigote-, luchando contra la muerte, como siempre.»