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– ¿Dónde está la casa de don Roberto, el médico? -dije.

Me miraron y se miraron entre sí, arrugando las caritas como si las exprimieran. Estaban sucios de polvo y tierra pero parecían limpios debajo, como si se hubieran disfrazado con aquella suciedad para recibirme. Hablaron entre ellos y uno, el más alto, flaco, de pelo revuelto y castaño, vestido de futbolista con un traje pequeño y antiguo, el escudo tan borroso que no pude saber si el equipo era real o ficticio, me dijo:

– ¿Don Roberto?

– Sí. El médico.

– No sé.

– ¿Este pueblo no es Roquedal? -pregunté sonriendo.

Y el niño me miró seriamente, con una seriedad y un asombro que lo eximieron de burlas, y respondió que no.

– Estío -me dijo-. Este pueblo es Estío.

Y algunos compañeros corearon, canónicamente, pugnando por ser los primeros en brindarle a un adulto la información:

– Estío.

– Estío.

– Estío.

Tal vez fue la inevitable confianza en otra respuesta lo que me impidió aclarar del todo la confusión. Los niños no tienen paciencia con los adultos aturdidos: con ellos hay que ser directos y concisos, o se te desmenuzan como la arcilla recién modelada. No sé qué les dije, ahora no recuerdo. Balbucí algunas preguntas y se fueron apartando de mí mientras la pelota volvía al aire de nuevo y ellos respondían:

– No. Este pueblo es Estío. Estío.

De resultas de aquel juego de confusiones no sé qué hubiera ocurrido. Por suerte, enfilaba hacia mí por la zona de sombras un hombre grueso, frutal, con mono de trabajo azul plagado de manchas negras, y tirantes bajo los que sobresalía una débil camisa roja a cuadros. Llevaba gafas y boina, por ese orden, porque las primeras eran tan gruesas que parecían una máscara y la última se aplastaba, plana y pequeña, como el cuero cabelludo sobre su enorme cabeza. Bajo el brazo traía un neumático. Después he sabido que se llama Joaquín, y arregla toda clase de máquinas por poco dinero. Sus respuestas, con una voz desbaratada, casi de vieja, no me traicionaron:

– ¿Don Roberto? Tire por esta calle hasta el final. En la esquina hay una casa azul. Ésa es.

Me ilusiona esta buena gente. Con cuánta sencillez dividen el tablero de su pueblo en casas rojas, azules, malvas, de piedra o enjalbegadas (y lo de «la casa azul», según he sabido ahora mismo, no es fortuito: Rosa, la cuidadora, me informa de que por un tiempo existió la idea en Roquedal de pintar de azul todas las casas cercanas al mar. Imagino que pronto se les ocurriría pintar de verde las que dan a la montaña). El caso es que Joaquín me despejó la pequeña broma con sus gestos (tiene los brazos cortos y casi cuadrados, de forma que los dedos parecen brotarle justo de las muñecas), aunque los chavales no se reían: fuera cual fuese el resultado que esperaban de su engaño, habían perdido todo interés por mí y seguían jugando con la pelota, o la pelota con ellos. Los dejé atrás.

El primer repaso de mi pueblecito (aparte de estas confusiones) ha sido alentador: casas limpias y calles estrechas, fabricadas para pasar por ellas andando, señoras muy mayores viviendo en los umbrales de las puertas o en los marcos de las ventanas, una tienda de ultramarinos tan oscura y ultramar como su nombre, macetas de flores intensas, adolescentes formando piñas saliendo de las casas hacia los bares y, naturalmente, olor a mar fuerte traído por una brisa que nunca cesa.

Y aquí estoy, por fin, narrando mi primera andanza. La casa de don Roberto, de dos plantas, es, en efecto, azul. Está en la esquina final de la calle que divide al pueblo. Tiene un patio interior cuadrado donde respiran las plantas y hay humedad de invernadero. Las habitaciones de don Roberto dan al solar de al lado, y más allá y sin esfuerzo, a la mancha azul morada del mar. Las otras las ocupa Rosa, una mujer fuerte y mayor con una cara y una figura con rastros de su antiguo atractivo. Su sonrisa es simpática: al sonreír, todas las arrugas forman líneas como los radios de una rueda y confluyen alrededor de sus labios, aureolando el gesto. Sus ojillos vivaces se prenden a las cosas como imanes. Fue la que me recibió:

– Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle. Me dijo que se sintiera usted como en su propia casa.

