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– El que ha tenido suerte ha sido el pobre Aparicio -comentó la sabia vecina que los había visitado «varias veces»-.¡Claro: como dormía en la habitación más alejada, y siempre con la ventana abierta, ya sabemos para qué…!

– Mira por dónde, eso de tirar porquería a la calle le ha salvado la vida al viejo -dijo, como de pasada, el hombre que estaba a su lado, y que debía de ser su marido porque ella le amonestó con un codazo.

– Una vida de sacrificios cuidando a su padre, para luego terminar de esta manera… -sentenció otra vecina, que era anciana-. Estamos todos en las manos del Señor…

Sin perder más tiempo, me deslicé entre la gente y logré entrar en la casa. Dos bomberos y un guardia civil (reconocí al cabo Marchena) inspeccionaban en la cocina las cañerías del gas. Todas las puertas estaban abiertas, así como la ventana del saloncito, pero la casa ya no olía a otro campo que a los de concentración. Supuse que solo disponía de pocos segundos antes de que los enfermeros regresaran a por el viejo, si es que no se lo habían llevado ya.

– ¡Eh, el loco, que se ha colado el loco! -dijo algún vecino a mi espalda; hasta la fecha no he logrado saber aún quién me delató.

Penetré en la habitación del viejo como una bala, levantando el bastón a guisa de arma en previsión de lo que pudiera encontrarme.

– ¡Quedas detenido por el asesinato de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé! -le grité a lo que yacía en la cama.

Don Aparicio, enterrado sobre dos almohadones bajo un crucifijo enorme como una guadaña y rodeado por un olor fétido a cosas muertas, me soltó un gruñido de acecho. Con su mano derecha, la de la zarpa, amasaba algo lentamente, y no tuve que mirar dos veces para saber lo que era. Pronto comprendí las intenciones de mi enemigo.

– ¡No! -exclamé, abalanzándome sobre el viejo al mismo tiempo que dos guardias civiles entraban en la habitación y me sujetaban.

Pero ¡y qué! Ahora me alegro de que aquellos agentes refrenaran mi primer impulso y me detuvieran. Aparicio ya no era lo que más importaba en aquel momento; es más: había dejado de ser importante para siempre; había jugado su papel y desempeñado su labor tal como mi asesino deseaba, y ahora había sido desechado. Por otra parte, nunca hubiera podido llegar a tiempo de impedirle hacer lo que sabía que iba a hacer, pues no bien los dos policías me hubieron reducido por la fuerza, el viejo, terminando de amasar las heces a su gusto, alzó la mano y las arrojó por la ventana abierta. Tanta violencia empleó que cruzaron la breve calle del Solar como una perdigonada maldita y fueron a estrellarse contra la ventana del vecino de enfrente. Mientras la autoridad me hacía salir del cuarto, tuve aún oportunidad de ver que alguien abría esa ventana, sin duda intrigado por el ruido del fenomenal granizo, y contemplaba con expresión de intensa repugnancia lo que ya no era sino su propio destino escrito con mierda deslizándose, putrefacto, por el cristal.

Se trataba de la joven hija de Huertas.

Paz, se llamaba.

3 CORO TRÁGICO ALREDEDOR DE PAZ HUERTAS MOHEDANO

Paz tenía tan solo quince años de edad y era hija de Casimiro Huertas y Ramona Mohedano. Los Mohedano ya habían sentado tristes precedentes en nuestro pueblo: una antigua prima de Ramona, Amparito, vio truncados sus días de forma trágica, en la flor de la vida, al caerse por un barranco del camino del bosque. Pensé que era mal presagio para una muchacha que, aunque no se parecía mucho a Amparo, también era muy bella. De pelo largo y suelto (aún más bonito si no se hubiera puesto mechas rubias, como acostumbran hacer ahora las chicas), Paz tenía además una atractiva figurita, que procuraba resaltar en los ojos de los demás usando ropa muy ceñida, y unos andares garbosos corregidos y aumentados por su forma de bailar, que llamaba la atención de la gente incluso en una tierra como ésta, donde estamos tan habituados a que las niñas desde muy pequeñas nos dejen estupefactos con sus movimientos.

