Para entonces Sterne (que había caído del jergón rodando) había puesto marcha atrás. Las máquinas dieron unos cuantos giros, y luego una voz aulló:
– ¡Salga de la condenada sala de máquinas, Jack?
…y se pararon! Pero el barco se había soltado del acantilado y estaba quieto, emanando espesas nubes de humo de los tubos rotos de cubierta y desvaneciéndose en la noche con formas frágiles. A pesar de lo repentino del desastre nadie gritaba, como si la propia violencia del choque hubiese medio atontado a la sombría serie de gente que iban de un lado para otro por las cubiertas. La voz del serang se dejó oír clara por encima de los murmullos confusos.
– No da con fondo -había recogido la sonda.
A continuación gritó Mr. Sterne con timbre agudo y forzado.
– ¿A dónde diablos fue a parar el barco? ¿Dónde estamos?
El capitán Whalley replicó con voz grave y pausada.
– Entre los escollos del Este.
– ¿Es cierto eso, señor? Entonces, nunca saldrá de aquí.
– En cinco minutos se habrá ido a pique. Botes Sterne. Con esta calma, uno solo podría salvarles a todos.
Los fogoneros chinos se dirigían desordenadamente hacia los botes de babor. Los malayos, tras un momento de confusión, se quedaron quietos, y Mr. Sterne mostró un gran aplomo. El capitán Whalley no se había movido. Sus pensamientos eran negros en aquella noche en que había perdido el primer barco.
– Me hizo perder un barco.
Otra silueta alta situada ante él, entre los escombros del puente, susurró insanamente:
– No diga nada de esto.
Massy se acercó, tropezando. El capitán Whalley oyó el rechinar de sus dientes.
– Tengo la chaqueta.
– Échela y vámonos -acució la voz temblorosa-. ¡B-b-b-bote!
– Esto le va a costar cinco años.
Mr. Massy había quedado mudo. Sus palabras quedaban en mero carraspeo.
– ¡Tenga piedad!
– ¿La tuvo usted cuando me hizo perder el barco? Mr. Massy, ¡esto le va a costar cinco años!
– ¡Necesitaba dinero! ¡Dinero! ¡Mi propio dinero! Le daré parte a usted. Quédese la mitad. A usted también le gusta el dinero.
– Pero hay una justicia…
Massy hizo un esfuerzo terrible, y consiguió exclamar a espasmos, extrañamente:
– ¡Condenado ciego! ¡Fue usted el que me empujó a esto!
El capitán Whalley, apretando la chaqueta contra el pecho, no dijo nada. La luz había desaparecido del mundo para siempre… que se hundiese todo. Pero aquel hombre no debía escapar impune.
La voz de Sterne daba órdenes:
– ¡Bajadlo!
Las poleas crepitaron.
– ¡Ahora! -gritó-. Bajad vosotros. Por ahí. Usted Jack, aquí. ¡Mr. Massy! ¡Mr. Massy! ¡Capitán! ¡Rápido, señor! Vámonos.
– Yo iré a la cárcel por tratar de estafar a la compañía, pero usted quedará en la miseria; usted, el hombre honrado que ha estado engañándome. Usted es pobre, ¿no? No tiene más que las quinientas libras. Pues bien, ahora ya no tiene nada: el barco se ha perdido, y el seguro no va a pagar.
El capitán Whalley no se movió. ¡Cierto! El dinero de Ivy. Perdido en el naufragio. Tuvo de nuevo un relámpago de lucidez. Estaba realmente llegando al fin del camino.
Voces acuciantes gritaron a la vez junto al casco. Massy no parecía capaz de apartarse del puente. Mascullaba frases ininteligibles, silbaba.
– ¡Entrégueme esto! ¡Entréguemelo!
– No -dijo el capitán Whalley-. No puedo dárselo. Será mejor que se vaya. Si quiere vivir, no se quede aquí. Está hundiéndose por la proa muy rápido. No; me voy a quedar con esto, pero permaneceré a bordo.
Massy no parecía comprender; pero el amor a la vida, despertado repentinamente, le apartó del puente.
El capitán Whalley dejó la chaqueta en el suelo, y avanzó por entre los escombros hacia el flanco.
– ¿Está Mr. Massy con usted? -gritó en la noche.
Le contestó la voz de Sterne desde el bote:
– Sí, ya le tenemos. Véngase, señor. Es una locura quedarse más tiempo.
