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Era imposible encontrar otro hombre como aquél en todo el mundo, gracias a Dios. La naturaleza de aquel engaño tenía un algo de desfachatez diabólica que le dejaba a uno sin respiración.

Otras consideraciones producto de la prudencia le habían hecho cerrar el pico día tras día. Le parecía que hubiese sido más fácil hablar nada más realizar el descubrimiento. Casi lamentaba no haber montado el escándalo inmediatamente. Pero luego, la propia monstruosidad del descubrimiento… ¡Vamos! Apenas se atrevía a encararlo él mismo, ¿cómo señalárselo a otros? Además, con un desesperado como aquél, nunca se sabía. El objetivo no era echarle a él (cosa prácticamente hecha), sino ocupar su lugar. Por extraño que pareciese, el hombre podía pelear. Un hombre que se lanza a tal fraude tenía que tener redaños para cualquier cosa; diríase que era un hombre que se enfrentaba al propio Dios Todopoderoso. Era un prodigio siniestro. Ni más ni menos. Perfectamente capaz de enfrentar el asunto con el mayor descaro hasta conseguir echarle del barco a él (Sterne) y dañar irreparablemente su porvenir en aquella parte del Oriente. Sin embargo, si quieres conseguir algo, tienes que arriesgarte. A veces Sterne pensaba que había sido indebidamente tímido a la hora de pasar a la acción; y peor aún, había llegado un momento en que ya no sabía qué acción emprender.

La taciturnidad rabiosa de Massy era demasiado desconcertante. Constituía un factor incalculable de aquella situación. Era imposible decir qué había tras su ferocidad insultante. ¿Cómo podía uno confiar en un temperamento así? No causaba en Sterne ningún terror visceral de tipo personal, pero le hacía temer sobre manera por sus perspectivas.

Aunque naturalmente inclinado a atribuirse excepcionales poderes de observación, había vivido ya demasiado tiempo a solas con su descubrimiento. No prestaba atención a nada más, hasta que al cabo cierto día se le ocurrió que aquello era demasiado obvio como para que a nadie le pudiese pasar desapercibido. A bordo del Sofala no había más que cuatro blancos. Jack, el segundo maquinista, era demasiado romo para darse cuenta de nada que ocurriese fuera de su sala de máquinas. Quedaba Massy -el propietario, el interesado- casi loco de preocupación. Sterne había oído y visto a bordo demasiado como para saber qué le calentaba los cascos; pero la exasperación parecía volverle sordo a sus cautas insinuaciones. Si lo hubiese sabido, era precisamente lo que buscaba. Pero ¿cómo se podía negociar con un hombre de aquella especie? Era como ir a la cueva de un tigre con un trozo de carne en la mano. Cabía perfectamente que no le recompensase a uno por el trabajo que se había tomado. En realidad, siempre andaba amenazando con hacer algo así; y lo urgente del caso, la imposibilidad de manejarlo con seguridad, hacían revolcarse a Sterne en su jergón, jurando con los ojos abiertos, durante horas, como si ardiese de fiebre.

Sucesos como el roce del bajío que acababa de producirse resultaban extremadamente alarmantes para sus perspectivas. No quería encontrarse en seco debido a alguna catástrofe repentina. Claro, estando Massy en el puente, el viejo tendría que animarse a hacer algún número. Pero las cosas le estaban ya saliendo muy mal. Esta vez, incluso Massy se había visto con valor para echarle en cara el fallo; Sterne, que escuchaba al pie de la escalera, había oído los quejidos y denuncias torpes del otro. Por suerte, el bestia era muy estúpido y no podía ver la razón de todo aquello. Sin embargo, no había que reprochárselo; se necesitaba ser muy listo para dar en el clavo. Y sin embargo, ya era hora de hacer algo. El juego del viejo no podía durar muchos días más.

– Todavía puedo perder la vida en esta locura… y no digamos la oportunidad, -musitaba Sterne para sí, muy irritado, una vez que la espalda gibosa del primer maquinista hubo desaparecido por el rincón de la lumbrera. Sí, sin duda -pensaba-; pero espetar por las buenas lo que sabía no le iba a servir para promocionarse. Al contrario, podía arruinar sus perspectivas. Tenía miedo de otro fracaso. Tenía cierta conciencia de no ser muy apreciado por sus compañeros en aquella parte del mundo; cosa inexplicable, porque no les había hecho nada. Sería envidia, suponía. La gente siempre se echa encima de cualquier tío listo que declare abiertamente su intención de abrirse camino en la vida. Sería la mayor de las locuras pensar que cumplir con su deber le granjearía la gratitud de aquel bestia de Massy. Era malo, malo. ¡Inhumano! ¡Perverso! ¡Pésimo elemento! ¡Una bestia! Un bestia sin ningún destello de humanidad en toda su persona; sin ni siquiera un mínimo de curiosidad, pues de lo contrario sin duda habría reaccionado de alguna forma a las incansables insinuaciones que le había hecho… Aquella insensibilidad resultaba casi misteriosa. El estado de exasperación de Massy le hacía a los ojos de Sterne más estúpido de lo que es normal en los armadores.