– Muchas gracias.

– Déjeme las maletas.

– Ya las llevo yo, no se preocupe.

– ¡Va usted muy cargado! ¡Déjeme una maleta, hombre! -Lo hago, la que menos pesa (apenas me da tiempo para elegir) y sube con ella las escaleras de piedra como una exhalación. Me pregunté al verla si su delgadez y su energía no serían indicios de alteración tiroidea, ¡pero sin duda son indicios de la vida en Roquedal! Y mientras, iba hablando-: Suba usted por aquí. Cuidado con este escalón. Aquí está el dormitorio. Es pequeño pero limpio, ¿sabe usted? La puerta se atranca un poco. El cuarto de baño. Está todo bien, ¿sabe? Don Roberto lo dice.

Y sin don Roberto lo dice, don Marcelo debe decirlo, claro.

La verdad es que no me pareció ni una cosa ni otra. Me enseñó toda la casa antes que las imágenes que recibía pudiera traducirlas en impresiones. Sospecho que la ciudad te hace sentir sin pasiones, con la inteligencia: yo tengo que dedicarme tiempo para poder saber si una cosa me gusta o no. Imagino que hemos perdido la capacidad de amar u odiar con espontaneidad, a pleno pulmón, como los niños. Dije a todo que:

– Sí. Muy bien. Qué bonito.

Y aún ahora me pregunto si me gusta realmente o no. Por fin, acabada su labor de guía, se vuelve hacia mí sin pausas:

– ¿Y usted es…?

– Marcelino Roimar. Pero me gusta que me llamen Marcelo -me apresuré.

– Don Marcelo -dijo con voluntad de recordarlo.

– Don Marcelo -sonreí.

– Vendrá usted muy cansado. ¿Le preparo algo antes de la cena?

– No, muchas gracias.

– ¿A qué hora le apetece cenar?

Comprendí ese andar de puntillas con el que ambos tratábamos de no romper nuestro frágil primer encuentro. Según creo, es importante -y no difícil- llevarse bien con Rosa. Tuve que decirle una hora de cena para complacerla y dije las once. Después le sonsaqué algunos detalles de mi trabajo: dónde está la consulta, cómo se llaman la ATS y la matrona (dos enormes instituciones de Roquedal) y qué se supone que debía yo hacer respecto a las costumbres previas de don Roberto y qué no. Adiviné que se hallaba cómoda con los sustitutos de verano y había memorizado una lista de consejos de abuelita que me estuvo dictando de espaldas, en la oscura cocina de la planta baja, mientras me hacía una tortilla. La iluminaba una bombilla solitaria ahorcada de un cable blanco y largo y plegado como una rama. Apenas distinguía yo la redondez de su cabecita entrecana mientras me hablaba: la cifosis la ocultaba un poco y ella hacía el resto encorvándose sobre su tarea. Viste de negro hasta los pies, pero en ella no parece luto. Pensé que sería más triste verla vestida de colores.

– ¿Y le gusta el pueblo? -salía la voz de su espalda-. Bueno, no lo ha visto todavía, claro.

Y yo, entre medias de su infatigable ritmo, lograba participar con alguna frase:

– Sí. Lo que he visto me ha gustado.

Porque aquí todo tiene que gustar así, de inmediato, solo de verlo una vez, y yo no tengo enseñados a mis ojos. Es más: aún no conozco en realidad el pueblo (aunque ella cree que lo recorrí antes de venir a la casa). Tras su bienvenida me había dado una ducha repentina y escasa (el agua sale compacta y lineal, sin aspersión, de una especie de grifo alto. La probé y era salada. Me reí imaginando que el mar evacuaba en mi cuarto de baño) y me puse algo limpio para cenar. Mi reloj blando me sorprendió diciéndome que eran ya las once menos cuarto y para cuando bajé, Rosa se hallaba bregando con las tortillas y el patio olía, en la noche, a huevo frito y a nardos.

Cuando me sirvió la cena, nos quedamos un instante en silencio, como si toda la charla hubiera sido una excusa para cocinar. Entonces se me ocurrió otro tema.