El capitán Whalley palpó cuidadosamente la batayola, y sin decir palabra, soltó el cabo del bote. Todavía estaban esperándole abajo. Le esperaron hasta que, de repente, una voz exclamó:
– ¡Estamos a la deriva! ¡Fuera!
– ¡Capitán Whalley! ¡Salte…! Dése un pequeño impulso…, ¡salte! Puede usted nadar.
En aquel corazón viejo y aquel cuerpo vigoroso, había un horror a la muerte que, al parecer, no podía ser superado por el horror a la ceguera. Pero, al fin y al cabo, por Ivy había llegado hasta ese punto, caminando a obscuras hasta el borde mismo de un crimen. Dios no había escuchado sus plegarias. La luz había acabado por desaparecer del mundo; ni un destello. Una inmensa negrura solitaria; pero era inverosímil que un Whalley que había llegado tan lejos para conseguir algo, siguiese con vida. Tenía que pagarlo.
– Salte lo más lejos que pueda, señor; le recogeremos. No le oyeron responder. Pero sus gritos parecieron recordarle algo. Deshizo el camino recorrido, y buscó la chaqueta de Mr. Massy. Sin duda, podría nadar. Gente arrastrada por el remolino de un barco al hundirse vuelven a veces a la superficie, y era impensable que un Whalley que había decidido morirse se viese empujado por el azar a la lucha. Se puso todos aquellos trozos de hierro en los bolsillos.
Los otros, mirando desde el bote, vieron el Sofala, negra mole en mitad de un mar negro, inclinado de forma sorprendente. No se oía en el ningún sonido. Luego, con un insólito ruido de resbalón, como si las calderas se hubiesen abierto paso por las mamparas y con una detonación sorda, donde había estado el barco apareció por un instante algo delgado que se elevaba, como una roca que saliese del mar. Luego, desapareció también eso.
Cuando el Sofala faltó a la cita regular en Batu Beru, Mr. Van Wick comprendió inmediatamente que nunca volvería a verlo. Pero ignoraba lo sucedido hasta que algunas semanas más tarde el sultán le dejó una embarcación nativa para que se llegase al puerto de registro del Sofala, donde empezaba ya a olvidarse la existencia del buque y la investigación oficial sobre su pérdida.
No había sido un caso notable ni interesante, salvo por el hecho de que el capitán se había hundido con el barco. Era la única vida que se perdiera; y Mr. Van Wick no hubiera podido enterarse de ningún detalle de no ser por Sterne, con quien tropezó cierto día en el muelle cercano al puente del riachuelo, casi en el mismo lugar a donde se había dirigido el capitán Whalley en busca de un sampán que le llevase al Sofala para preservar intactos las quinientas libras de su hija.
Desde lejos, Mr. Van Wick vio que Sterne le guiñaba el ojo y se llevaba la mano al sombrero. Se refugiaron en la sombra de un edificio (un banco), y el segundo relató la llegada de los botes a la bahía de Pangu con la tripulación a bordo unas seis horas después del accidente, y cómo habían vivido desprovistos de todo un par de semanas, hasta que encontraron medios para salir de aquel lugar de bestias. La investigación había eximido de culpa a todos. La pérdida del barco fue atribuida a una desviación inusual de la corriente. Y, realmente, no podía haber sido otra cosa: no había forma de explicar que el barco se encontrase a siete millas al este de su posición durante la guardia de medianoche.
– He tenido muy mala suerte, señor.
Sterne se pasó la lengua por los labios y miró de reojo.
– He perdido la fortuna de que me emplease usted, señor. Sumamente lamentable. Pero ahí tiene: el veneno de uno es comida para otro. A Mr. Massy no le hubiera podido resultar más oportuno; ni que el naufragio lo hubiese preparado él. Es la pérdida más oportuna que oí en la vida.
– ¿Y qué se ha hecho de ese Massy? -preguntó Mr. Van Wick.
– ¿Ese, señor? ¡Ja, ja! Andaba contándome que se compraría otro barco; pero en cuanto tuvo el dinero en el bolsillo se fugó a Manila en el primer vapor de la mañana. Le perseguí a bordo, y me dijo que iba a poner a buen recaudo su fortuna en Manila. Por su parte, yo podía irme al diablo. Y, sin embargo, bien me había prometido darme el mando de un barco si no hablaba más de la cuenta.