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Esa meta era no hacer nada, absolutamente nada, y disponer de muchísimo dinero para mantenerse así. Había catado el poder, la más alta forma de poder de que tenía conocimiento en su limitada experiencia: el poder del armador. ¡Qué decepción! ¡Vanidad de vanidades! Le asombraba lo loco que había sido. Había despreciado la sustancia por la sombra. No conocía lo suficiente las delicias de la riqueza como para excitar la imaginación con visiones de lujo. ¿Cómo iba a poder tenerlas él, hijo de un calderero borracho… que había pasado directamente del taller a la sala de máquinas de una mina del norte? Pero podía concebir muy bien la noción del ocio absoluto que proporcionaba la riqueza. Soñaba en ella para olvidar sus apuros presentes; se imaginaba caminando por las calles de Hull (de niño había conocido muy bien las alcantarillas de esa población) con los bolsillos llenos de soberanos. Se podría comprar una casa; sus hermanas casadas, los maridos de éstas, los antiguos compañeros de taller, le rendirían homenaje infinito. Nada le podría preocupar. Su palabra sería ley. Cuando le tocó el premio, llevaba mucho tiempo sin trabajo, y recordaba que la noche que llegó la noticia, Carlo Mariani (conocido comúnmente como Charley el panzudo), el gerente maltés del hotel del extremo más sórdido de Denham Street, lleno de alegría le había hecho mil reverencias.

El pobre Charley, aunque vivía a costa de explotar varios vicios abyectos, les fiaba la comida a muchos despojos blancos. Se alegró ingenuamente al pensar que iba a cobrar tantas facturas atrasadas, y enseguida se imaginó que habría una serie de fiestas en la cavernosa taberna de los sótanos. Massy recordaba el aspecto curioso y respetable de los «despreciables» blancos que la frecuentaban. El pecho le estallaba de satisfacción. Massy dejó con pose altiva el infame garito de Charley en cuanto se dio cuenta de las posibilidades que se le abrían. Luego, el recuerdo de aquellas adulaciones le causaba gran tristeza.

Ese era el auténtico poder del dinero… y sin problemas, sin tener que preocuparse. Pensaba con dificultad y tenía sentimientos muy vivos; para su corto cerebro los problemas que se presentaban en cualquier tipo de vida le parecían crueles maquinaciones ideadas por la evidente malicia de los hombres. Siendo armador, todos habían conspirado para convertirle en un don nadie. ¿Cómo podía haber sido tan loco de comprar aquel barco maldito? Había caído en un abominable engaño; el fraude a que estaba sometido no tenía fin, y conforme las dificultades de su ambición nada previsora estrechaban el cerco, llegó realmente a odiar a todos los que en alguna forma habían estado en contacto con él. Un temperamento irritable de natural y una sorprendente sensibilidad respecto de los derechos de su propia personalidad habían acabado por convertir su vida en una especie de infierno: un lugar en que el alma perdida se veía entregada al tormento de salvajes quebraderos de cabeza.

Pero nunca había odiado a nadie tanto como a aquel viejo que se presentó cierta noche a salvarle de un desastre total… de la conspiración de los siniestros hombres de mar. Pareció caer a bordo llovido del cielo. Los pasos que resonaban en el vacío vapor, y la voz de extrañas tonalidades graves repitiendo interrogativamente en la cubierta las palabras -Mr. Massy, ¿está Mr. Massy?- habían sido una maravilla sorprendente. Saliendo de las profundidades de la fría sala de máquinas, por donde vagaba deprimido con una vela, entre las enormes sombras proyectadas en todas direcciones por los miembros esqueléticos de la maquinaria, Massy había quedado pasmado y atónito al encontrarse en presencia de aquel imponente anciano de barba cual peto de plata, que se erguía alto en una oscuridad lívida por las llamas agonizantes de la puesta del sol.

– ¿Qué quiere usted verme para tratar de negocios? ¿Qué negocios? Ahora no trabajo. ¿No ve que el barco tiene las calderas apagadas?- Ante la agobiante ironía de su desastre, Massy se había ensenado. Luego, no podía prestar crédito a sus oídos. ¿A dónde iba aquel viejo? Las cosas no suceden así. Debía de ser un sueño. Seguro que despertaría y vería que aquel hombre se había desvanecido como una forma de niebla. La gravedad, la dignidad, el tono firme y cortés de aquel forastero mayor y atlético impresionaron a Massy. Casi estaba asustado. Pero no era ningún sueño. Quinientas libras no son ningún sueño. Inmediatamente entró en sospechas. ¿Qué significaba aquello? Naturalmente era una oferta que había que aceptar a ojos cerrados. Pero ¿qué podía haber detrás?

