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Surgieron las litronas como trofeos en las manos, y Joaquín. apagó la televisión. Inmediatamente comprendí que se dirigía a la barra para poner los casetes de sevillanas y atraer, así, más público joven a su local. Hubiera sido una pérdida de tiempo decirle que no lo hiciera, pero, de haber tenido un átomo de sensibilidad, Joaquín se lo habría pensado mejor. «¿No ves esas bocas, esos dientes lustrosos, esos cuellos que muestran la nuez con cada trago de cerveza? -pensé-, y sobre todo, Joaquín, ¿no ves esos ojos hambrientos de sangre? ¡Mi asesino quiere que la víctima baile! Cuando ella baile, el pueblo entero cantará: "¡Siempre!", y Paz morirá, no sé cómo, pero morirá ineludiblemente.»

El frenético ritmo que acompañaba a Paz me había hecho olvidar por un momento a Guerín. ¡No le había entregado la nota! Lo busqué con la mirada, pero el bar, una vez concluida la carrera, empezaba a abarrotarse y no pude hallarle. «Manolo, maldita sea, ¿dónde te has metido?», me indigné. Comenzaron a repicar las guitarras en los altavoces de la casete, y una pareja de voces gitanas desató la introducción de la primera sevillana. Casi por ensalmo, los brazos de las chicas se levantaron y ejecutaron lentos arabescos en el aire. Paz estaba entre ellas: los chavales le habían dejado espacio, y la vi moverlas manos con delicadeza, flexionarlas muñecas, entornar los ojos, disponerse a taconear los primeros compases. El jersey se había alzado con sus gestos y breve como era, descubría pícaramente su pequeño vientre y el ombligo. «¡Es una mascarada! ¡Él los mueve a todos y nadie se da cuenta!», pensé, atormentado.

– No bailes -dije con los ojos fijos en la pobre niña-. No bailes.

Era lo mismo que había escrito en la nota que Guerín no le había entregado. Me levanté de la mesa como un resorte dispuesto a hacer cualquier cosa para impedir que se consumara la tragedia.

Pero había demasiada gente y no llegué a tiempo. Paz bailó.

Y, por cierto, magníficamente.

Las palmas y el coro de risas la cercaron como una empalizada; recibí cuatro empujones, dos sueltos y dos juntos, y tuve que volver a sentarme. Me sentí viejo y fracasado contemplando cómo mi enemigo hacía girar a Paz en un torbellino negro como un disco de gramófono sobre cuya superficie, insensiblemente, se clavara la aguja arrancándole a arañazos la música.

– ¡Siempre! -exclamó un hombre gordo junto a mí; parecía hipnotizado contemplando el baile.

– ¡Siempre! -coreó una chica de gruesos labios que charlaba con otros chicos en una mesa cercana.

– ¡Siempre! -La palabra pasaba de boca en boca, como las cervezas. Pronto, toda una mecha encendida con aquella palabra rodeó la figura jadeante de Paz: «¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!». «El verso concluye -pensé-, y la guadaña cae.»

Terminaron las sevillanas y uno de los chavales del grupo se acercó a la hija de Huertas y se puso a charlar aparte con ella. ¡Qué gran sorpresa la mía al descubrir que se trataba de Ángel Diosdado, el hipócrita que se había reído de mí semanas antes, mientras vigilaba la casa de Guernod! Paz le escuchaba con gran atención y asentía de vez en cuando. Aunque otros chavales del grupo les molestaron, ellos siguieron con su conversación. Al cabo del rato había dos grupos: Paz y Ángel por un lado y el resto por el otro. «¿Qué querrá ese sinvergüenza con la chiquilla?», me pregunté.

No tuve que esperar demasiado para saberlo. De repente, Paz y su nuevo amigo se despidieron de los demás y se marcharon. Decidí seguirles. Cuando me iba, divisé a Guerín en la barra, medio borracho frente a un vaso de vino. Él no me vio. Reprimí una maldición pensando que, en realidad, Manolo no tenía la culpa. «También está solo -comprendí-, pero a él le resulta insoportable.» La soledad ansiaba compañía, y la muerte ansiaba la vida. Mi asesino, por definición, era el más solitario de los seres: por eso los ansiaba a todos. Mi asesino era el único y verdadero culpable: él era quien pecaba, los demás cometíamos faltas perdonables. Con esos pensamientos salí del bullicio del bar y seguí a la pareja a prudente distancia por las calles engalanadas de bombillas.