Meditando en lo engorroso de aquella estupidez, Sterne se abandonó completamente. Su mirada pétrea, estaba clavada sin pestañear en las planchas de la cubierta.

El leve temblor que agitaba toda la fábrica del barco era más perceptible en el silencioso río, sombrío y en calma como un sendero de la jungla. El Sofala, deslizándose con movimiento regular, había dejado atrás el cinturón costero de barro y mangles. Las márgenes eran más elevadas, formando recias moles inclinadas, y la selva de grandes árboles llegaba hasta la orilla misma. Donde la tierra había cedido a los embates del agua, un empinado corte pardo dejaba al desnudo una masa de raíces enredadas como si peleasen bajo tierra. Y en el aire, las copas entrelazadas, trabadas y cargadas de enredaderas, seguían la lucha por la vida, entremezclando sus follajes en una sólida muralla de hojas, en la que destacaba acá y allá un enorme pilar oscuro, o una brecha, como desgarrón hecho por bala de cañón, que mostraba la impenetrable oscuridad del interior, la sombra secular e inviolable de la selva virgen. El golpeteo de las máquinas reverberaba como latidos de metrónomo que midiesen el vasto silencio, la sombra de la muralla oeste había caído sobre el río, y el humo que salía de la chimenea hacia atrás formaba un torbellino tras el barco, extendiendo un leve velo oscuro sobre las aguas obscuras que, chocando con la marea, parecían permanecer estancadas en toda la longitud de aquel tramo del río.

El cuerpo de Sterne, como si tuviese raíces en aquel lugar, temblaba levemente de punta a cabo con la vibración infernal del barco; bajo sus pies se oía a veces un repentino resonar de acero, o el estallido ruidoso de un grito; por la derecha las hojas de las copas capturaban los rayos del sol bajo y parecían brillar con luz propia, verde-dorada, rutilante, en torno a las ramas más elevadas, negras sobre el cielo azul claro que parecía pender sobre el lecho del río como el techo de una tienda. Los pasajeros para Batu Beru, arrodillados sobre las planchas, estaban ocupados en enrollar sus jergones de estera; liaban hatillos, aseguraban las cerraduras de cofres de madera. Un chamarilero marcado por la viruela echó la cabeza atrás para beber las últimas gotas de una botella de arcilla antes de envolverla en un lío de sábanas. Grupos de vendedores ambulantes conversaban en voz baja en la cubierta; el séquito de un pequeño rajá de la costa, simples jóvenes de rostro aplanado con bombachos blancos, gorros redondos de algodón blanco y sarongs de colores vivos cruzados sobre hombros de bronce, aguardaban de cuclillas en la escotilla, mascando betel con bocas rojas brillantes como si estuviesen saboreando sangre. Sus lanzas, amontonadas en medio del círculo que formaban los pies desnudos, parecían un desordenado haz de bambúes secos; un chino lívido y flaco, con un gran bulto envuelto en hojas ya bajo el brazo, miraba alerta hacia adelante; un rey errante se frotaba la dentadura con un pedazo de madera, echando por la borda con los labios un brillante chorro de agua; el grueso rajá dormitaba en una tumbona destartalada… y a la vuelta de cada curva reaparecían las dos murallas de hojas, paralelas a las orillas, con su impenetrable solidez que se desvanecía en lo alto entre la leve niebla vaporosa de incontables ramitas libres que surgían de la punta más alta de vetustos troncos, y velludas puntas de enredadera cual delicados surtidores de plata que se erguían sin el menor temblor. En ninguna parte había señales de algún claro; ni rastro de habitación humana, excepto en cierto punto en que sobre la desnudez de una punta plana, bajo un grupo aislado de frágiles helechos arborescentes, aparecieron los restos embarullados y maltrechos de una antigua cabaña, con ese aspecto peculiar de las paredes de bambú en ruinas, que parecen como aplastadas con alguna porra. Más adelante, medio oculta bajo la vegetación que caía sobre las aguas, una canoa con un hombre, una mujer y un montón de cocos, retembló fuertemente tras el paso del Sofala, como ingenio navegador de aventurados insectos, de hormigas viajeras; mientras dos cristalinos pliegues de agua salían disparados de cada flanco del vapor y recorrían toda la anchura del río ascendiendo suavemente a contracorriente, frotando sus puntas con ruidosos espumarajos marrones contra los pies de limo de cada orilla.