Antes de despedirse estableciendo una cita en el bufete de un procurador para primeras horas de la mañana, Massy estaba ya preguntándose: ¿Qué motivos tendrá? Dedicó la noche a esculpir las cláusulas del acuerdo, un documento único en su género cuyo tenor se hizo en cierto modo famoso y vino a ser comidilla y asombro de todo el puerto.

El objetivo de Massy era asegurarse cuantas más formas mejor de poderse librar del socio sin tener que devolverle inmediatamente su parte. Los esfuerzos del capitán Whalley se dirigían a asegurar el dinero. ¿No era el dinero de Ivy, una parte de la fortuna de ella, que aparte de eso no tenía más recurso que el cuerpo de su viejo padre, que desafiaba al tiempo? Cargado de paciencia por la fuerza del amor hacia ella, aceptó con majestuosa serenidad los párrafos estúpidamente avisados de Massy contra su incompetencia, su deshonestidad, su embriaguez, a cambio de otras estipulaciones que le atasen. Al cabo de tres años quedaba en libertad para retirarse de la sociedad, llevándose el dinero. Se estipulaban disposiciones para formar un fondo con que pagarle. Pero si por cualquier causa (salvo la muerte), dejaba el Sofala antes de ese plazo, Massy dispondría de todo un año para pagarle. -¿Caso de enfermedad?- había sugerido el abogado, un joven recién llegado de Europa, que no estaba sobrecargado de encargos y al que casi divertía el trato. Massy empezó a quejarse zalamero, -¡No iban a imaginar que él…!

– Déjelo,- dijo el capitán Whalley con una soberbia confianza en su cuerpo. -Son cosas de Dios,- añadió. En mitad de la vida encontramos la muerte, pero él confiaba con audacia aún mayor en su hacedor, en el hacedor que conocía sus pensamientos, sus afectos humanos y sus motivos. El creador sabía qué uso estaba haciendo de la salud, cuánto la necesitaba… -Confío en que mi primera enfermedad sea la última. Nunca estuve enfermo, que recuerde,- observó. -Déjelo.

Pero ya en aquellos primeros momentos despertó la hostilidad de Massy al negarse a que fuesen seiscientas en lugar de quinientas.

– No puedo hacerlo -fue todo lo que dijo, simplemente, pero con tanta decisión que Massy desistió inmediatamente de hacer presión al respecto.

Aunque pensó para sí:

– ¡Qué no puede! Viejo canalla ¡No quiere! Tiene que tener dinero a espuertas, pero a cambio de un puesto tranquilo y la sexta parte de mis beneficios, si pudiese se ahorraría pagar ni un céntimo.

Durante aquellos años el disgusto de Massy creció bajo la coacción de algo que parecía miedo. La simplicidad de aquel hombre parecía peligrosa. Sin embargo, últimamente había cambiado. Parecía menos formidable, como si le hubiese disminuido el vigor vital, como si hubiese encajado una herida secreta. Aun con eso, seguía siendo incomprensible por la simplicidad, valor y rectitud. Y cuando Massy supo que pensaba abandonarle al expirar el plazo, dejándole confrontado con el problema de las calderas, el disgusto se convirtió en su interior en una llamarada de odio.

El odio le había abierto los ojos; ya hacía mucho tiempo que Sterne no podía contarle nada que él no supiera. Tenía mucho empeño en aterrorizar a aquella sabandija para que callase; quería afrontar la situación solo; y, por increíble que pudiese parecerle a Sterne, todavía no había perdido el deseo y la esperanza de hacer que el odiado viejo se quedase. ¡Claro! No había otra posibilidad, si quería mantener sus posibilidades de hacer fortuna. Pero ahora, de repente, desde que cruzaron el bajío de Batu Beru, todo parecía encaminarse rápidamente al desenlace. Le inquietaba esto tanto que el estudio de los números premiados no conseguía calmarle, y la media luz del camarote se iba haciendo más sombría.