Enseguida supe que se dirigían a la playa. «A las parás, donde Paz bailará su última danza sobre una arena formada por incontables, minúsculos cráneos de tierra -pensé-. Y allí acabará el canto fúnebre.» Improvisé una estrofa sobre el mismo tema:

Este cantar es tu muerte,

a pesar de don Baltasar

vendrás a bailar al mar,

¡eres mía para siempre!

Pero una nueva sorpresa me aguardaba: después de adquirir otra litrona en el primer chiringuito de la playa, Paz y su amigo se dirigieron hacia el espigón, esto es, a la zona opuesta a la de las parás, que es la que abarca todo el tramo de costa hasta la torre de piedra. Yo sabía que el espigón era un lugar maldito desde mucho antes de que aquel sustituto del doctor Torres, Marcelino Roimar, se suicidara arrojándose por él hace dos años. Desde luego, no había escenario mejor en todo Roquedal para el próximo crimen de mi despiadado enemigo.

La pareja se alejaba cada vez más. La oscuridad de la noche del mar les dejaba paso y se cerraba tras ellos. Escuché la distante risita de Paz, mecánica, rítmica como un juguete de cuerda: ja, ja, ja-ja. Sin pensármelo dos veces, me quité los zapatos y les seguí, avanzando en calcetines por la arena.

En varias ocasiones creí que me había perdido: la noche era enorme e inclemente y no había ninguna luz, ni siquiera las de las barcas de los pescadores en el horizonte. Al cabo del tiempo percibí un suave ritmo de tambores por cima del respirar de las olas. Procedía de un lugar muy próximo al espigón, de manera que ya era posible advertir el moribundo y escueto cuerpo de piedra de éste introduciéndose en el mar. Rocas cercanas ofrecían un escondite excelente, y hacia allí me dirigí.

Aclararé antes que no estuve contemplando la escena que voy a describir a continuación por otro motivo que el del buen desempeño de mi labor detectivesca: ya bastante sufría con el reuma, el relente del mar, las horas tardías y, en fin, todas las semanas que llevaba agotándome, como para ponerme en aquel momento a hacer de mirón. Y habiendo hecho constar esto, diré que en un claro de arena apenas desvelado por el cuarto creciente de la luna y rodeado de rocas descubrí a Paz y a su amiguito Ángel, y que al principio pensé, ingenuo de mí, que el chaval estaba herido o sufría de alguna forma, porque se hallaba tendido bocarriba en la arena a los pies de ella y gemía y se retorcía como si necesitara ayuda urgente.

Pero un segundo después observé que tenía ambas manos apoyadas en la bragueta.

La chiquilla, por su parte, le replicaba con audacia: de pie entre las piernas de él se despojaba con tranquilas e insinuantes maniobras de sus pantalones, y aun de sus bragas, sin dejar por esto de mover las ya desarrolladas caderas. «¿Qué pensarías de tu desahogada hija si la vieras ahora, Casimiro?», me dije. La música -un tamtan agónico y primitivo a cuyo ritmo se desnudaba Paz- manaba de los altavoces de una radiocasete portátil que había sobre la arena (y que yo no recordaba que llevaran ellos, así que hube de suponer que mi adversario lo había previsto todo). El casco de una litrona sobresalía como un hongo sucio junto a la casete.

– ¡Ah…! ¡Ah…! ¡Eso es…! -gemía el hijo de Diosdado. -

– ¡Tam, tam, tam-tam! -sonaba la música.

«Todo formaba su mortaja -escribí días después-, cada objeto en la arena era como una flor en su tumba. Las patas de una inmensa araña la rodeaban. El coro gritaba desde el espigón -¿y qué otra cosa puede decir el mar como no sea la palabra "Siempre", arrastrando la s con un acento de guijarros triturados?-. Y ella, aún cubierta con el jersey, echándose el pelo hacia atrás, se hallaba preparada para el sacrificio. La oía reírse, pero eran boqueadas. Se movía al ritmo de los tambores, pero he visto a los peces hacer lo mismo cuando son arrancados del agua. Todo en ella era pura agonía.»