Casimiro, su padre, era el pescadero del mercado de la plaza, aunque últimamente ha montado otro negocio en la calle Constitución, y le va muy bien. En aquellos años ya le iba no menos bien, y tenía dinero más que suficiente para darles a sus tres hijos todos los estudios que admitiesen.

Lamentablemente, ninguno de los tres admitió mucho. Julio, el mayor, se dedicó a ayudar a su padre y hoy dirige la segunda tienda de pescados. Ramiro, el más pequeño, tras algunas locuras infantiles, parece que también prefiere trabajar antes que estudiar (aunque a Ramiro le veo más inquieto y espabilado que al testarudo de Julio, así que ya veremos). En cuanto a Paz, la intermedia, su hijita del alma, no era carne ni pescado (nunca mejor dicho): Casimiro la consideraba especial; sus deditos no debían mancharse con los cadáveres de los bacalaos, besugos y boquerones, pero si tampoco quería estudiar, ¡qué se le iba a hacer!; lo importante era que fuese feliz. Por supuesto, su padre deseaba que hiciese una carrera, por ejemplo farmacia, se instalara en la capital y llevara una vida desahogada; pero si lo primero no era posible, entonces lo segundo, y si tampoco esto, al menos lo de la vida desahogada. Sobre todo que fuese feliz, por encima de cualquier otra consideración.

Sin embargo, en la época en la que yo empecé a interesarme por ella, Paz ya había tomado su decisión particular, que no era exactamente la que Casimiro pensaba. ¿Inocente? ¿Culpable? Una niña de esa edad, por muy mayor que se crea, es siempre inocente, al menos así opino yo, y no se merece en modo alguno el destino que parecía estarle reservado a Paz. Resolví, pues, dejar los juicios morales aparte y emplearme a fondo para detener a mi asesino antes de que llevase a cabo su nueva fechoría.

La guardia civil me había dejado en libertad tras detenerme en casa de la señorita Bernabé, como ha quedado dicho en el capítulo anterior. Solo me llevé una reprimenda del cabo Marchena -que me conoce y es hombre amable y compasivo-. Fingí obediencia y docilidad, y así pude dedicarme de nuevo a mi labor.

Decidí seguir a Paz. No era difícil: por las mañanas apenas salía (ayudaba, sin duda, a su madre en la casa, o, más probable, se ponía guapa para salir después), y en cuanto a las noches, aunque descansaba los lunes, martes y miércoles, se iba de juerga con un grupo de amigos el resto de la semana. Así que mi vigilancia se limitó, sobre todo, a las noches en que salía a divertirse, ya que deduje que el asesino no iba a intentar nada en su casa, con toda la familia alrededor.

Los amigos de Paz eran como ella pero peor que ella: maleducados, navajeros, bebedores y muchas cosas más. Solían detenerse primero en la Trocha y después en el bar del Romeral, y tras marcarse unas sevillanas en ambos bares (bailaba Paz, sobre todo) terminaban la noche en La Sirena, la única discoteca de Roquedal, o en la soledad de la playa. A veces iban otras chicas en el grupo, pero la mayoría era ella la única pava entre tanto pavo con el moco suelto. Cuando así ocurría, la hija de Huertas no desperdiciaba la oportunidad de autoproclamarse la reina de la fiesta. Salvo por su nombre, nada tenía Paz de pacífica.

Durante sus primeras cervezas en la Trocha yo me sentaba en una mesa discretamente alejada, le pedía un poleo a Joaquín el del bar y la vigilaba. Sus compañeros compraban litronas y comenzaban la juerga pasándose las botellas de morro en morro. Entonces Joaquín ponía música, generalmente flamenca, y Paz completaba la ronda con unas sevillanas bien bailadas, muy suelta por el alcohol y las miradas, sola o con otro compañero, le daba igual, mientras el resto del grupo batía palmas. El recorrido proseguía en Romeral, con más litronas y bailoteos, continuaba en La Sirena, donde yo no entraba por parecerme ya excesiva la vigilancia y porque de todas formas no me hubiesen dejado, y en no pocas ocasiones concluía en la playa, donde todos se dedicaban a bailar y quién sabe a qué otras cosas sobre la arena. Ése era el recorrido normal (o más bien «habitual») de jueves a domingo, y a mí empezaba a parecerme que Casimiro, en su afán de que su hija siguiera una vida desahogada, la había desahogado mucho.