José Carlos Somoza
El detalle Tres novelas breves
NOTA DEL AUTOR
En este libro ven la luz, reunidas por primera vez, mis tres únicas novelas breves hasta la fecha *. No se relacionan solo por su extensión: también las une la intención, porque cada una de ellas cuenta la historia de una obsesión.
Aunque podría afirmarse que toda historia es siempre la historia de una obsesión (la del narrador), la que sufren los protagonistas de estos relatos es particular en más de un aspecto, ya que constituye el fondo y la forma, el origen y destino último de la narración. Existen otras similitudes que se me antojan curiosas: dos de los protagonistas son médicos; los tres, probablemente, están locos.
Planos (1994), la obra que, a su modo, inició mi carrera literaria, se desarrolla en el pueblo de Roquedal, escenario de novelas posteriores como Cartas de un asesino insignificante o La caja de marfil. En Planos, la obsesión de Marcelino Roimar, un joven médico que viaja al pueblo para realizar una sustitución de verano, se transforma en una fantasía terrorífica: la de vislumbrar otros mundos dentro de éste y conocer a la extraña criatura que los habita.
El detalle, hasta ahora inédita en castellano, ya había sido publicada en francés, en una primera versión, en 2003. Su narrador es el «loco oficial» de Roquedal, Baltasar Párraga, que hace de improvisado detective en una curiosa investigación. Pese a su fama de enajenado, la obsesión de don Baltasar, paradójicamente, resulta mucho más racional que la de Roimar: los pequeños detalles situados en los limites de la percepción y la manera en que pueden convertirse, para un observador atento, en el origen de claves secretas. Párraga cree que siempre hay un asesino oculto detrás de cada tragedia, y tiendo a darle la razón.
La boca también fue publicada en francés en 2003, e igualmente había permanecido inédita en castellano hasta ahora. Es el único de los tres relatos que no se desarrolla en Roquedal y su estructura es tan extraña como la obsesión de su protagonista, porque consta de una especie de frase monstruosa, sin apenas pausas para el aliento. El narrador es un odontólogo que atiende una consulta próspera, vive una vida familiar gris y tiene una relación desgastada con una amante, pero su monocroma existencia cambia de improviso cuando hace un descubrimiento singular: por dentro alberga huesos. La evidencia de que, bajo la piel, sobrellevamos un esqueleto puede convertirse en una perogrullada temible.
Quisiera agradecer a la editorial francesa Mille et Une Nuits y a mi traductora en ese país, Marianne Millon, por el entusiasmo que me transmitieron en la «resurrección» de estas pequeñas obras; también a las maravillosas superagentes de la agencia literaria Carmen Balcells, porque sin ellas estas obritas nunca hubiesen visto la luz en ningún idioma; y a mi editor en España de Random House Mondadori, Claudio López, que me sugirió algunas correcciones muy necesarias para la versión definitiva de El detalle.
Tres relatos, tres locuras o tres formas de narrar. Me produce una explicable satisfacción ver publicadas, en un solo volumen, estas obsesiones primerizas.
JOSÉ CARLOS SOMOZA
Madrid, Julio de 2004
PLANOS
NOTA DEL EDITOR: Éstos son los papeles recopilados que don Marcelino Roimar Ruiz escribió durante su estancia en Roquedal. Su publicación no tiene como fin explicar la tragedia que sucedió, sino intentar arrojar alguna luz sobre su protagonista.
1
He llegado a Roquedal por la tarde, con el sol aún muy fuerte, y debo mencionar dos curiosos detalles que acaban de sucederme. El pueblo se adivina, pequeño y blanco, justo en un cambio de rasante de la comarcal. Allí, en esa momentánea cima, se tiene la impresión de que puedes coger todas sus casitas con la mano y desprender incluso gran parte del mar azul brillante que tiene detrás. Pero conforme te acercas, a un costado (el izquierdo de acuerdo a la situación del visitante) los campos de cultivo se ven interrumpidos de repente por un escuálido muro gris que apenas dura el tiempo que te permite verlo la velocidad del coche en la pendiente, y en el que un oxidado cartel deja leer «Cementerio municipal» sobre una entrada en arco con las puertas abiertas. Pequeños cipreses se yerguen detrás. Cuando cambiaba de marcha al final de la pendiente observé las grandes letras blancas. Eran cuatro torpes pero opulentas mayúsculas escritas a brochazos de una pintura tan radiante que me las imaginé fosforesciendo en plena noche. Resultaba imposible no leerlas: ETER.
Vengo de gran ciudad y estoy acostumbrado a los grafitos callejeros, pero ver ese enorme esfuerzo alfabético en el muro del cementerio me ha dejado intrigado con esa intriga inútil y molesta que al menos sirve para tener algo de lo que hablar o escribir en estas notas apresuradas, ahora, de noche, en mi habitación. No es la palabra lo que me confunde sino su hallazgo. ¿Qué ha querido decir el anónimo pintor con ese escándalo de letras blancas en el muro del cementerio? Pensé en unas siglas, en alguna asociación, en un chiste secreto, en que quisiera escribir otra cosa pero se equivocara o fuera interrumpido. Es curioso cuánto me molesta lo ambiguo, la imagen que dice pero se calla. Vengo de ciudad, claro, y estoy acostumbrado a buscar mensajes en los anuncios. Pero el tiempo de mi coche, al que hacía avanzar con moderada lentitud, no es mi propio tiempo. Me permití un vistazo al camposanto del pueblo, un ligero devaneo con aquellas letras fulgurantes (ETER) que alguien había pintado con un propósito desconocido y pronto lo olvidé, sometido al resto de mis impresiones (ahora lo recuerdo, no obstante). Mi reloj (el último regalo de Mariela), con la esfera desparramada como un huevo frito (imita la configuración de un «reloj blando» de Dalí) marcaba las siete y no sé cuántos y yo entraba con mi coche (su interior caliente y el volante inflamando mis manos) en la calle principal. Y entonces ocurrió el segundo detalle curioso.
Diré antes que el pueblo me produjo sensación de soledad, pero de eso, creo, tiene la culpa el verano. El verano en un pueblo siempre es solitario, no hay diferencia entre éste o cualquier otro de la costa o el interior. Los días crudos de invierno obligan a una cierta soledad activa, pero en verano la actividad se evapora por las tardes, y la soledad se hace lánguida y te sientes impelido a tenderte y languidecer con ella entre el zumbido de las moscas y la repetición de las chicharras. El mediodía señala esa hora de sueño y de sol en que todo desaparece y el pueblo queda vacío y blanco como éste. Y siempre hay una calle larga que traiciona tu mirada con una revuelta allí, al final, para no dejarte ver el pueblo. Recuerdo que he pensado en un domingo: tengo la idea cierta de que los domingos son días enormemente solitarios. En ellos siempre hay espacio para un verano perenne y un silencio largo y aburrido. En eso pensé: entré en Roquedal aminorando la marcha, el motor de mi coche sonando casi en tono de pregunta, muy bajito, cubierto por el silencio, las llantas friendo piedrecitas debajo en la calle mal asfaltada, las sombras de las casas siempre ahí, rectangulares, y al fondo, entre techos y pinos, el reborde tieso del mar, y pensé que era todo un domingo en pleno martes.
Y por si fuera poco, unos chavales jugaban en la calle, entre la sombra y el sol, regateando con una pelota blanquinegra que lanzaban al aire con gritos suaves. Parecían un recuerdo infantil. Me detuve junto a ellos.